Oda a un banquero (29 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

—No me importaría hacer un viaje a Preneste —se ofreció mi socio con expectación. Le hice caso omiso. Era demasiado novato para decirle que las excursiones eran cosa mía, mientras que el aprendiz vigilaba la tienda. Uno tenía que asegurarse de que una persona joven no se desanimara al enfrentarse con las injusticias de la vida.

No habíamos descubierto nada. Tuvimos que admitir que no teníamos ni la menor idea de qué buscar. Hice una señal sobre Preneste en un mapa de carreteras con desgana, no demasiado entusiasmado por emprender el viaje con el tiempo caluroso. Sabía que Petro no podría conseguir el coste del transporte, ya que quedaba fuera de su jurisdicción. Rubela estaría encantado de abalanzarse sobre tamaña infracción de las reglas.

De todos modos, si tenía que salir de la ciudad elegiría ir a Tibur, donde poseía una granja y necesitaba controlar al nuevo arrendatario. ¡Ni de broma! Se supone que los informantes no tienen vida privada.

—¿Estamos perdiendo el tiempo, Falco?

—La mayor parte de este trabajo es una pérdida de tiempo, Aulo.

—¿Por qué nos molestamos, entonces?

—Por ese diminuto trocito de información que lo resuelve todo. —Si lo encontráramos, era poco probable que reparáramos siquiera en ello.

A punto de desplomarnos con el calor y absolutamente deprimidos, todavía esperábamos encontrar alguna pista útil, cuando mi perra empezó a alumbrar a sus cachorros.

Nux
había estado haciendo extrañas madrigueras durante un tiempo. Me había elegido como dueño; era culpa suya pero, igual que con las mujeres, me hacía sentir responsable. Yo había estado esperando el nacimiento durante días, pero no podíamos estar seguros de cuál de sus horribles pretendientes había engendrado a los cachorros… ni de cuándo había ocurrido.

Tan pronto como Helena hizo que me avisaran de lo que estaba sucediendo, volví corriendo a casa y me encontré a mi joven sobrino Mario en las escaleras. Tras algunos comentarios de Helena sobre que me las había arreglado mejor para asistir al parto de una perra que al nacimiento de mi propia hija, Mario y yo nos agachamos al lado de
Nux
mientras ésta luchaba por dar a luz. Tenía problemas.

—¡Tío Marco, no hay nada que hacer! —Mario estaba desesperado. Yo también, aunque no debía demostrarlo. Él tenía nueve años; yo treinta y tres. Por otro lado, Helena estaba escuchando—. ¡Y todo esto por ir jugando a los soldaditos! —rugió Mario. Había estado trabajando en el almacén de mi padre. Su lenguaje se había deteriorado de una manera lamentable—. Hay un amigo de mi padre que tiene perros; voy a buscarlo.

Así que Mario salió como una exhalación y volvió con un desconcertado veterinario de caballos de los Verdes. Era uno de los típicos amigos de Famia: distraído, adormilado y siniestro, pero más diligente que mi fallecido cuñado; gruñó y refunfuñó, y entonces, mientras Mario y yo nos abrazábamos incapaces de mirar, al final ayudó a
Nux
a parir un solo cachorro, absolutamente enorme.

—Es un perro.

—¡Un macho… y es mío! —gritó Mario con determinación. El veterinario de caballos y yo, disimuladamente, nos acercamos a la criatura a la vez que intentábamos que Mario no se diera cuenta de la inminente tragedia: el cachorro estaba inerte. Le dijimos a Mario que cuidara de
Nux
. El médico de animales suspiró. Se me cayó el alma a los pies. Supuse que quería decir que todo había terminado.

Se puso mirando al flácido y mojado perro al tiempo que lo sujetaba con las dos manos, con su sucio pulgar sostuvo la cabeza caída y abrió con dos dedos la pálida boca. Para nuestro asombro, sopló aire de sus propios pulmones en ella. Tras unos instantes de resistencia pasiva, el cachorro no pudo soportar más el hedor a ajo que desprendía su aliento. Se atragantó, tragó saliva e intentó escapar. Se lo entregamos a mi sobrino, a quien le dijimos que lo abrigara y lo frotara enérgicamente para hacer que respirase por sí mismo. Le di al veterinario el importe de unas cuantas bebidas, sobre todo por haber evitado el sufrimiento de Mario; se escabulló y luego, cuando el cachorro hubo entrado en calor, lo pusimos al lado de
Nux
.

Al principio, ella se limitó a menear el rabo en nuestro honor. Se percató de la presencia de la desaliñada criatura y la olfateó, con el mismo aspecto de desconcierto que se le ponía cuando Helena mencionaba que
Nux
había soltado un pedo. Entonces su cría se movió;
Nux
la tocó con la pata y decidió que quizá la podía limpiar y permitir que le controlara la vida.

—Ella sabe que es su madre. —Yo estaba encantado—. Mira, está empezando a mamar. ¡Helena, ven y mira esto!

Mario me tiró de la túnica.

