Oda a un banquero (48 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

—¿Y tú que piensas, Eusquemonte?

—Dado que una de las razones que tiene un autor para publicar es mejorar su reputación, yo considero que la revisión a fondo de una obra por otros es una hipocresía.

—¿Teníais discrepancias tú y Crísipo?

—No eran violentas —sonrió Eusquemonte, consciente de mi razonamiento.

—Hay delitos más siniestros —decidí, aunque estaba de acuerdo con él—. Si el público lo supiera, se sentirían estafados.

—Engañados es como están a veces —dijo Eusquemonte—. Pero no podemos acusar a los defraudados lectores de haber matado a un editor por eso.

Me pareció que la broma estaba fuera de lugar.

—Ya que colaboras, Eusquemonte, dime, ¿llegan grandes cantidades de obras sin publicar a una copistería?

Eusquemonte levantó las manos.

—Carretadas. Con ese montón de basura se podrían construir unos nuevos Alpes para Aníbal y completarlos con unos cuantos elefantes en miniatura.

—El «montón de basura» al que te refieres son obras rechazadas, ¿cómo se lo toman los autores por lo general?

—O bien se escabullen en silencio, o protestan todo lo posible.

—Eso no sirve de nada, supongo.

—Pocas veces se rectifican las decisiones.

—¿Qué es lo que sí podría cambiar la actitud del editor?

En estos momentos Eusquemonte tenía esa expresión satírica suya.

—Enterarse de que un negocio rival estuviera interesado provocaría un rápido replanteamiento.

Sonreí con la misma parquedad.

—¿O?

—Supongo que el autor apropiado podría comprar su aceptación.

—¡Por Io! ¿Los editores venden obras en las que no creen?

—¡Aja! Lo hacen siempre, Falco. Un libro malo escrito por un autor conocido, o uno que haya escrito un amigo personal, por ejemplo.

—¿Alguna vez funciona de la otra manera? ¿Desanimar a un buen autor, que de otra forma sería un rival para algún inútil que ellos habían decidido patrocinar?

Eusquemonte sonrió de forma irónica.

Volví a abordar a Pacuvio.

—Volvamos a esos pergaminos; cuando viniste aquí ese aciago día, ¿discutisteis con Crísipo sobre el tema de la creación de las revisiones?

—Sí. Primero tuve la habitual lucha vergonzosa sobre si me iba a pagar los honorarios por el trabajo desperdiciado. El quería que continuara con las versiones; yo insistía en que no valía la pena intentarlo. Al final, estuvimos de acuerdo en que yo había hecho todo lo posible con el material que él iba a usar como combustible para el horno. Debería haberlo quemado antes de involucrarme. Era un idiota temperamental. Falto de gusto, como siempre ha dicho Turio. Yo sencillamente no entendía por qué Crísipo estaba tan decidido a hacer algo con esa historia.

—¿Sabías quién la había escrito?

Scrutator
parecía incómodo.

—Nunca me lo dijeron de manera directa.

—¿Pero tú tenías tu propia idea? Una última pregunta. Pacuvio, ¿por qué fuiste tan reacio a que te mandaran a la villa de Pisarco para hacer de poeta residente? ¿Fue sólo porque estabas resentido por la cruel manera en que te ordenaron que fueras?

—Sabía que el hijo de Pisarco escribía aventuras. Lo había mencionado en la taberna. Me daba la impresión de que esta desafortunada historia podía haberla escrito él. —
Scrutator
miró al exportador y a Filomelo como disculpándose—. Pensé que Crísipo me mandaba a Preneste para que me dieran la lata y así yo volviera a hacer más revisiones. Me temo que no podía apechugar con ello.

—Gracias —dije. Y acto seguido llamé a Eliano, que estaba en las puertas divisorias—. Aulo, ¿quieres hacer pasar al testigo del templo de Minerva, por favor?

LVII

Si alguien se sorprendió al ver a mi testigo, nadie dio muestras de ello.

—Gracias por acudir. Te pido disculpas por la larga espera. Estamos en la última fase de una investigación por asesinato, pero por favor, no te alarmes. Me gustaría que te limitaras a contestar a las preguntas concretas que te haga. ¿Eres un miembro del Gremio de Escritores y Actores?

—Sí —contestó Blitis, mi contacto de la noche anterior.

—¿Reconoces aquí a algún otro miembro?

—Sí, y…

—¡Gracias! —intervine con rapidez—. Tú sólo responde a las preguntas, por favor. Tengo entendido que un grupo de escritores se reúne con regularidad en el templo de Minerva para hablar sobre las obras que están escribiendo. ¿El adepto a quien reconoces aquí había hecho eso?

—Sí.

—¿A menudo?

—Sí.

