Levantó la barbilla. Parecía como si alguien con las botas acabadas de salir de un establo de vacas hubiera osado pisar el suelo que ella acababa de fregar.
—Si quisiera un poco de consuelo en los últimos años de mi vida, estoy segura de que tengo derecho a ello.
—Oh, sí, madre. —Procuré que no se me viera escandalizado.
—Si tuviera un amigo al que quisiera mucho —explicó mi madre con firmeza—, suponiendo que me atreviera a pensar que se me permitiría hacer lo que quisiera, entonces tú y tus desinteresadas hermanas podríais confiar en que sería discreta. —Así que pensaba que era una de mis hermanas la que había divulgado la historia. Mejor que le aconsejara a Junia que se marchara de Italia.
—Lo siento, madre.
—¡Lo menos que podía esperar a cambio era un mínimo de intimidad!
Por todos los dioses. Como réplica, esto tenía mucha menos fuerza de lo que yo había esperado oír.
—Sí, madre.
—¡No estoy del todo decrépita, Marco! He tenido mis oportunidades.
—Eres una mujer estupenda —le aseguré, repitiendo sin proponérmelo lo que había dicho Aristágoras—. Puedes hacer lo que quieras.
—¡Descuida, lo haré! —asintió mi madre, con un brillo peligroso en los ojos.
Mientras me batía en retirada despacio hasta llegar al nivel de la calle, me sentí cansado aunque apenas había hecho nada en toda la mañana. De hecho, me sentía como si me hubiera engullido un remolino y luego me hubiera escupido completamente desnudo sobre unas rocas muy puntiagudas.
El viejo del pórtico había conseguido pegarse a alguien, de manera que pasé con sigilo… sólo para oír mi nombre pronunciado con un fuerte bramido por una voz terriblemente familiar. Me di la vuelta con horror.
—¡Padre! —Por todo el Olimpo, esto se estaba convirtiendo en un festival familiar.
Me quedé asombrado. No había visto a mi padre por estos alrededores desde que tenía siete años. No se había vuelto a ver con mi madre desde que se largó. Durante años, mi madre hizo como si no existiera. Cuando eran una pareja él usaba su verdadero nombre, Favonio. Para mi madre, «Gémino» el subastador era un bribón y un tunante con el que algunas veces dos de sus hijos habían elegido mezclarse en un mundo masculino que ella nunca se dignaría a investigar. Cuando mi padre quería comunicarse con ella o incluso mandarle dinero, tenía que hacerlo a través de un intermediario y utilizando ciertos códigos.
Se me ocurrió algo descabellado, que cuando me habló sobre un nuevo amigo al que quisiera, mi madre se hubiera referido a que, tras la muerte de Flora, había abandonado la vieja pelea con mi padre.
Ni por casualidad.
—¿Qué demonios haces rondando el porche de mamá, padre? Es como exponerse a un rayo.
—Es hora de arreglar algunas cosas. —Yo me estremecí. Mi padre debía de estar loco. Era probable que su intromisión acarreara la ira sobre nuestras cabezas—. Junia acaba de venir a verme con las habladurías de la caupona. ¡Me contó las estupendas noticias de que Junila Tácita se había hecho con un seguidor!
—A nuestra Junia le gusta hacer correr una historia vulgar… —Una rápida mirada a Aristágoras, que parpadeó bajo su sombrero de tomar el sol con unos ojos brillantes de curiosidad, me sirvió para insinuar a mi padre que debíamos escurrirnos hasta una bodega. Los dos a la vez le dirigimos al viejo vecino una sonrisa de despedida, dimos media vuelta y nos fuimos juntos, con el brazo de mi padre apoyado con fuerza sobre mis hombros con una cordialidad desacostumbrada. Debíamos parecer hermanos más que padre e hijo.
En cuanto nos alejamos, me liberé de él de una sacudida; me llevé a mi padre tan lejos como pude; no lo suficiente, porque enseguida empezó a refunfuñar que quería la bebida. Le recordé que mi sugerencia no era en verdad para tomar una copa, sino para salvar la piel si mi madre hubiera salido y nos hubiera encontrado cotilleando.
—Yo sólo mencioné el tema y conseguí que me zumbaran los oídos… literalmente. Eso fue antes de que me dijera lo que pensaba de la gente que divulgaba rumores, una diatriba en la que no voy a hacer hincapié.
Mi padre se rió. Él podía. No era su oreja lo que ella había retorcido con sus brutales dedos. Bueno, al menos esta vez. Pero pareció recordar la experiencia. Entramos en una taberna y nos dejamos caer en los bancos.
—Está claro que tiene que ser un error —dije de forma implacable. Era hora de que alguien hiciera frente a mi padre—. Todos creemos que se va a la cama con el inquilino, pero quizá sea mucho más repugnante que eso: puede que vuelva a estar contigo en secreto.
—¡Eso sí es una buena idea! ¿Crees que consentirá? —Mi padre nunca había tenido mucho sentido común… ni mucho tacto, tampoco. Se inclinó por encima de la mesa de la taberna con apremio.
