Oda a un banquero (13 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

Eusquemonte se había arrastrado detrás de mí desde la casa en silencio. Lo invité a un vaso de zumo de frutas prensado, que al parecer era lo único que servían. No estaba mal, aunque la fruta que usaban era de dudosa calidad. La cuenta, que me escribieron con una formalidad fuera de lo normal, anuló todo el placer en degustar la bebida. Nos apoyamos en el mostrador y fulminé con la mirada al dueño hasta que se escabulló hacia el cuarto trasero.

—Soy Falco, ¿te acuerdas? —Asintió con la cabeza, de manera forzada—. Estuve en el scriptorium esta mañana, Eusquemonte. Tú habías salido. Vi a Crísipo. —No mencioné mi desacuerdo con él; parecía haber pasado mucho tiempo—. Eso debió ser justo antes de que se metiera a trabajar en su biblioteca. Ahora me han nombrado investigador oficial de los vigiles. Tendré que hacerte algunas preguntas.

Se limitó a sostener su copa. Parecía estar aturdido, dócil; aunque quizá también poco fidedigno.

—Hagamos una composición de la escena. ¿En qué momento volviste?

Tuvo que coger aire para responderme. Le salieron las palabras con gran esfuerzo.

—Volví al mediodía. Fue durante el alboroto, pero al principio no me di cuenta de ello.

Bebí un poco más de zumo y traté de levantarle el ánimo.

—¿Hasta dónde habían llegado las cosas? ¿Estaban ya los vigiles en la casa?

—Sí, debían estar dentro. Pensé que había bastante gente fuera, pero debía estar absorto en…

—¿En qué? —lo acribillé de forma adusta.

—Oh… pensando en el sentido de la vida y el precio de la tinta —al intuir que podía tener problemas, Eusquemonte se despertó un poco—, y en cuánto calor hacía, en el color de las aceitunas que me había puesto en el paquete de la comida, en quién debía ser el dueño del maldito perro que nos había dejado un mensaje en la acera, justo en la puerta de la tienda… Actividad intelectual. —Tenía más sentido del humor del que me pareció en un principio.

—Seguramente tus empleados sabían qué pasaba dentro, ¿no?

—No. De hecho, nadie había oído nada. Se habrían dado cuenta del altercado desde la tienda, pero estaban todos en el scriptorium. Los chicos estaban encerrados, ¿sabes? Era el descanso para comer.

—Entonces, ¿la tienda estaba cerrada?

—Sí. Siempre echábamos la puerta corredera y cerrábamos. Los escribas se tienen que concentrar tanto cuando copian que necesitan un descanso completo. Entonces comen. Algunos juegan a los dados, o echan una cabezada durante las horas de más calor.

—¿Y entonces la persiana está cerrada con llave, bajada?

—Tiene que estarlo, o la gente intenta entrar por la fuerza, aunque vean que hemos recogido para comer. No tienen ninguna consideración.

—Así que, ¿nadie podría haber entrado o salido por ahí?

Se dio cuenta de que me refería al asesino.

—No —dijo con gravedad.

—¿Puede ser que la tienda cerrara bastante pronto?

—Conociendo a los escribas y dado que yo no estaba allí, sí.

—Um… O sea, que alrededor de la hora de la muerte, esa salida estaba bloqueada. —Si el asesino no intentó usar esa ruta, quizá conocía la rutina del scriptorium—. ¿Entonces cómo entraste cuando volviste?

—Golpeé la persiana.

—¿Y la abrieron otra vez?

—Sólo porque era yo. Me agaché, entré y volvimos a cerrarla bien.

—¿Y cuando llegaste, el personal no parecía en absoluto perturbado?

—No. Se sorprendieron cuando les pregunté si sabían qué estaba pasando en la calle. Me había dado cuenta de que la multitud se había arremolinado ante la puerta de la casa del amo.

—¿Y dónde es eso?

