Oda a un banquero (27 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

—¿Se especializó en préstamos?

—En préstamos sobre cargamentos, principalmente.

—¿Eso es arriesgado?

—Sí y no. Tienes que hacer uso del sentido común. ¿El barco está en buenas condiciones? ¿El capitán es competente? ¿Es probable que se saquen beneficios de la carga y habrá allí otra disponible para traer de vuelta? Y luego… —Hizo una pausa.

Petronio ya controlaba la situación con su tranquilidad habitual:

—Vosotros le hacéis un préstamo a un comerciante que cubre los costes del viaje. Un seguro. Si el barco se hunde, el comerciante no tiene ninguna obligación de devolver el préstamo. Vosotros cubrís las pérdidas. Y si ese barco vuelve sin ningún percance, el banquero recupera su dinero, al que se le suman unos enormes beneficios.

—Bueno, no tan enormes —objetó Lucrio, tal y como era de esperar.

—Debido al riesgo de perder la carga durante una tormenta, ¿los prestamistas de embarcaciones están exentos de las normas habituales del máximo interés? —siguió Petro.

—Sólo lo justo —dijo Lucrio—. Terminamos pagando por todos los viajes que se van al traste.

—No por todos, creo. Os protegéis tanto como es posible.

—Cuando podemos, legado.

—Tribuno —lo corrigió Petro con brevedad, asumiendo el título de Rubela sin ningún rubor.

—Lo siento. Sólo era una manera de hablar.

Mi amigo Lucio Petronio inclinó la cabeza de una manera altiva. Yo oculté una sonrisa.

—¿Esta protección vuestra —continuó, dándole vueltas al asunto—, puede tomar la forma de limitar el período del préstamo?

—Condiciones de rutina, tribuno.

—¿Así que un viaje que vosotros aseguráis debe realizarse dentro de un número de días ya especificados?

—Durante el buen tiempo para navegar. Normalmente habrá una fecha de finalización del viaje escrita en el contrato.

—De esta manera, si el barco se hunde, vosotros, como prestamistas, pagáis los costes, ¿pero sólo en el caso de que el viaje se haya llevado a cabo en el período adecuado? Y si el barco retrasa la salida hasta después de la fecha de vencimiento del préstamo, y más tarde, cuando ya ha zarpado, se hunde en la mar, ¿quién es responsable?

—¡Nosotros no! —exclamó el liberto.

—A vosotros, por supuesto, os gusta eso —replicó Petronio, con bastante frialdad—. Pero al propietario no. Ha perdido su barco y la carga… y todavía tiene que devolver vuestro préstamo.

—Pierde por partida doble. Sin embargo, eso es culpa suya.

—Bueno, de su capitán.

—Eso es, por perder el tiempo. Éstas son las reglas del mar, tribuno. Es una tradición. ¿Hay alguna razón —preguntó Lucrio, con mucho tiento— por la que te intereses en este aspecto?

Petronio se cruzó de brazos y se inclinó hacia delante, apoyándose en ellos. Yo conocía este movimiento. Estaba a punto de desvelar las habladurías que habíamos obtenido.

—¿Tenéis un cliente en el banco llamado Pisarco?

Lucrio se las arregló para conservar su actitud evasiva, afable y sin ponerse nervioso.

—Por supuesto que esto es confidencial, pero creo que sí.

—¿Es un gran deudor?

—No es demasiado listo.

—¿Perdió dos barcos distintos, ambos saliendo fuera de plazo, el pasado invierno?

—Fue un idiota. Ahora necesita reajustar sus inversiones de manera bastante más perspicaz.

—Pero, ¿le queda algo para invertir? —preguntó Petronio.

—¡Bueno, podrías tener razón a este respecto! —dijo Lucrio con una carcajada, como si la alusión a grandes deudas fuera una gran broma.

Petro continuó sereno.

—Los fleteros tienen fama de no tener capital privado. Un pajarito me ha contado que Pisarco sufre mucho por sus pérdidas, que quizá no le sea posible pagar lo que debe, y que Crísipo y él se pelearon.