—Así, ¿cuál es la verdadera historia con Anacrites?
—No me preguntes. Se me ha prohibido cualquier especulación escandalosa. No soy tan tonto como para arriesgarme a hacerla ahora.
—Esto es espantoso, hijo.
Estuve a punto de darle la razón, luego me encontré pensando, como haría mi madre, cuál era la posible conexión que había con él.
—Déjate de tonterías, papá. Que sea el espía ya es bastante horrible, y no hay duda de que es un condenado peligro, pero tú tienes mucha cara al entrometerte en la vida de mamá a estas alturas.
—¡No seas mojigato!
—Entonces, no lo seas tú. Dice que tiene derecho a una vida privada, y tiene razón. Quizá lo haga sólo para molestar a otras personas.
—¿A mí, por ejemplo? —refunfuñó mi padre de manera misteriosa.
—¿Cómo lo has adivinado? Quién sabe lo que pasa de verdad. Mamá siempre disfrutó de la situación cuando todos los demás estaban desesperados, mientras que ella se limitaba a dejarles pensar lo que quisieran.
—¡Pero no si ese asqueroso de Anacrites está implicado!
—¡Ah, bueno! —Intenté verlo de una manera filosófica—. Se ha portado demasiado bien últimamente. Ya era hora de que hiciera algo típico de él otra vez.
—¿Tirarse a tu madre? —dijo mi padre con crudo desdén—. Es repugnante—. De pronto se le ocurrió algo para excusar su propia actitud pedante—. Pienso en mis nietos, especialmente en la pequeña Julia. Ella tiene contactos con el senado; no se puede manchar su menuda reputación con un escándalo.
—No metas a mi hija en esto. Yo protegeré a Julia Junila… si alguna vez es necesario.
—Tú no podrías proteger ni a un garbanzo —dijo mi padre, con su habitual tono cariñoso. Estiró la cabeza y me inspeccionó en busca de moretones—. ¿Oí que te destrozaron otra vez anoche?
—Querrás decir que le salvé la vida a Petronio Longo, que yo también salí vivo y que le quité a Roma de encima a un amenazador trozo de inmundicia del tamaño de una casa.
—Ya era hora de que crecieras, hijo.
—¡Mira quién habla! Después de marcharte hace veinticinco años y después de todas las fulanas que te has llevado a la cama antes y desde entonces, venir hoy a sermonear a mamá es algo simplemente grotesco.
—No me importa lo que pienses. —Apuró su copa. Yo empecé a beberme la mía con un gesto similar. Entonces fui más despacio e hice el movimiento más delicado de forma deliberada, para no parecerme a él. El considerado, el moderado de la familia. («El insoportable y bondadoso mal nacido», diría mi padre.)
Me levanté.
—Bueno, ahora ya me he peleado con mis dos progenitores. Ya es suficiente castigo por un día. Me voy. —Mi padre se levantó de un salto aún más deprisa que yo. Me sentía nervioso—. ¿Y ahora qué estás tramando?
—Voy a aclarar esto.
—¡No seas tan tonto! —Sólo pensar que le podía sacar el tema a mi madre era tan horroroso que casi me hizo echar el vino que me había bebido—. Ten un poco de dignidad. Bueno, o de instinto de supervivencia, en cualquier caso. No te va a dar las gracias.
—Ella no sabrá nada —fue su réplica—. Supongo que su amigo hace horario de oficina… bueno, no estará por ahí fuera corriendo riesgos, él no. Él tendrá un rincón bonito y fresco para esconder que está a punto de calentarse más de lo que le gustaría. Y ahora adiós, hijo. ¡No puedo estar rondando por aquí!
Cuando Gémino salió de manera precipitada, yo no tuve elección: pagué la cuenta de las bebidas y luego, manteniéndome a una distancia segura, me largué tras él.
Pensaba que yo era el experto en ceremonial de Palacio. Vespasiano creía que había iniciado un nuevo sistema de aproximación a su corte. Este emperador permitía que cualquiera fuera a verlo si quería presentar una petición o una idea descabellada; incluso había suspendido la antigua práctica de registrar a todos los suplicantes por si llevaban armas. Naturalmente, la principal consecuencia de esta actitud informal fue que los chambelanes y los guardias se habían vuelto histéricos a sus espaldas. Pasar por los agentes supuestamente relajados que en estos momentos se encargaban del Palatino podía suponer horas.
Yo conocía a algunas de las personas que trabajaban allí; también había mostrado varios pases que había conseguido durante misiones oficiales. Incluso así, cuando llegué a las habitaciones donde acechaba Anacrites, mi padre debía de haber entrado delante de mí. La oficina del jefe de los Servicios Secretos estaba situada en un pasillo oscuro y poco prometedor que por lo demás estaba ocupado por auditores ausentes. Era un sitio con puertas abiertas que daban a habitaciones polvorientas con bancos de oficinista desocupados y algún que otro viejo trono almacenado. Por regla general, Anacrites siempre tenía su puerta cerrada firmemente, así nadie podía ver si se quedaba dormido mientras esperaba a que sus perezosos mensajeros se molestaran en presentarse.
