—¡Por Júpiter, hermana! Este es un figón donde tomar un bocado, no el comedor de un palacio.
—No intentes hablar con la boca tan llena, Marco. Y no me digas cómo tengo que hacer mi trabajo. —Al cabo de dos semanas, ella era la experta. Helena me dio un golpe, una señal para que no me alterara discutiendo. Junia volvió a adoptar su regia posición inclinada dentro del mostrador. No fue capaz de resistirse a una última alusión—. Habrás de tener una severa charla con nuestra madre… acerca de ese tal Anacrites.
Esta vez me embutí en la boca un gran trozo de acedera, para molestarla adrede antes de contestar:
—Mamá ya sabe lo que pienso.
Junia echó la cabeza hacia atrás con enojo.
—Ella no sabe lo que dice la gente.
—Yo tampoco lo sé. ¿De qué estás hablando?
—Anda, no te hagas el inocente.
Sentí resentimiento. Intenté no contestar.
—Bueno, para empezar —Junia disfrutó al contármelo—, ha convencido a nuestra madre para que le dé todos sus ahorros para invertirlos.
—¡Calla! No discutas nuestros asuntos familiares en público. —Por una vez en la vida, me alegré de que los niños armaran tanto jaleo.
Esto fue un buen golpe. Yo ignoraba que mi madre tuviera unos ahorros con los que quisiera especular. A mi lado, Helena hizo un ligero movimiento, como si hubiera esperado que se dijera algo más. Pensara lo que pensara, era evidente que se lo estaba callando. En ese momento Helena alargó la mano por encima de mí hacia donde Apolonio había dejado la panera y tomó un panecillo. Entonces se dedicó a romperlo en pedazos regulares que se comía despacio. La caupona de Flora siempre se había especializado en panecillos muy pastosos. Eso que tenían por encima que parecían semillas, por lo general resultaba ser arenilla.
Después de masticar y engullir la hoja de acedera para que me diera tiempo a reaccionar, le hice notar a Junia que si mi madre había pellizcado algunas monedas cada semana del dinero para los gastos de la casa, era difícil que fuera gran cosa. Ella había educado a siete hijos sin ayuda y luego, incluso después de que nosotros nos fuéramos de casa, se puso a echar una mano a los más irresponsables y desesperados de su prole. Nuestro hermano mayor Festo impuso las normas para el gorroneo antes de que lo mataran en Oriente. Yo me encargaba de su hija en el aspecto económico, pero unos cuantos nietos se calzaban, comían y, en algunos casos, cursaban los estudios básicos, gracias a su devota abuela.
Ella tenía dos hermanos (tres si se contaba aquel que, de manera sensata, se había escapado); de ellos sacaba verduras del campo pero, por lo demás, nuestra familia ofrecía pocas posibilidades de resarcirla por su generosidad. Mi padre le daba una pequeña anualidad. Yo siempre le había pagado un alquiler.
Junia volvió a salir y susurró una elevada cifra que era a lo que ella pensaba que debían ascender los ahorros de nuestra madre. Yo solté un silbido.
—¿Cómo consiguió reunir todo eso?
De todos modos, mi madre siempre fue tenaz. Una vez me pagó la fianza para salir de la cárcel; sabía que ella siempre tenía dinero de reserva de alguna parte. Suponía que lo guardaba en su colchón, como se supone que hacen las viejas para ayudar a los ladrones a encontrarlo con facilidad.
—¿Qué ha hecho Anacrites con este dinero, Junia? —preguntó Helena con aire de preocupación.
—Lo puso en un banco que utiliza.
—¿Cuál… el Caballo Dorado? ¿El negocio de Crísipo? —En estos instantes yo estaba horrorizado. No me importaba dónde metía su dinero Anacrites pero, en estos momentos, se cernían sobre el Caballo Dorado dudas suficientes como para hacer que cualquier otra persona rehuyera ese lugar—. ¿Le ha contado Anacrites a nuestra madre que el propietario fue encontrado muerto hace poco en circunstancias sospechosas… y que hay indicios de prácticas turbias?
—¡Vaya, por Ju-no! —dijo en voz alta mi hermana, arrastrando las palabras—. Bueno, ¡eso quiere decir que mamá tiene problemas! Debo contárselo enseguida. ¡Se va a quedar deshecha!
—Tú limítate a aconsejarla con tranquilidad —advertí—. El banco es perfectamente solvente, que yo sepa. Anacrites me estuvo hablando de sacar su propio dinero en vista de estos problemas… pero eso es información privilegiada. Supongo que si retira sus fondos, hará lo mismo con los de mamá.
Me dolió que mi madre hubiera acudido a Anacrites para asesorarse sobre inversiones. Y todavía me dolió más que él se enterara de su situación financiera mientras que yo, su único hijo, no la conocía.
Junia se había sentado y en estos instantes se hacía la interesante con la barbilla apoyada en una mano y aire pensativo.
—Claro que, después de todo, quizá sería mejor no decirle nada a nuestra madre.