—¡Vaya, vaya! —se maravilló Lucrio—. Alguien debe de haber tirado muy fuerte de la cola de ese pajarito. ¡Espero que ningún chico malo de los vigiles haya estado preguntando cosas a mis esclavos sin pedirme autorización!

En ese momento fue cuando yo intervine y tomé el relevo.

—No, nos enteramos de lo de Pisarco por fuentes privadas. —Notócleptes—. Los chismes se consiguen gratis en el Jano Medio. —Ésta debía de haber sido la primera vez en la historia que Notócleptes me había dado algo a cambio de nada—. De hecho, he oído que por allí apuestan a que Pisarco fue el asesino. Mi interés también se centra en él. Me pregunto si es el hombre de humor avinagrado que yo mismo vi en el scriptorium la misma mañana que Crísipo fue asesinado.

Lucrio negó con la cabeza, con aflicción.

—Me entristece oír eso, Falco. Pisarco es uno de nuestros clientes más antiguos. Su familia ha tenido tratos con el
trapeza
de Crísipo durante generaciones, ya allá en Grecia.

Le sonreí.

—No te preocupes. Quizá no sea él. De todos modos, nos ha dado una clara descripción de cómo opera tu
trapeza
.

—Nada ilegal.

—Nada indulgente, tampoco.

—Tenemos que proteger a nuestros inversores.

—¡Oh!, estoy seguro de que lo hacéis.

Dejé que Petronio reanudara el interrogatorio.

—Aclaremos un punto delicado, Lucrio… —En este momento, sin duda probaría lo que Fúsculo les había sacado a los esclavos—. Me han pasado la información de que tú y Crísipo una vez pasasteis por una crisis. —Lucrio pareció enfadarse. Petronio se explicó:— Tú has sido el agente liberto del banco durante unos cuantos años. Antes de eso, mientras todavía estabas sirviendo como un joven esclavo (esto debió de ser antes de que cumplieras los treinta años, que era cuando podías ser liberado), te dieron una cartera de inversiones para que la administraras en nombre de tu amo. Se trataba de la situación habitual: se te permitía manejar los fondos y quedarte con los beneficios, pero el capital, lo que se llama el
peculium
, todavía pertenecía a tu amo y tenías que devolvérselo a su debido tiempo. Ahora dime, ¿no hubo un problema la primera vez que fuiste manumitido y tuviste que devolver el
peculium
y dar cuenta de tu gestión?

Lucrio, con indiferencia, dejó de caminar de un lado a otro de la habitación, aunque todavía masticaba frutos secos.

—Fue un malentendido. Hubo algunas dudas sobre las cifras; pude responder a todas.

—¿Qué clase de dudas? —insistió Petronio.

—Oh… si había utilizado o no el fondo fijo del
peculium
.

—¿Mezclándolo con tu propio dinero? ¿Lo hiciste?

—No fue a propósito. Yo era un muchacho, un poco chapucero, ya sabes cómo es eso. Lo solucionamos. Crísipo nunca se molestó. Fueron otros quienes lo exageraron todo… envidiosos, es probable.

—Sí, supongo que Crísipo quedó satisfecho, porque siguió dejando que tú, de hecho, dirigieras el banco.

—Sí.

—¿Quizás incluso pensó que una ligera tendencia a prácticas astutas era precisamente lo que quería en un encargado?

—Exacto —dijo Lucrio, mostrándonos el brillo de sus dientes.

Petronio Longo ojeó su colección de tablillas de notas con calma.

—Bueno, parece que lo hemos contemplado todo. —Lucrio se relajó. No es que eso fuera fácil de distinguir, porque estuvo todo el tiempo sorprendentemente tranquilo. Hizo un movimiento hacia la puerta—. ¿Alguna otra pregunta por tu parte, Falco? —preguntó Petro.

—Por favor. —Petro se volvió a sentar y yo empecé toda la tanda de preguntas desde mi punto de vista. Intercambiar el control una vez que Lucrio pensaba que todo había terminado, lo pondría nervioso. O quizá no, pero valía la pena intentarlo.

