Oda a un banquero (36 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

Dejé que me desviara del tema. La Fortuna me había enviado una clara señal de que salvar a mi madre de la infamia no era necesario esta jornada. Anacrites debía de haber sobornado a algún dios aburrido en el panteón celestial.

Yo gruñí. Helena se negó a que la amenazara un informante que desfilaba como un oso con sarna.

—Así que, ¿qué pasa con la loca novela griega, querida?

—Creía que me habías dicho que Paso estaba cautivado por lo que leía.

—Apenas podía despegarse de ello. —Excepto cuando vio una oportunidad de avergonzarme en las garras de Vibia… eso lo mantuve en secreto.

—Entonces, Marco, lo que me has dado debe de ser distinto. Es muy, muy espantoso.

—¡Aja! ¿O sea que Paso es fácil de contentar?

Helena dio la impresión de dudar.

—A diferentes personas les gustan diversos contenidos o estilos en literatura. No obstante, creo que debió de leer otra historia de un autor distinto al mío.

—Mira que hay gente que lidiaría con cualquier cosa… Paso es un chico nuevo para mí. No lo conozco lo suficiente como para valorar sus gustos en lectura. Sin embargo parece sensato. Dice que le gustan las historias de aventuras. Con mucha acción y no demasiada sensiblería en interés del amor. ¿Eso es demasiado masculino para ti, quizá?

—Puedo con ello. No obstante, todas estas historias siempre tienen una visión de la vida muy romántica… —Helena hizo una pausa. Le gustaba bromear cuando me ponía demasiado serio—. No, quizá la novela romántica sea más masculina. Son los hombres los que sueñan con mujeres perfectas y anhelan aventuras amorosas ideales. Las mujeres sabemos lo contrario: que la vida es dura y en su mayor parte consiste en arreglar los líos que arman los hombres.

—Ahora pareces mi madre.

Tal y como era su intención, Helena había logrado captar mi interés. Era media tarde y en estos momentos paseábamos con sosiego. El calor del sol se aplacaba al tiempo que las sombras se iban alargando, aunque el día todavía era radiante. Algún que otro taller cerrado empezaba a abrir los postigos. La gente de los tenderetes barría higos aplastados y echaba agua para deshacerse de escamas de pescado y conchas de vieira.

—¿De qué estamos hablando entonces en este caso, cariño? ¿De dramas poéticos?

—Prosa.

—¡Ah! Nimiedades y basura, quieres decir.

—En absoluto. Escapismo bien escrito que hace que uno, el lector, siga desenrollando el pergamino incluso cuando la lámpara de aceite falla y te ha dado un calambre en la espalda.

—¿O hasta que uno se queda dormido y prende fuego a la cama?

—Con los mejores —me reprendió Helena— no puedes tolerar dormirte hasta que los terminas.

—¿Las historias estúpidas son siempre igual de apasionantes?

—Oh, las estúpidas son las peores en ese sentido… Las historias pueden ser bobas, los argumentos poco convincentes, pero las emociones humanas serán sumamente reales. ¿Sabes de lo que estamos hablando? El que estoy leyendo es posible que se llame
Zisimilla y Magarone
. Tienes una hermosa chica que es más fuerte de lo que parece y un apuesto chico que es más sensiblero de lo que piensa; se conocen por casualidad…

—Suena como tú y yo.

—No, esto es amor de verdad —Helena sonrió—. No se trata de una chica que pierde la concentración un momento y un hombre tedioso —le devolví la sonrisa mientras ella continuaba—: O sea, que la pareja puede que se case e incluso que tenga su primer hijo. Entonces es cuando empiezan los problemas. Un accidente calamitoso los separa, tras el cual ambos se embarcan en aventuras increíbles.

—Ésa es la parte que le gusta a Paso, supongo.

—Sí, si no los capturan los piratas, lo hará el ejército invasor. Cada uno de los personajes tiene que pasar años buscando por todo un mundo salvaje a alguien que le cree muerto. Mientras tanto, los piratas intentarán violar a uno de ellos, pero un esclavo de recursos o un fiel amigo rescatará al otro, al protagonista quizá; aunque éste, inmerso en su dolor y soledad, deseará haber muerto. Aun así, al tiempo que lucha con monstruos y hechiceras, se aferra a la esperanza…

—¿Apropiado pero espeso? —lo califiqué con desdén.

—La protagonista se verá amenazada por un rival sin escrúpulos y condenada de manera injusta hasta que se gana el respeto de un noble rey que la ha capturado, la ha hecho su esclava y se ha enamorado sin proponérselo de su modestia, sabiduría, firmeza y resplandeciente belleza natural. Al final, con el celo benévolo de las deidades que, sin que ellos lo sepan, protegen cada uno de sus pasos, un día…

—Cuando el papiro está a punto de agotarse…

—La pareja se reúne entre asombro y lágrimas. Luego emprenden una vida de felicidad infinita.

—¡Fabuloso! —dije con una carcajada. ¿Entonces, el pergamino que te di no se ajusta a la norma?