—¡Pero bueno! ¿Por qué no? —La voz de Helena era dura. Detestaba que la gente actuara de forma irresponsable—. Alguien tiene que advertir a Junila Tácita. Ella puede decidir por sí misma qué hacer con la situación; o mejor todavía, puede pedirle consejo a Marco.
—No, no lo creo —decidió Junia.
—No seas tímida, Junia —dije con pereza. Apenas le hice caso; tenía la intención de avisar yo mismo a mi madre sobre lo del banco—. ¿Qué tienes pensado, entonces?
Junia, siendo como era, no podía soportar guardarse para ella sola cualquier premisa desagradable.
—Si mamá perdiera dinero por culpa de Anacrites, quizá eso pondría fin a algo peor.
—¿Peor que el hecho de que nuestra madre pierda sus ahorros? —Me puse a toser al comerme un rábano, y no sólo porque picara.
—No finjas que no lo sabes —masculló mi hermana con desdén—. En el Aventino todo el mundo especula sobre por qué Anacrites está viviendo en casa de tu madre. Una vez desatada la curiosidad, la gente encontrará respuestas por sí misma, ya lo sabes.
—¿Qué respuestas? ¿Y cuál es la maldita pregunta, al fin y al cabo?
El lento fuego de la indignación ya había empezado a arder antes de que Junia me contara lo que creía que pensaban los chismosos.
—¡Oh, Marco! Las habladurías que corren por todas las fuentes dicen que Anacrites es el querido de nuestra madre.
Ya había comido suficiente de esa vegetación suya de rebordes ennegrecidos y tragado bastante de la irresponsable bilis de Junia. Me puse en pie. Sin mirarme siquiera, Helena ya había ido a buscar a Julia.
Como un gesto de despedida, el único que podía hacer, saludé con la cabeza a Apolonio por los viejos tiempos. Calculé lo que debía y le dejé una buena propina. Después de eso, pasaría mucho tiempo antes de que me permitiera volver a visitar la taberna de Flora.
—Estoy impresionado por el olfato que tienes para los chismes, Junia. Me has dado un montón de cosas en las que pensar; y hacía mucho tiempo que no oía algo tan absolutamente ridículo.
—Bueno, seamos realistas, Marco —replicó mi hermana con crueldad—, tú puedes llamarte informante, ¡pero a la hora de recoger información eres un completo inútil!
—¡Yo no voy haciendo caso de habladurías sin pies ni cabeza! me repliqué, y nos fuimos.
Ya casi habíamos recorrido todo el camino a casa antes de que me parara en seco en medio de la calle y explotara. Helena esperó con paciencia hasta que dejé de despotricar.
—¡No me lo creo!
—¿Por qué armas tanto alboroto, Marco?
—No permitiré que insulten a mi madre.
A estas alturas ya estábamos en el exterior de la pollería de la plaza de la Fuente. Nadie nos prestó la menor atención. Estaban acostumbrados a mí. En cualquier caso, era un mediodía de agosto. Aquellos con posibles habían huido al campo. Los que no podían estaban tumbados boca abajo, deseando poder ir también.
Estaba completamente empapado en sudor. La túnica se me pegaba a la espalda.
Helena dijo despacio:
—No sabes si es cierto o no. No obstante, debes admitir la posibilidad de que una mujer de la edad de tu madre, o de cualquier edad, pueda disfrutar de la compañía masculina. Con tantos hijos, nunca debió de tener un temperamento frío. Ya hace mucho tiempo que vive sin tu padre, Marco. Ella quizá… quizá quiera a alguien en su cama, la verdad.
—Eres igual de repugnante que Junia.
—Si se tratara de un hombre con una jovencita, te estremecerías de envidia —dijo Helena tajante. Cogió a nuestra hija y se fue hacia casa, dejándome para que hiciera lo que me diera la gana.
Tuve que seguirla; yo rabiaba con más preguntas furiosas.
—¿Qué sabes tú de todo esto? ¿Es verdad? ¿Qué te ha dicho mi madre? ¿Os habéis estado riendo las dos con ese dulce romance?
—No, no lo hemos hecho. Mira, quizá no haya nada de todo esto.
—¿Mi madre te ha dicho algo?
—No lo haría.
—Las mujeres siempre hablan entre ellas.
—¿Sobre los hombres de su vida? Te equivocas en ambas cosas, Marco; las que charlan, es probable que hablen de hombres que les gustarían como amantes pero que no pueden tener o si no, de hombres a los que han perdido. Y hay algunas que nunca dicen nada. Maya, por ejemplo. O yo —afirmó Helena.
Regresó hacia mí desde nuestra escalera.
—¿Nunca has hablado de mí con otras mujeres? —Conseguí calmarme lo suficiente como para encontrar una débil sonrisa—. No valía la pena hacerlo, ¿no?
Helena también se relajó.
—Es demasiado importante —dijo. Y por si acaso el cumplido se me subía a la cabeza, añadió—: De todos modos, ¿quién se lo hubiera creído?
—Cualquiera que nos viera juntos alguna vez, mi amor.
Helena de pronto me retorció la nariz.