—Un poco más abajo. Después del zapatero. Se puede ver el pórtico. —Me di la vuelta y miré con los ojos entrecerrados; pasado el scriptorium y la entrada de otra tienda, reparé en una prominente obra de mampostería que penetraba en la calzada—. Iba a ir a comentárselo a Crísipo cuando irrumpió uno de los vigiles por el pasillo de la casa.

—Hacia esa hora ya estaba bien muerto. O sea que, ¿todo el ruido de la lucha previa quedó amortiguado?; tú estabas fuera, ¿y los escribas no se dieron cuenta de nada hasta después de que se descubriera el cadáver? —Eusquemonte volvió a asentir, todavía como si estuviera soñando—. Tendré que comprobar que nadie pasó por el scriptorium después de que Crísipo entró en él —reflexioné.

—Los vigiles ya nos lo preguntaron —me dijo Eusquemonte—. Todos los escribas dijeron que no habían visto a nadie.

—¿Y tú los creíste?

Asintió con la cabeza.

—Les hubiese gustado que los dejaran en paz.

—¿No estaban contentos con su trabajo?

—Lo normal —cayó en la cuenta de por qué lo estaba sonsacando—. Hacen su trabajo, pero prefieren no tener ningún supervisor a sus espaldas. Es natural.

—Es verdad —vacié mi copa—. ¿Entraste a ver el cadáver?

Asintió muy despacio. El horror no lo había abandonado todavía. Quizá nunca lo haría. En el día de hoy su vida se había detenido en el preciso momento en que uno de los vigiles pasó nervioso arrasando por el pasillo e interrumpió la tranquila hora de la comida. Era probable que ya nunca recobrara del todo el antiguo ritmo de su existencia.

Me miró fijamente.

—Nunca había visto nada parecido —dijo—. Yo no podría… —No pudo continuar; movió las manos en un gesto de impotencia, sin saber qué decir.

Dejé que se recuperara un momento y luego lo abordé en un contexto más general.

—Tengo que descubrir quién lo hizo. Ayúdame un poco, ¿quieres? Empieza por el negocio. Parece que va bien, ¿no?

Eusquemonte pareció echarse atrás.

—Yo me limito a tratar con los autores y a organizar el trabajo de los copistas.

—Gestión de personal. —Yo estaba siendo educado, pero implacable—. ¿Alguno de los hombres a tu cargo tenía algo en contra de nuestra víctima?

—No los escribas.

—¿Y los autores?

—Los autores son una panda de quejicas. Falco.

—¿Alguna queja en concreto? —Se encogió de hombros y contesté yo mismo—: ¡Pagas escasas y críticas intrascendentes! —Puso un poco de mala cara, admitiendo que era cierto—. ¿Alguna rencilla tan importante como para hacer que una persona creativa cometa un asesinato?

—Oh, yo diría que no. Uno no pierde los estribos sólo porque lo que escribe tiene una pobre acogida, ¿No?

—Dime, ¿cómo iban las ventas? —pregunté con suavidad. Eusquemonte replicó en tono mordaz.

—Como siempre: si escuchas a los que encargan el material, tienen una activa cuadrilla de escritores y en poco tiempo esperan arruinar a sus competidores. Los competidores, sin embargo, los acusan de estar al borde de la bancarrota. Si preguntas en las tiendas de pergaminos, la vida es una lucha dura; es difícil encontrar manuscritos a buen precio pero los clientes no quieren saber nada de eso. No obstante, si miras a tu alrededor, ves que la gente lee; aunque es probable que no lean lo que elogian los críticos.

—¿Así, quién gana?

—No me lo preguntes. Yo trabajo en un scriptorium… por una miseria.

—¿Entonces por qué lo haces? ¿Eres un liberto de Crísipo?

—Sí, y mi patrono me asigna mucha responsabilidad.

—¡La satisfacción en el trabajo es tan maravillosa! Eres muy leal. Y digno de confianza, y valioso… ¿eso es todo?

