—Sí —contestó, ruborizándose al tiempo que la atención se centraba en ella—. Sí, lo sabía. Va allí a menudo.
—Entonces, dime, cuando encontraste a Crísipo aquí tendido, ¿por qué no mandaste a que avisaran en el templo, que está sólo a cuatro pasos, para que Diómedes supiera que su querido papá había muerto?
—No se me ocurrió —declaró Vibia, demasiado audaz—. Estaba muy conmocionada.
—Es comprensible. Bien… hubo un tiempo en que te gustaba Diómedes, pero tus sentimientos han cambiado. ¿Quieres hablarnos de ello?
—¡No! —chilló con indignación.
—Le importa mucho la literatura, me dijo. ¿Decidiste que iba detrás de ti sólo porque heredarías el scriptorium?
—Nunca estuve interesada en él, ni él en mí.
—Bueno, no hay duda de que ahora no te cae bien. No quieres hablar con él y deseas que se saquen de tu casa todas sus posesiones. ¿Pasó algo para que eso sea tan importante? ¿El hizo algo?
Vibia lo negó con la cabeza, en silencio.
—Necesito saberlo, Vibia. ¿Por qué no le dijiste nada a Diómedes sobre la muerte de su pobre padre? Una persona cruel podría pensar: «Quizás ella pensaba que él ya lo sabía». —Vibia, con tesón, todavía se negaba a ser sonsacada—. Por supuesto, él estuvo haciendo de religioso todo el día, ¿no? Quedas advertida, Vibia… si pudiera probar que Diómedes no estaba en el templo cuando dice, lo examinaría muy de cerca como sospechoso, y a ti lo mismo.
Bajo las capas de su decoración facial, Vibia palideció. No elevó ninguna protesta más; me pareció que quería defenderse, pero algo la contenía.
Caminé hacia el otro lado de la habitación a la vez que cruzaba la alfombra que estaba tendida en el lugar donde fue encontrado el cuerpo. Me incliné y la volví a colocar como Diómedes lo había hecho.
—Diómedes, me di cuenta de que te tumbaste en dirección este oeste. Seguiste la línea real del muerto, claro. —Me quedé callado un segundo de manera teatral, como si honrara al cadáver—. Cualquiera pensaría que lo sabías.
Diómedes hizo amago de ir a hablar, pero su madre lo agarró fuerte del brazo.
—¡Vamos a ver! —Me enfrenté a los autores y a Eusquemonte—. Crísipo había pasado la mañana leyendo nuevos manuscritos. Lo primero que pensé fue que lo había asesinado un autor descontento. Avieno y Turio lo necesitaban vivo los dos para poder presentarle las exigencias del chantaje. ¿Para el resto de vosotros su muerte era una ventaja o un inconveniente? ¿Cuál ha sido el resultado? Eusquemonte, ¿has dejado las cosas como estaban?
Eusquemonte parecía reacio, aunque saltó y dijo:
—De hecho, suprimiremos a todo este grupo de nuestra lista. Estoy seguro de que lo entienden. Eran los clientes personales de Crísipo, un estrecho círculo que él apoyaba como mecenas. Una vez que el scriptorium fue a parar a nuevas manos, y tanto si Vibia lo vendiera como si se lo quedara, estos autores se convirtieron en candidatos a ser despedidos. Son todos unos hombres inteligentes, Falco —comentó—. Debían de conocer los riesgos.
—Así, le debían su patrocinio y publicación a Crísipo, y estaban al tanto de que podían perder ambas cosas si moría. —Recorrí toda la fila con la mirada—. Excepto tú, Urbano. Tú lo ibas a dejar de todas formas.
—Y aquel día no vine aquí para nada —me recordó.
—Te creo. Hubo una persona de más que lo visitó en tu lugar —dije. Entonces dirigí una seña a Paso para que hiciera entrar al esclavo que hacía los recados.