—Vámonos, tío Marco. Ahora tenemos que dejarla tranquila. No se la debe molestar o puede que rechace a su cría. No debe haber ningún desfile de entrometidos visitantes y creo que sería mejor que tu hija estuviera en otra habitación. —Mario, que en el fondo era un intelectual, había hincado los codos. Yo sabía que Helena le había prestado un compendio de cría de animales. Exaltado por el conocimiento y el hecho de ser propietario, se negó a confiar su preciosa mascota a unos principiantes—. Ya le daré de comer a
Nux
por vosotros cuando sea necesario. Vosotros dos —nos dijo a Helena y a mí con malas pulgas— sois demasiado excitables, si no os importa que os lo diga. A propósito,
Nux
, parece haberte causado un problema…

¡Cuánta razón que tenía! A pesar de todos mis esfuerzos por encontrarle un atractivo cesto en un rincón oscuro donde hubiera podido tener a su grotescamente descomunal cachorro en privado,
Nux
había elegido su propio lugar: sobre mi toga, en medio de nuestra cama.

—Esperemos —dijo Helena con bastante suavidad— que no te requieran para ningún acto de etiqueta en los próximos días, Marco.

Bueno, al menos eso era poco probable; el mes de agosto tenía algunas ventajas.

XXXIV

Esa noche, Helena y yo tuvimos que preparar una cama en mi viejo diván de lectura. Debe decirse que nos tuvimos que apretujar tanto que empezamos a comportarnos como niños y fuimos, sin duda, lo que Mario habría definido de manera pomposa como «demasiado excitables».

—¿El hecho de que
Nux
haya tenido un cachorro te da deseos de tener otro tú? —me reí tontamente.

—¿Quieres una invitación para hacer algo al respecto?

—¿Eso es una oferta?

Entonces fue cuando Helena me dijo que estaba embarazada de nuevo… y cuando nos quedamos en silencio y mucho más calmados.

Cuando Helena estaba embarazada de Julia, le aterrorizaba que el parto fuera difícil. Lo fue. Estuvieron a punto de morir las dos. En este momento, ninguno de nosotros era capaz de hablar de nuestros temores sobre el próximo bebé.

Al día siguiente, Mario pasó la mayor parte de su tiempo con nosotros. Bueno, al menos estuvo sentado con las piernas cruzadas al lado de su cachorro. La presencia de Helena y la mía le eran indiferentes.

Yo estuve en casa, redactando informes para los vigiles sobre los deudores que Eliano había interrogado. Como hijo de un senador, la documentación era indigna de él; si iba a continuar trabajando conmigo, tendría que enseñarle mejores modales. Esperaba que me abasteciera con una cohorte de secretarias para entender sus notas.

Bueno, le daría un consejo. Si lo desoía, algún día que estuviera en los tribunales con un cliente (alguno que no me importara; había muchos de ésos), un abogado le exigiría pruebas escritas y entonces el noble Eliano estaría perdido de una manera lamentable.

Por la tarde Mario desapareció, pero estaba de vuelta al anochecer, y esta vez llevaba una manta enrollada y su propio tazón para comer.

—¿Te unes a nosotros como inquilino? ¿Lo sabe tu madre?

—Se lo he dicho. El cachorro tiene que estar con
Nux
durante unas cuantas semanas.


Nux
y el cachorro están bien, Mario. Puedes venir a verlos cuando quieras. No necesitas vigilarlos toda la noche.


Arctos
.

—¿Quién es ése?

—Lo voy a llamar
Arctos
. El Gran Oso. Él no necesita un nombre estúpido como
Nux
.

—Parece que no te fías de dejar al pequeño
Arctos
con nosotros —dijo Helena—.
Nux
va a cuidar muy bien de él, Mario.

—¡Ah! Eso es sólo una excusa —replicó Mario con brusquedad. Helena y yo nos quedamos desconcertados—. Prefiero estar aquí con vosotros. Es tan aburrido volver a casa después de un largo día de pesado trabajo en el almacén… —Yo sabía por mi padre que Mario sólo hacía tareas livianas, y que sólo aparecía cuando le iba bien. Mientras se quejaba de su trabajo, me pareció oír en él a su difunto padre, aunque él y Famia eran distintos.— Sólo para encontrarme con que ese hombre, Anacrites, está siempre allí.

—¿Ah sí? —dije, al tiempo que me ponía rígido—. ¿Qué significa «siempre»?

—La mayoría de las tardes —confirmó Mario con tristeza.

—¿Eso es todo?

—No se queda por la noche. Todavía no ha llegado eso de: «éste es tu simpático nuevo padre» —me aseguró mi sobrino, con la increíble confianza en sí mismo que los hijos de Maya habían poseído siempre. Para tener nueve años, era todo un hombrecito de mundo. Un niño sin padre tenía que crecer deprisa, pero esto era aterrador—. Cloelia y yo haremos todo lo que esté en nuestras manos para poner fin a esto.

—Yo te recomiendo que no interfieras —le dije, de hombre a hombre.

—¡Tienes razón! Cuando lo intentamos, hicimos lloriquear a mamá. Fue horrible.