—El amor a la literatura —dijo. Sí, seguro. Lo mismo podía vender anchoas o coliflores.

Me apoyé en el otro codo, así veía la parte de arriba del Clivus Publicius en vez de la de abajo.

—Así que el negocio de los pergaminos parece que va bien. La clientela paga. —Eusquemonte no hizo ningún comentario—. Vi la casa —señalé—. ¡Es muy bonita!

—Gusto y calidad —asintió.

—No estoy tan seguro de que eso pueda aplicarse a la esposa —sugerí.

—Él sí lo pensaba.

—¿Amor verdadero?

—No quiero cotillear. Pero ella no lo mataría. Eso no lo creo.

—¿Eran felices? ¿Un viejo y su amorcito? ¿Era sólido? ¿Era real?

—Bastante real —dijo Eusquemonte—. Dejó un matrimonio de treinta años por Vibia. El nuevo enlace lo significaba todo para él; y Vibia estaba entusiasmada con lo que había obtenido.

—Descríbelo.

—Un hombre poderoso, con dinero y posición social, que públicamente le mostraba devoción. Se la llevaba por ahí para presumir de ella.

—¿Y le dejaba gastar? ¡Todo lo que una mujer puede desear! ¿Y también tenía un amante? —Eusquemonte puso mala cara; mi cinismo le repugnó. Ya veríamos. Sonreí con ironía—. ¿O sea que tú no crees que Vibia tuviera ninguna razón para matarlo? ¿Ni siquiera por dinero?

Parecía más escandalizado todavía.

—¡Oh no! Eso es horrible, Falco.

—Y también bastante corriente —lo desilusioné.

—No quiero hablar de ello.

—Entonces cuéntame algo de la primera esposa y de su querido hijo.

—Lisa —empezó con prudencia—, es una mujer severa.

—¿Su esposa durante treinta años? Suelen serlo. ¿Mantenía a raya a Crísipo hasta que Vibia se coló en su vida?

—Lisa lo había ayudado a levantar todo el imperio de su negocio.

—¡Aja!

—Y, por supuesto, es la madre de su hijo —dijo Eusquemonte.

—¿Es vengativa?

—Oí que se opuso al divorcio.

—Pero no tenía alternativa. En Roma, el divorcio es un hecho desde el momento en que una de las dos partes se retira del matrimonio. Así que fue cruelmente abandonada después de consagrar su vida a los intereses de Crísipo. Eso la debió enfurecer. ¿Era Lisa lo bastante vengativa como para matarlo?

—Tenía mucho que decir cuando se produjo la ruptura. Pero creo que acabó aceptando la situación —protestó Eusquemonte. Incluso él intuyó que eso sonaba muy poco convincente, era obvio.

—¿Y qué hay de Diómedes? ¿Es un poco el niño mimado de su madre?

—Es un joven decente.

—¿Quieres decir un timorato?

—Eres un bruto, Falco.

—Y estoy orgulloso de ello. Así que tenemos a una bruja airada que ya no está en la flor de la vida, que ejerce presión sobre un único y querido vástago que es una especie de alfeñique; mientras que el avejentado tirano se traslada a otro sitio y la flamante y joven princesa sonríe como una tonta… Como en una tragedia griega. Y como en las mejores obras de teatro atenienses, creo que hay un coro de cultivados poetas. Necesito los nombres de los autores que gozaban del patrocinio de Crísipo, por favor.

Eusquemonte se estremeció.

—¿Son sospechosos nuestros autores? —Parecía casi protector… además, eran una inversión.

—Sospechosos de hacer malos versos, si acaso. Pero eso no es un delito civil. ¿Los nombres?

—Hay un pequeño grupo al que ayudamos, autores sacados de todo el ámbito literario. Avieno, el respetable historiador; Constricto, un poeta épico… bastante aburrido, quizás; Turio, que intenta escribir una utopía, aunque creo que está enfermo… o al menos él piensa que lo está; también está Urbano Tripo, el dramaturgo…

—¡He oído hablar de Urbano! —lo atajé.