—Un par de cuestiones logísticas, Lucrio: ¿dónde estuviste durante el mediodía de hace dos días, cuando Crísipo fue asesinado?

—En el Foro. Comiendo con un grupo de clientes. Puedo darte sus nombres.

No tenía mucho sentido; o era verdad, o a estas alturas las coartadas ya estarían preparadas de antemano para mentir en su favor.

—¿Eran buenas tus relaciones con Crísipo? ¿Algún problema en el banco?

—En absoluto. Se estaba ganando dinero. Eso mantenía contento al jefe.

—¿Sabes de algún cliente que le guardara rencor?

—No.

—Aparte de Pisarco —rectifiqué—. ¿Había otros acreedores defraudados?

—No en la misma categoría.

—Otro deudor que estoy considerando es uno de los autores del scriptorium…

Lucrio facilitó el nombre por propia voluntad:

—Avieno.

—Eso es, el historiador. Tiene un préstamo considerable con el banco, según me consta. ¿Tiene una fecha límite?

—La tenía.

—¿Ya ha vencido?

—Me temo que sí.

—¿Ha tenido dificultades para encontrar el dinero?

—Eso dice.

—¿Crísipo había tomado una postura dura?

—No, me ocupé yo, como siempre.

—¿Avieno se andaba con engaños?

Lucrio se encogió de hombros.

—Avieno siempre aducía la protección de Crísipo, pero yo no mordía el anzuelo. Se lamentaba y le echaba teatro, como suele hacer la gente. La primera vez te parte el corazón. (¿Lucrio, afectado por las súplicas de los deudores?). Después ya te da igual; los casos de verdadera penuria ni siquiera se quejan.

—¿Tenía Avieno algún remedio?

—Escribir sus cosas, y entregar los pergaminos para que se le pagaran sus honorarios y así poder saldar su deuda —dijo el liberto con desdén. No parecía una persona que leyera. Luego añadió—: O podría hacer lo de costumbre.

—¿Qué es lo de costumbre?

—Pedir a otro prestamista que le compre toda la deuda.

Pestañeé.

—¿Cómo funciona eso?

—La fecha ya había pasado. Reclamamos la deuda —explicó Lucrio, con paciencia—. Otra persona podía avanzarle a Avieno el dinero para pagarnos.

Le entendí:

—¿Un préstamo para pagar otro préstamo? ¿El nuevo cubre la suma de tu préstamo más el interés que te debía, más el beneficio del nuevo prestamista? ¡Por Júpiter! —El interés compuesto estaba prohibido en Roma, pero esto parecía una manera ingeniosa de evitarlo. Los bancos se apoyarían unos a otros en este desagradable comercio—. ¿Descendiendo de manera vertiginosa hacia la pobreza… e incluso la esclavitud, quizás?

Lucrio no mostró ningún remordimiento.

—Le proporciona tiempo, Falco. Si alguna vez Avieno se espabila y gana algo de dinero, podrá cubrir la deuda.

En contra de mis deseos, entendí el punto de vista de Lucrio. Hay gente con deudas agobiantes que se mueven y trabajan hasta caer rendidos.

—¿Qué garantía había dado Avieno para el préstamo original?

—Eso tendría que consultarlo.

—Quiero que lo hagas y me lo digas, por favor. No le digas a Avieno que estoy indagando al respecto. Puede que sea tu cliente comercial, pero también podría ser el asesino de tu patrón.

—Lo recordaré.

—¿Qué pasará con la deuda ahora que Crísipo está muerto?

—Ah, eso no cambia nada. Avieno debe devolverle el dinero al banco.

—Eres muy bueno acosando, ¿no?

Lucio sonrió. Era más bien una mueca…, en ningún caso divertida.

Había llegado la hora de otro cambio. Petronio se inclinó hacia mí.

—¿No quedaba una cuestión que mencionaste sobre la herencia, Falco?