Avanzó con seguridad, y cuando vio cuánta gente había se achicó. Fui rápidamente hacia él.
—Sólo una pregunta. El día que tu amo murió, viste a un aspirante a escritor que vino a la casa y que no estaba en la lista de visitantes. ¿Quieres señalar a ese hombre?
—¡Ése es! —chilló el esclavo, con voz entrecortada. Tal como yo esperaba, apuntó directamente a Filomelo.
—¿Viniste aquí ese día, Filomelo?
El joven camarero se levantó otra vez.
—Sí, Falco. —Habló con calma. Aunque parecía nervioso, y detrás de él, su padre daba la impresión de estar desesperado, el joven sostuvo mi mirada sin vacilar.
—¿Viste a Crísipo?
—Sí.
—¿Solo?
—Sí.
—Cuéntanos de qué hablasteis.
—Yo había escrito una historia —dijo Filomelo, que en esta ocasión se ruborizó con timidez—. Quería que la publicara. Él ya había visto una copia hacía siglos y no me había devuelto los pergaminos. Vine a rogarle que la aceptara para publicarla, aunque estaba decidido a recuperar los rollos si no quería.
—¿Qué pasó ese día? ¿Estuvo de acuerdo en comprar tu obra?
—No.
—¿Acaso te pidió que le pagaras unos honorarios para publicarla?
—No.
—¿Entonces, qué pasó?
—Crísipo estuvo muy evasivo. Al final me dijo que no era lo bastante buena.
—¿La recuperaste?
Filomelo parecía absolutamente abatido. Hizo un gesto desconsolado.
—No, Falco. Crísipo confesó que había perdido los pergaminos.
Paseé la mirada por la biblioteca.
Bueno, es verdad que aquí hay muchísimos documentos, bien pudo haber extraviado uno. Aunque eso es ser descuidado. Debió haber buscado tu manuscrito. Era de tu propiedad, tanto desde el punto de vista material como creativo. Para ti representaba meses de trabajo y todas tus esperanzas. ¿Cómo reaccionaste?
—Me quedé deshecho. —Estaba claro que Filomelo todavía estaba muy afectado.
—¿Enojado?
—Sí —admitió el joven con sinceridad.
—¿Lo amenazaste?
Él vaciló.
—Sí.
—¿Con qué? —Filomelo no respondió—. ¿Usando la violencia? me le pregunté con acritud.
—No, nunca se me ocurriría eso. —Filomelo suspiró, reconociendo con pesar que carecía tanto de agresividad como de físico para ello—. Le dije que le contaría a mi padre lo que había sucedido y que nuestra familia no volvería a hacer negocios con él nunca más. ¡Oh, ya sé que suena poco convincente! —admitió con voz trémula—. Estaba angustiado. Pero fue lo único que se me ocurrió decir.
Pisarco se levantó y con uno de sus fornidos brazos le rodeó los hombros. La amenaza de retirar sus negocios se hubiera llevado a cabo, aunque no estaba seguro de si a Crísipo le hubiera importado.
—¿Y entonces, qué?
—Regresé a la taberna —respondió Filomelo—. Luego me mandaron pronto a casa porque los vigiles se habían quejado de que sirviéramos guisos; cerramos en parte hasta que se cansaron de inspeccionarnos.
—¿No volviste aquí?
—No. Me fui directo a mi alojamiento, afronté lo que había pasado y empecé a escribir toda la historia otra vez.
—¡Muy profesional! —aplaudí. Entonces me puse desagradable—: Y también bastante sereno… ¡si es que habías dejado hecho papilla a Crísipo antes de marcharte de la biblioteca!
Filomelo quiso protestar, pero no dejé que se defendiera.
—No desesperes —le dije en tono benévolo—. Puede ser que tu manuscrito no haya desaparecido.