Helena negó con la cabeza.

—No. Sólo el que tiene Paso, por lo que dices.

—Tú sólo has tenido el tuyo desde la hora de comer.

—Leo rápido.

—¡Haces trampas! —la acusé—. Te saltas trozos.

—Bueno, me salto esto: deseché la parte del taimado forajido y la exótica mujer tentadora… y no estaba dispuesta a perder el tiempo con la pedante gran sacerdotisa. Es un cuento espantoso. Tengo cosas mejores que hacer.

—¡Um! Esto es extraño. A decir de todos, Crísipo era un buen hombre de negocios. Seguro que hubiera rechazado una cosa tan mala.

Helena pareció dudar.

—¿No dice Turio que tenía un pobre criterio editorial? En cualquier caso, no es tan sencillo. Parece que me has dado dos versiones distintas de
Zisimilla y Magarone
.

—Eso es lo que pensaba Paso.

—Hay partes que parecen escritas de nuevo… por un autor diferente, creo. Para serte sincera, Marco, los resultados son igual de nefastos. Distintos, pero horribles de la misma manera porque intentan ser más ligeros y divertidos. Quienquiera que emprendiese la escritura de las versiones tenía muy buen concepto de sí mismo, pero ni idea de lo que era necesario en este género.

—Supongo que algunas veces los editores exigen que se mejoren los manuscritos antes de aceptarlos para hacer las copias… Y ¿qué hay de los pergaminos que está leyendo Paso? Parece que tiene un buen autor. Quizá tenga uno con un noble forajido y una taimada sacerdotisa, donde el rival enamorado resulta ser altruista —comenté en tono de burla.

Helena me siguió la corriente:

—¿Mientras el rey bárbaro a cuyas manos van a parar es un completo granuja? Quizá lo tendría que consultar con Paso —dijo ofreciéndose—. Podemos intercambiar las historias y ver qué pensamos luego.

Bien. Ella tendría tacto. Y si a él le faltaba criterio, ella identificaría el problema sin ofenderlo. Conociendo a Helena, convertiría a Paso en un agudo crítico literario sin que él ni siquiera se diera cuenta de que le habían cambiado los gustos.

Había sido un día muy largo. Un cadáver, interrogatorios a sospechosos, percances familiares. Dejé que mi mente se relajara por sí misma mientras caminaba con Helena por el Aventino. En el fondo, de entre las Siete Colinas ésta era mi favorita. Bañado en la luz del atardecer y refrescándome poco a poco, también era éste mi momento del día preferido. Había gente que se relajaba después del trabajo y otros que se preparaban para la diversión de la noche. Se oían los ecos de las casas de vecinos mientras la vida diurna y la nocturna empezaban a mezclarse en las escaleras estrechas y los encogidos pisos, al tiempo que el aroma del incienso añejo se debilitaba hasta desaparecer cuando los grandes templos se vaciaron y se cerraron ante la inminente llegada de la oscuridad.

Teníamos unos cuantos edificios sagrados importantes en los alrededores del pie y de la cima de la colina. Templos dedicados a Mercurio, al Sol y a la Luna bordeaban el camino inferior junto al Circo Máximo; en la cima teníamos el de Diana, uno de los más antiguos de Roma, que había sido construido por el rey Servio Tulio, y el gran templo de Ceres, que descollaba por encima de la puerta Trigémina. También había uno de los muchos templos en Roma dedicados a Minerva.

En otros tiempos, apenas habría pensado en esos sitios. Mi mente andaría por tiendas y tabernas. Como informante, lo que me interesaba estaba en lugares donde las personas retozaban y se engañaban unas a otras; en teoría eso incluía los templos, pero yo solía pensar que eran demasiado sórdidos para tomarme la molestia de ir. Mi reciente puesto de procurador de los gansos sagrados de Juno Moneta en su establecido santuario del Capitolio, me había hecho prestar más atención a la presencia de emplazamientos religiosos, aunque sólo fuera por un sentimiento de compañerismo hacia los demás desafortunados titulares de cargos menores. La observación de los deberes religiosos atrapa no sólo a sacerdotes de los de sórdida trayectoria, sino también a más de un desventurado como yo que se ha encontrado atado a algún santuario durante el curso de su ascenso cívico. Sabía cuánto anhelaban escapar… y el impulso de escapar es un fuerte motivo humano para toda clase de comportamientos intrigantes.

Mi madre vivía cerca del templo de Minerva, diosa de la razón y las artes, identificada con la sabiduría de Atenea y patrona del comercio y gremios de las artes, que tenía un templete secundario en el monumental templo de Júpiter Capitolino y un gran altar al pie de la colina Celia. Y aquí estaba ella, igual que la diosa del Aventino. Se me ocurrió con retraso que la tranquila y austera señora, cuyo templo dignificaba el sector donde vivía mi madre, figuró en el caso de Aurelio Crísipo. Me había facilitado su nombre uno de mis sospechosos, aunque nunca le había tomado la palabra. Diómedes, hijo de Lisa y de Crísipo y que, con su boda, pronto sería pariente de Vibia, había mencionado el templo como su paradero el día en que asesinaron a su padre. Minerva era su coartada todavía sin comprobar. Cuando Petronio me preguntó si había algún cabo suelto en la investigación, me había olvidado de éste.