—Tu madre puede hacer lo que quiera, ¿sabes? —le expliqué, a la vez que me mordía el labio y pensaba: «No si yo tengo algo que decir al respecto». (Claro que, era evidente que esos idiotas autores de tratados sobre el poder patriarcal de Roma nunca habían intentado obligar a hacer algo a una mujer.)

—Sí, pero saldrá mal, tío Marco. Luego él se irá y nosotros nos quedaremos con el lío que habrá causado.

Helena pareció esconder una sonrisa; empezó a preparar la cena, dejando que me las arreglara solo.

Bajé la voz con complicidad.

—Así que, ¿qué es lo que pasa, Mario?

—Mamá dice que Anacrites es su amigo. ¡Bah!

—¿Para qué quiere un amigo? Nos tiene a ti y a mí para cuidar de ella.

—Mamá dice que le gusta tener a alguien con quien hablar… un intruso, que no siempre cree que sabe lo que ella piensa y quiere.

Mario y yo estábamos sentados uno junto al otro en un banco, pensando en las mujeres y en las responsabilidades de sus maridos.

—Gracias por contarme todo esto, Mario. Veré qué puedo hacer.

Mario me miró de una manera que parecía indicarme que lo dejara en sus manos.

Yo provenía de una familia cuyos miembros creían que el mayor reto en la vida era ser los primeros en entrometerse en cualquier problema. Fui a ver a mi madre primero. Le expliqué la razón de mi visita, y me puse nervioso mientras lo hacía. Era sorprendente lo calmada que estaba ella.

—¿Anacrites ha dado algún paso?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—Quizás esté aguardando el momento oportuno.

—¡Te estás regodeando con esto!

—Nunca haría algo parecido —dijo mi madre en tono remilgado.

Le lancé una mirada fulminante. Ella siguió pellizcando los extremos de unos pequeños paquetes de masa para unirlos entre sí. Todavía lo hacía con destreza. Yo pensaba en ella como en una mujer mayor, pero era probable que fuera más joven que mi padre, que se jactaba de tener sesenta años y ser capaz todavía de meter camareras en su cama. Claro que, las que a estas alturas accedían a ello, debían de ser las que ya empezaban a crujir un poco.

Mi madre siempre había sido una mujer que podía dar porrazos a tres niños traviesos para volverlos a meter en vereda mientras removía una olla con tinte para las túnicas, hablaba del tiempo, se mordía una uña rota y chismorreaba con un trasfondo de emoción. Y sabía cómo hacer caso omiso de lo que no quería oír.

—Espero que no sea su cena lo que estás haciendo —refunfuñé—. Confío en que no reciba los entrantes y el segundo plato de mi hermana y luego vuelva aquí a que tú le des los postres.

—Tiene tan buenos modales —replicó mi madre, refiriéndose obviamente a Anacrites. Sabía que los míos no eran dignos de cumplido—. Siempre está agradecido por lo que haces por él.

Seguro que lo estaba.

Luego me obligué a visitar a Maya. Me aterraba hacerlo.

Él estaba allí. Tal como Mario había dicho. Estaban en el solarium de Maya, hablando. Oí sus voces quedas mientras me facilitaba la entrada con una palanqueta de recambio que tenía para las emergencias. Anacrites estaba sentado en una silla de mimbre con la cabeza inclinada hacia atrás, expuesta a los últimos rayos de sol de ese día. Maya estaba más relajada todavía, con sus piernas extendidas sobre unos cojines y sin sandalias.

Él no hizo ningún intento de explicarse, aunque enseguida se levantó para irse. Yo había arruinado una cita de todos modos. Maya se limitó a inclinar la cabeza y a dejar que se fuera. Se separaron de manera formal. No me vi obligado a presenciar nada embarazoso. Ni siquiera podía asegurar que las cosas hubieran llegado a ese punto. Si hubieran estado solos, ¿le habría dado incluso un beso de despedida en la mejilla?

Intenté seguir como si el jefe de los Servicios Secretos nunca hubiera estado allí.

—Sólo he venido para decirte que nos hemos apoderado del joven Mario. Está preocupado por su cachorro.

Maya me contempló con una mirada que me recordaba demasiado a mi madre.

—Es muy amable por tu parte —comentó. Una observación tópica.

—No es ningún problema.

Estaba esperando que la abordara con el tema de Anacrites. Confiaba en que ella se explicara: no hubo suerte. Cuando Maya cesó de ser impredecible, quedó claro que estaba incómoda.

—Me temo que el nuevo perro va a ser muy grande cuando crezca… —Iba a ser más grande que su madre en cualquier momento—. Mario está como loco. Sin duda ha heredado su amor por los animales de su padre. Echa de menos a Famia. Esto lo reconfortará, sabes…

—He consentido que tenga el cachorro —replicó Maya con firmeza. Por supuesto que no estábamos peleándonos. Pero conocía a mi hermana lo suficiente como para sentir que su irritación estaba a punto de estallar.

Yo me había sentado un momento, aunque no en la misma silla que había ocupado Anacrites. En ese instante me levanté.

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