Anacrites tenía una posición comprometida. De manera oficial, trabajaba destacado por la Guardia Pretoriana, aunque nunca le proporcionaban a nadie con coraza para que flanqueara la puerta de su oficina. Como cabeza de la inteligencia estaba en lo alto; aun así, a mi parecer era un incompetente. Por lo tanto, sólo un idiota entraría aquí para hacer que se empleara en un asunto personal.
Me angustié mientras me acercaba. Había demasiados observadores deambulando por ahí. Había pequeños esclavos de rostro pálido que pasaban trotando, haciendo recados. Otros burócratas se sentaban aburridos en las oficinas. A pesar del régimen despreocupado en las dependencias privadas del Emperador, en estas zonas había soldados en alerta máxima. De vez en cuando, aparecía el propio personal de Anacrites. Eran un montón de desarrapados y era probable que le debieran favores. Como era espía, lo menos que podía hacer como jefe era asegurarse de haber comprado la lealtad de su propio equipo con dinero reservado de los fondos para sobornos.
Oí voces airadas que subían de volumen y que procedían del otro extremo del pasillo. Mi padre, con la sangre que se le había subido a la cabeza, había penetrado en el santuario. Las cosas parecían más difíciles incluso de lo que me temía. Fui corriendo hacia allí y entré como un vendaval. A Anacrites se le veía helado de indignación y mi padre daba brincos sobre sus talones, con la cara roja y bramando insultos.
—Didio Gémino, contrólate —dije entre dientes—. ¡No te comportes como un maldito imbécil, padre!
—¡Vete a la mierda, no me vengas con parloteos!
—Déjalo correr, idiota…
—¡Ni loco! Le voy a dar una paliza a ese mal nacido.
De pronto, éramos mi padre y yo quienes teníamos la bronca, mientras que Anacrites se limitó a quedarse de pie a distancia, con aspecto desconcertado.
—¡Venga, cálmate padre! No es asunto tuyo y ni siquiera sabes si es cierto.
—Si es o no cierto no importa —rugió mi padre—. La gente no debería decir esas cosas de tu madre.
Anacrites se puso blanco, como si al final viera cuál era el problema. En estos momentos mi padre saltaba como un boxeador bastante frívolo. Lo agarré del brazo. El me empujó.
—¡Para ya! Si te calmas, descubrirás que lo peor que Anacrites ha hecho es perder los ahorros de mamá en un banco que ha quebrado.
¡Epa! Ante eso, mi padre se puso como una fiera.
—¿Perdió sus ahorros? ¡Será de mi dinero del que estás hablando! Sé con seguridad que tu madre siempre se ha negado a gastar lo que yo le mando…
Tenía razón, y yo debería haberme callado. Él explotó. Antes de que pudiera detenerlo, se dio la vuelta hacia Anacrites, cerró el puño y le dio un furioso golpe al espía.
Anacrites me sorprendió: estaba preparado para eso y apartó de un golpe el brazo de Gémino. Para entonces, yo agarraba a mi padre, pero mientras le bajaba el brazo derecho tirando de él, consiguió soltar su puño izquierdo y le dio al espía un potente golpe en el oído. Conseguí apartar de él a mi enloquecido progenitor y entonces, al tiempo que Anacrites saltaba hacia delante enfadado, eché mi brazo hacia atrás para golpearle y proteger a mi padre. Alguien me sujetó.
Me di la vuelta. Me detuve. Todos lo hicimos. La persona que me había aferrado con esa garra de hierro era una mujer.
—¡Falos voladores, Falco! ¿A qué viene esta pelea?
—¡Perela! —exclamé sorprendido.
Era una bailarina. Quería decir una de las buenas, no una de esas chicas que dan vueltas en un atavío de dos piezas y que tienen ojos para todos los hombres. Con una edad que se situaba en algún punto por debajo de los cincuenta pero ya muy pasada la juventud, Perela parecía una ama de casa con dolor de cabeza en un día malo del mes. Era el agente secreto más mortífero que había conocido nunca.
—Qué casualidad encontrarme contigo de nuevo.
—No. Yo me abalancé sobre ti, Falco —dijo ella al tiempo que me soltaba con un despectivo giro de su muñeca.
—Quédate quieto, padre —le advertí con determinación—. La última persona que vi molestando a Perela acabó en fase terminal. Es una señora muy inteligente; colaboramos juntos en un trabajo en la Bética.
—Tú me robaste ese trabajo —comentó Perela.
Sonreí. Quizá de manera incierta.
—Éste es mi padre —se lo presenté sin mencionar su principal ocupación, ya que él pensaba probablemente que era una fiera a la hora de seducir bailarinas.
—Por regla general es muy manso. Pero resulta que acaba de oír que Anacrites ha estado haciéndole la corte a mi vieja madre y ha perdido los estribos. —Anacrites, que se había puesto rojo cuando Gémino le pegó, ahora se puso blanco de nuevo. Yo agarré a mi padre por el cuello de la túnica—. Vamos. Ya hemos jugado bastante a los Didios luchadores. Te voy a llevar a casa.