El templo estaba situado a un corto trecho de la casa del padre de Diómedes, no muy lejos del extremo superior del Clivus Publicius. También estaba cerca de mi propio piso. Así que la conexión de Diómedes era algo que podía investigar de manera provechosa al día siguiente, en cuanto los sacerdotes volvieran a abrir para los negocios… o lo que fuese que pasara por negocios en un santuario dedicado a la razón y las artes.

XLIII

Era de noche en el Aventino, mi colina preferida.

Las estrellas y el misterioso resplandor constante de los planetas atravesaban las pequeñas volutas que formaban las nubes. La temperatura de agosto era pertinaz, sin aire suficiente para respirar. Los que dormían yacían desnudos o se revolvían inquietos sobre las colchas arrugadas. Apenas se oía el grito de un amante o el ulular de un búho. Eran esas pocas y cortas horas en las que quienes pretendían divertirse se quedaban en silencio, desplomados sobre las mesas sin luz de los bodegones más rastreros, donde las prostitutas acababan dejándolos a causa del agotamiento o del desprecio. Los que se entregaban a asistir a las fiestas se habían ido todos a la costa y cortaban la oscuridad de la Campania con sus flautas, sus castañuelas y su histeria, permitiendo así que Roma tuviera un poco de paz. Las carretillas con ruedas que al anochecer inundaban la ciudad a millares, parecía que por fin se habían detenido.

Eran altas horas de la madrugada, cuando a veces la lluvia empezaba a caer de manera imperceptible e iba aumentando su fuerza hasta que estallaban los truenos; aunque no esa noche. Esa noche sólo se sentía el sofocante calor de agosto en el breve período de embotamiento en el cual nada se movía, un poco antes del alba.

De pronto, Helena Justina me sacudió para despertarme.

—¡Marco! —dijo entre dientes—. Su urgencia penetró mi agitado sueño en el que me perseguía una gran croqueta con alas de la que chorreaba salsa de escabeche de pescado. El miedo de Helena despertó mi atención de forma inmediata. Me hice con un arma y luego empecé a buscar a tientas algún medio para tener luz. Hacía tres años que vivía con ella. Me di cuenta de cuál era el problema: no era un niño enfermo o un perro que ladraba, ni tan sólo la violencia de la mala vida del Aventino, fuera, en las calles. Un agudo sonido sibilante había perturbado su descanso. Había oído un mosquito justo encima de su cabeza.

Una hora después, sandalia en mano, con cara de sueño y furioso, había perseguido a ese astuto torturador desde el techo a los postigos, luego por dentro y, con sigilo, por fuera de los pliegues de una capa que había colgada de un perchero en la puerta. Helena abría al máximo los ojos y en estos momentos ya veía su maldita forma en cada sombra y en cada ranura del marco de la puerta. Le dio un manotazo a uno de los nudos de un panel de madera que yo ya había intentado matar tres veces.

Ambos estábamos desnudos, pero la escena no resultaba erótica. En ese momento, éramos amigos, unidos por nuestro odio al taimado insecto. Para Helena era una obsesión porque siempre era su dulce piel la que buscaban; los mosquitos hacían de ella su objetivo con resultados espantosos. Además, los dos sospechábamos que eran portadores de enfermedades de verano que podían matar a nuestra hija o a nosotros mismos. Este era un ritual fundamental en nuestra casa. Teníamos el pacto de que cualquier mosquito era nuestro enemigo, y juntos perseguimos a éste de la cama a la pared hasta que al final conseguí sacudirle a esa cosa con éxito. La sangre en el enlucido de la pared, probablemente nuestra, era la señal de nuestro triunfo.

Nos dejamos caer juntos en la cama con los brazos y las piernas entrelazados. Nuestro sudor se mezcló. Nos dormimos enseguida, sabiéndonos seguros.

Me desperté con un sobresalto, seguro de que había oído otro agudo silbido por encima de mi oreja. Me quedé tendido sin moverme, mientras Helena dormía. Yo caí dormido convencido todavía de que estaba escuchando si había algún problema y soñé que perseguía insectos del tamaño de pájaros.

Estaba de guardia. Era el vigilante profesional, el que hacía de la noche algo seguro para aquellos que amaba. Aun así, no era consciente de las sombras que pasaron fugazmente por las columnatas de la lavandería de la plaza de la Fuente. No pude oír los pasos furtivos que subían las escaleras con sigilo, ni siquiera el estrépito de la gigantesca bota cuando echó la puerta abajo.

La primera noticia que tuve de ello fue cuando Mario, mi sobrino e inquilino, amante de los cachorros, entró gritando que no podía dormir por culpa del ruido que había en la casa de vecinos de enfrente.

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