—Bueno, no te preocupes. Si te vas y me dejas como tu padre dejó a tu madre, es probable que te reemplace; no obstante, al igual que tu madre, es posible que espere veinte años y lo haga con total discreción.
No era ningún consuelo. Imaginaba que Helena Justina haría precisamente eso.
Hubiera podido salir corriendo a ver a mi madre en ese preciso momento, y seguramente habría sido desastroso. Por suerte, nos llamaron con alegría desde un balcón que había por encima de nosotros en el otro lado del callejón; para asegurarse de captar nuestra atención, Petronio Longo lanzó una bota que guardaba arriba para este propósito. Helena entró en casa mientras que yo me quedaba a esperarlo. Petro, una vez veía que te detenías, se tomaba su tiempo.
—¿Todavía juegas a ser tribuno, Petro? ¡Venga! No tengo todo el día.
—¿Qué es lo que te pasa, Falco?
—Llevo un enfado de tres pares de narices con mi hermana.
—¡Vaya! ¿No serán Maya y Anacrites otra vez? —me contestó de manera adusta.
Me sentí tan frustrado que literalmente me tiré de los pelos.
—¡Junia! —grité.
—¡Ah! —Perdió el interés.
Seguro de que compartiría mi indignación; tuve que contárselo:
—Ahora no importa Maya, esto es algo mil veces más horrible… según dice Junia, Anacrites tiene un lío con mi madre.
Petronio empezó a reírse. Por un momento me sentí mejor. Pero dejó de reír más pronto de lo que hubiera debido. Lanzó un tenue silbido.
—¡Perro asqueroso!
—¡Venga! No puede ser cierto, Petro.
—¡Oh… claro!
—Lo digo en serio.
—Desde luego.
Se me quedó mirando fijamente. Yo lo fulminé con la mirada. Frunció el ceño.
—¿No creerás que llegaría al extremo de coquetear con tu madre y tu hermana al mismo tiempo?
—¡No me estás escuchando! Él no tiene nada que ver con mi madre…
—No, tienes razón —dijo Petronio con resolución—. Sé que intentó matarte una vez; pero ni siquiera Anacrites querría hacerte eso a ti.
—¡Bueno, gracias amigo!
—Ni tan sólo para volver a imponerse…
Con Petronio Longo no había manera. Cambié de tema. Era lo único que se podía hacer. Le pregunté por qué me había llamado (una vez que terminó de reírse del asunto de Anacrites) y me dijo que el fletero, Pisarco, había aparecido y estaba retenido para ser interrogado.
Tal y como había sospechado desde un principio, Pisarco, el fletero que sabíamos había sufrido serias pérdidas mientras tenía tratos con el Banco Aurelio, era también el hombre que yo había visto discutiendo con Crísipo en el scriptorium.
Estaba muy bronceado, tal como yo recordaba, y con esa piel curtida y ese color profundamente incrustado producto de soportar durante años el azote de los elementos en una cubierta. De complexión robusta, que en su momento había sido el resultado del trabajo duro y de las frecuentes actividades de carga, había engordado un poco en demasía con la edad y una vida más cómoda. Una túnica de tejido de calidad y gruesos anillos de oro en los dedos denotaban que tenía dinero o que, en cualquier caso, podía obtener un crédito. Otro griego. Tanto sus facciones como su acento lo delataban de inmediato, aunque hablaba ese sencillo latín mercantil que usaban los comerciantes y era posible que supiera unas cuantas lenguas más.
Sergio, el matón de los vigiles, lo había entretenido hasta que Petro y yo llegamos. Como no estaba seguro de si podía pegar a la gente a estas alturas del interrogatorio, el grande y atractivo hombre del látigo pareció aliviado de transferir la responsabilidad. La interrogación delicada no era una habilidad innata. Pero la verdad es que no tenía por qué ser así. Sergio estaba contratado para golpear a la gente… y en eso destacaba.
Nos entretuvimos un poco, como si Pisarco no fuera importante.
—¿Cómo lo detuvisteis? —oí que Petro le decía entre dientes a Sergio, mientras yo fingía estar haciendo algo con material para escribir y un punzón.
—¡Por alguna razón, vino de manera voluntaria! —Sergio admiró abiertamente el coraje de ese hombre.
—Nuestro oficial de castigo —le sonrió Petro al fletero—, parece ser que piensa que corriste un riesgo al venir aquí.
Pisarco, un hombre que debía estar acostumbrado a llevar el mando, se limitó a levantar una ceja oscura. Estaba sentado en un taburete, con los pies separados plantados en el suelo y apoyado en sus rodillas con unos robustos codos que se correspondían con las musculosas pantorrillas.
—Por descontado que un miembro de la ciudadanía que se ofrece a ayudarnos no tiene nada que temer de los vigiles —expuso Petronio. Consiguió que sonara como una amenaza—. Te lo paso a ti, Falco. Es tu caso. ¿Has encontrado ya un punzón?
Yo mordisqueaba la punta de uno, como un principiante, mirando una tablilla que Sergio ya había rellenado.
—¿Pisarco? ¿Fletero? ¿Comerciando desde el Pireo, con una base en Ostia?