Le hice señas a Eliano para que diera entrada a Paso y yo mismo hice comparecer a Helena Justina. Fúsculo, tal como previamente habíamos acordado, salió para ocupar el puesto de Paso con los testigos. Mientras se iba, le murmuré al oído un recordatorio sobre una búsqueda que había ordenado Petronio.
Reanudé el debate.
—En este caso, los manuscritos son importantes. Mis colegas han estado clasificando los pergaminos que se encontraron aquí después de que muriera Crísipo. Paso, tú primero. ¿Nos puedes hablar sobre la mayoría, los pergaminos con portada, por favor?
Paso repitió lo que me había contado: que parecía ser que Crísipo había estado tomando decisiones de mercado, sobre todo negativas. Paso presentó el informe de manera competente, aunque se puso más nervioso de lo que yo esperaba delante de la numerosa audiencia. Le indiqué que se podía sentar con Petronio.
Entonces fue el turno de Helena. Sin miedo de la multitud, esperaba con calma que le diera la entrada. Se la veía arreglada, de azul, no iba vestida de forma extravagante ni enjoyada. Llevaba el pelo peinado hacia arriba, de una manera más sencilla de lo habitual, mientras que, a diferencia de Lisa y Vibia, que iban con los brazos desnudos y apariencia descarada, Helena llevaba mangas hasta el codo y una modesta estola encima del hombro. Podría haber pasado por mi secretaria para la correspondencia, si no fuera por su voz refinada y su confianza.
—Helena Justina, te pedí que leyeras un relato de aventuras me señalé con la cabeza los asientos que había a nuestras espaldas, donde estaban los pergaminos. —Filomelo parecía como si quisiera ir corriendo hasta allí y buscar su amado manuscrito—. ¿Podemos oír tus comentarios, por favor?
No la había hecho ensayar con detalle, pero Helena sabía que yo quería que hablara primero del que pensamos que se llamaba
Zisimilla y Magarone
, esa horrible historia que no soportó terminar. En este momento yo sabía que a Filomelo le habían dicho que su relato no era lo bastante buena como para publicarla, pensé que quizás había escrito esto. Claro que, eso suponía que al rechazarlo.
Crísipo habría tenido sentido crítico suficiente para reconocer una porquería. Turio había agraviado a mecenas tildándolo de ignorante. Ninguno de los otros, incluyendo a Eusquemonte, el encargado del scriptorium, sugirió nunca que Turio lo calumniara.
—Espero que no haya ningún inconveniente en que hable me objetó Helena.
—Estás en presencia de unas excelentes mujeres de negocios me bromeé, a la vez que señalaba a Lisa y a Vibia.
A Helena se le habría prohibido aportar pruebas ante un tribunal, pero esto era, en esencia, una reunión privada. Detrás de nosotros, los representantes de los vigiles estaban cabizbajos por el hecho de que hubiera venido, pero era asunto mío, así que no dijeron nada. Petronio Longo se hubiera divorciado de una mujer si pensara que podía hacer algo así. (Helena sostendría que su actitud moral pasada de moda explicaba por qué Arria Silvia se divorciaba de él.)
—Si la situación te inquieta, limítate a hablarme a mí —dije ofreciéndome. No era necesario. Helena sonrió, miró a su alrededor y se dirigió a todo el mundo con aplomo.
—A Paso y a mí nos pidieron que examináramos varios pergaminos que habían perdido las portadas durante la pelea en la que Crísipo fue asesinado. Logramos reconstruir las series. Uno de los manuscritos era una copia del autor de una aventura muy larga al estilo de una novela griega. El tema estaba desarrollado de una manera pobre y el autor fue demasiado ambicioso. —Filomelo tenía la cabeza gacha con aspecto lúgubre—. Me gustaría recalcar —dijo Helena, enviándole una mirada amable—, que éstas son opiniones personales, aunque me temo que Paso y yo estábamos en total acuerdo.
—¿La calidad estaba al nivel de lo que se publica?