—Tiene mucho éxito. Es britano, ¿te lo puedes creer? Ni la mitad de provinciano de lo que la gente piensa. Sumamente de moda —dijo Eusquemonte, con un dejo de tristeza—. Para serte sincero, Crísipo había subestimado un poco su atractivo. Teníamos que haber impuesto un sistema de derechos de autor mucho más riguroso.

—¡Eso es trágico para vosotros! Pero Urbano se ríe durante todo el camino hasta su banco del Foro. Si recibe lo que se merece en la ventanilla, estará contento, y esta insólita condición humana lo libraría de toda sospecha de asesinato. ¿Los has mencionado a todos?

—Casi. También tenemos al famoso Pacuvio…
Scrutator
, el escritor satírico. Una persona un poco difícil, pero inteligentísima, de lo cual es plenamente consciente.
Scrutator
es un seudónimo.

—¿Un seudónimo de qué?

—De saco de mierda —dijo Eusquemonte, con una furia inusual pero intensa. Su aversión estaba tan profundamente arraigada que no tenía ninguna razón para hacer hincapié en ella, así que volvió a su tono sereno de inmediato.

—¡Veo que es tu favorito! —comenté, sin darle importancia. Ya buscaría el motivo más tarde, con discreción—. ¿Todos estos escritores han sido contratados con las mismas condiciones que Crísipo me ofreció a mí?

Eusquemonte se ruborizó levemente.

—Bueno, no, Falco. Éstos son nuestros habituales, el puntal de nuestro catálogo de contemporáneos.

—¿Les pagáis? —No respondió, quizá consciente de mi propia (y distinta) postura en cuanto a los poemas que el scriptorium había intentado encargarme—. ¿Pero les pagáis lo suficiente?

—Les pagamos lo que se suele pagar —dijo Eusquemonte, a la defensiva.

—¿Y eso cuánto es?

—Es confidencial.

—¡Qué sensato! No queréis que los escritores comparen; llevaría a que se dieran cuenta de las discrepancias y eso conduciría a la envidia. —La envidia era el móvil de asesinato más antiguo y más frecuente.

La lista me sonaba. Saqué el resumen escrito que Paso había hecho de las personas que habían visitado a Crísipo esa misma mañana.

—Bueno, bueno. ¡Todos los que has nombrado vieron a tu amo esta mañana! ¿Qué me dices de eso? —Eusquemonte tenía una apariencia sospechosa—. No juegues conmigo —le advertí.

—Estábamos revisando nuestros catálogos de próximas publicaciones.

—¿Estaba programado? ¿Tenían cita?

—De un modo informal. Crísipo negociaba al estilo griego: un encuentro casual, una charla amigable sobre asuntos familiares, política, noticias de sociedad… y luego entraba en el tema del que quería tratar, casi como si se le acabara de ocurrir. Esas personas debían saber que quería verlos y pasaron por su casa.

—¿Y a cuál de ellos le gusta la tarta de ortiga?

—¿Qué?

—Nada. ¿Alguno de estos tipos tenía una marca negra al lado del nombre? —Eusquemonte pareció confundido—. ¿Habíais decidido a cuál de ellos suprimiríais de vuestro catálogo?

—A ninguno.

—¿No había problemas con ninguno de ellos?

—¡Con los autores siempre hay problemas! Están encantados de quejarse. Pregúntales a ellos, Falco. Uno o dos necesitan que los animen, por decirlo así. Crísipo lo habrá llevado con mucho tacto.

—«¿Haz lo que te digo o se te cortarán los suministros?»

—No seas grosero, por favor.

—Esto todavía puede parecer más grosero: ¿Pudo un autor descontento meterle a tu patrono una varilla de pergamino por la nariz?

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