—Eso es. —Me di cuenta de que, de pronto, Lucrio tenía el aspecto petrificado de una persona que ha estado esperando algo así—. Lucrio, ¿se ha abierto ya el testamento? —Asintió con la cabeza—. ¿Quiénes son los principales beneficiarios? ¿Es verdad que a Vibia Merula, como esposa actual, sólo le ha dejado el scriptorium?

—Eso es lo que le ha dejado.

—¿Y es cierto que no tiene mucho valor?

—Es mejor que un puesto de pescado en Ostia, pero no mucho.

—Parece duro.

—A la familia de Vibia se le ha devuelto la dote.

—¡Ah, estupendo! ¿A quién le dejó el banco?

—A Lisa. —Se puso apenas colorado—. Y a mí.

—¡Oh, eso es enternecedor! La ex esposa que le ayudó a fundar el negocio y un leal esclavo manumitido.

—Una costumbre de nuestra tierra —dijo Lucrio, como un hombre cansado que sabía que tendría que explicarlo muchas veces a muchos y diversos conocidos—. Los bancos griegos, a lo largo de la historia, se han pasado de manera conjunta a las esposas de los banqueros griegos y a sus agentes habituales.

—¿Y qué es —dije con sorna— lo que piensan de eso los hijos de los banqueros griegos?

—Saben que se ha hecho así a lo largo de toda la historia de Grecia —contestó Lucrio.

—¡Y a los niños griegos se les enseña el amor por la historia! —Todos nos reímos—. Vibia Merula parece que ha perdido bastante —continué—. ¿Una ex esposa griega tiene prioridad sobre una nueva esposa romana? ¿Eso también es una tradición?

—A mí me parece bien —dijo Lucrio con descaro—. Lisa levantó el negocio.

—Pero en este caso el banquero griego tiene un único hijo, que se ha convertido en un perfecto romanizado. Diómedes debe de saber que, en Roma, hacemos las cosas de manera diferente. Aquí, por supuesto, tú, todavía tendrías derecho a que se te recompensara por un leal servicio. Lisa sería algo irrelevante después de que Crísipo se volviera a casar; Vibia adquiriría el derecho. Y Diómedes podría esperar que su padre reconociera su importancia en la familia. Esta antigua costumbre griega, ¿dónde deja a Diómedes como nuevo romano, Lucrio?

—¡Gimoteando! —reconoció el liberto de forma cruel— ¡Oh, pero no es un desastre! Le ha dejado unos cuantos sestercios para que le alcance para vivir. Es más de lo que muchos hijos pueden esperar, en especial los haraganes derrochadores con ideas insustanciales que no hacen nada más que causar problemas.

—No parece que seas un seguidor del querido Diómedes.

—Lo has conocido, supongo —murmuró Lucrio, como si eso lo dijera todo.

—Bueno, su madre será una gran heredera. ¿Algún día, quizás, él será el heredero de Lisa?

—Es posible. —Hubo una breve pausa. Noté cierta reticencia, pero el liberto despreciaba a Diómedes con tanta saña que estaba preparado para ser indiscreto por una vez—: El nuevo marido de Lisa quizá tenga algo que decir al respecto —apostilló Lucrio.

XXXII

Mi nueva visita a Lisa, la ex esposa y afortunada heredera, la pilló desprevenida. Como no me esperaba, cometió el error de estar en casa. En cuanto me permitieron entrar vi que, tal y como están las viviendas, ésta era una residencia de categoría. Estábamos sentados en un salón que era fresco pese a la ola de calor de julio, aunque estaba iluminado de forma experta por unas altas ventanas en la parte de arriba. Una serie de alfombras estampadas se extendían sobre el suelo de mármol. Unas cortinas suntuosas tapizaban las paredes. Nuestro asiento tenía la estructura de bronce, con considerable relleno. En una esquina, sobre una estantería, había un espléndido recipiente para calentar el vino, de esos con un gran receptáculo donde se quema el carbón con una reserva de combustible debajo, en estos momentos en desuso debido al clima, sin duda. Unas frutas perfectas, sin una simple mota, brillaban en cuencos de cristal traslúcido.

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