—Yo diría que no, Marco Didio.
—¿Se acercaba?
—Ni por asomo.
—Helena Justina está siendo educada —murmuró Paso desde la hilera de los vigiles—. Daba un asco atroz.
—Gracias, Paso; sé que eres un entendido —pareció satisfecho consigo mismo—. Helena Justina, ¿hay algo más que debas decirnos sobre este manuscrito en particular?
—Sí. Esto puede que sea importante. Había pergaminos adicionales, escritos con otra letra y con un estilo diferente. Está claro que alguien intentó hacer una versión corregida.
—¿Intentando mejorar la original?
—Intentándolo —dijo Helena, a su moderada manera.
—¿Con éxito?
—Me temo que no.
Noté un cambio de humor en los asientos de los autores. Me volví hacia ellos.
—¿Alguno de vosotros sabe algo sobre esta escritura en negro? me Nadie contestó.
—Tal vez a eso lo llamen corrección —sugirió Helena. Conocía su tono seco; estaba siendo muy grosera. La gente se rió.
—Me gustaría saber quién hizo esta revisión de prueba —me inquieté.
—A juzgar por el estilo —dijo Helena de forma resuelta—, yo me inclinaría a pensar que fue Pacuvio.
—¡Pero bueno! ¿Ahora empiezas con la prosa,
Scrutator
? —Le dimos al hombretón una oportunidad de réplica, pero se encogió de hombros y se mostró indiferente—. ¿Qué te ha hecho pensar en él? —le pregunté a Helena—. Estás familiarizada con su trabajo, no hay duela. ¿Contenía sátira social meticulosa, actualidad, mordaces agudezas y poesía elocuente?
—No —respondió ella—. Bueno, puesto que nadie reconoce la autoría de las revisiones, puedo ser sincera. La nueva versión era interminable, mediocre y torpe. Los personajes eran anodinos, la narrativa tediosa, los intentos de humor no venían al caso y el efecto en conjunto era todavía más caótico que en la primera versión.
—¡Eh, afloja un poco! —rugió Pacuvio, incitado al fin a admitir que había estado implicado—. No puedes culparme… ¡estaba esculpiendo un montón de mierda!
El alboroto que tuvo lugar a continuación se acalló al final en cierta medida. Para calmarlo le aseguré a Pacuvio que Helena sólo intentaba estimular su reconocimiento. Helena permaneció sin objetar nada. Es probable que Pacuvio se diera cuenta de que su feroz crítica era auténtica. Le pedí que me explicara qué papel tenía él en todo esto.
—Mira, no es ningún secreto —dijo en tono bravucón—. Crísipo me empleaba a veces para arreglar las desorganizadas obras de los aficionados. Por alguna razón, éste era un proyecto que le entusiasma durante cierto tiempo. Le dije desde el primer momento que era imposible. Se lo enseñó a algunos de los otros pero se negaron a implicarse. —Los otros sonreían, aliviados al no tener ninguna responsabilidad—. El argumento era informe; carecía de una premisa aceptable, de todas formas. Helena Justina es muy perspicaz con los defectos.
Pacuvio estaba siendo condescendiente, pero Helena no le hizo caso.
—¿Se hace a menudo eso de volver a escribir los manuscritos con todo detalle antes de copiarlos de manera formal? —inquirí con expresión de asombro.
Casi todos los autores se rieron. Eusquemonte se puso a toser sin poder contenerse. Unos instantes después, explicó:
—Hay algunas obras, Falco, en ocasiones de gente muy famosa, que han pasado por numerosos redactados nuevos. Hay algunas que, tal como se publican, están escritas por otra persona casi en su totalidad.
—¡Por Júpiter! ¿Y os parece bien?
—Personalmente, no.
—¿Ya tu difunto patrón?
—La postura de Crísipo era que si el conjunto final era ameno y vendible, ¿qué importaba quién lo hubiera escrito en realidad?