—¿El grupo había debatido alguna vez un relato de aventuras llamado algo así como
Zisimilla y Magarone
?

—Esto…, sí. —Blitis daba la impresión de estar un poco avergonzado.

—Tranquilo —sonreí—, no te voy a pedir que me hagas una crítica libre de él. —Pareció aliviado—. Eso ya lo hemos hecho. —Volvió a ponerse incómodo—. Es de alguien que está en esta habitación, ¿tengo razón?

—Sí, Falco.

—Un detalle técnico; al escuchar esta pobre obra cuando la leían en el templo, ¿viste los pergaminos? Me pregunto concretamente si tenía portada.

—Creo recordar que sí.

—Gracias. Siéntate en el banco de la parte de atrás, ¿quieres? Había espacio al lado de los vigiles. Ahora situaría allí a buen recaudo a todos mis testigos.

Anduve por la habitación y crucé la alfombra tendida sobre el mosaico central, como un abogado que cavilaba sus comentarios finales mientras la última clepsidra se acababa y expiraba su tiempo para hablar.

—En cualquier investigación por asesinato, lo que necesitamos son pruebas reales. Uno de los primeros problemas que hubo con este caso es que nadie parecía haber visto al asesino justo después del crimen. Sabemos que debía de ir muy manchado de sangre, sin embargo, todavía no hemos encontrado sus ropas. También faltaban otros objetos del escenario: parte de la varilla de pergamino que fue el arma del crimen y, por supuesto, la portada del manuscrito que Crísipo había estado leyendo.

Me volví hacia Helena, que había permanecido pacientemente de pie a un lado.

—¿Qué hay de ese manuscrito? Helena Justina, aunque no te gustara, lo leíste casi todo. ¿Puedes darnos alguna idea sobre la persona que lo escribió?

Helena reflexionó y luego dijo despacio:

—Un lector. Alguien que ha devorado muchas novelas similares sin digerir de manera adecuada lo que hace que capten el interés. Es demasiado adocenado; los elementos son tópicos y le falta originalidad. Es de alguien no cualificado, pero alguien que tiene un montón de tiempo para escribir. Me imagino que el proyecto significaba mucho para el autor.

Me dirigí otra vez a Blitis:

—Cuando se habló de
Zisimilla y Magarone
en tu grupo de escritores, hubo comentarios desfavorables, ¿cuál fue la reacción del autor?

—Se negó a escuchar. Nuestros comentarios eran puntualizaciones hechas con la mejor intención. Le dio un berrinche y salió de allí.

—¿Eso es habitual?

—Ha ocurrido alguna vez —reconoció Blitis.

—¿Con el mismo grado de violencia?

—No, según mi experiencia.

Le pregunté a Helena:

—¿Esto se corresponde con tu valoración?

Helena asintió con la cabeza.

—Marco Didio, me imagino una escena aquí donde Crísipo fue abordado por el autor de
Zisimilla y Magarone
, quien era obvio que tenía unas terribles ansias de que lo publicaran. Crísipo le explicó, quizá sin mucho tacto, que la obra era inaceptable, aunque se habían hecho intentos para mejorarla valiéndose de un renombrado escritor de éxito que hacía nuevas versiones. El autor se quedó consternado y es probable que se pusiera histérico; los ánimos se enardecieron, la varilla de pergamino entró en juego, y Aurelio Crísipo fue asesinado de forma violenta.

—Sabemos que entonces el asesino siguió con su furia y arrojó tinta y aceite y varios pergaminos por la habitación.

—Supongo que entonces fue cuando rasgó la portada de los rollos —dijo Helena.

—¿De más de uno?

—Sí —contestó con delicadeza. Hizo una pausa para dar más énfasis—. Hay una segunda historia, Marco Didio. Una de excelente calidad. Tanto a Paso como a mí nos gustó muchísimo. Me imagino que si Crísipo la leyó, sabía que era ésa con la que debía quedarse.

Eusquemonte se puso derecho en el asiento con entusiasmo. Sin duda quería interrogar a Helena sobre este tentador candidato.

—¿Supongo que Crísipo le dijo al desengañado autor que había sido desbancado por otra persona?

—Si fue cruel, sí —dijo Helena.

—¿Y eso avivaría la decepción del que fue rechazado?

—Su dolor y frustración debieron de ser intensos.

—Gracias.

Helena se sentó y puso su mano de manera protectora encima del montón de pergaminos que había a su lado, que en estos momentos sabíamos incluía un posible éxito de ventas.

Fui a buscar a Blitis y lo conduje frente a Filomelo. Yo me coloqué con cuidado por si había algún conflicto.

—¿Conoces a este joven?

—Me lo he encontrado alguna vez —respondió Blitis.

—¿Entre los de tu grupo en el templo?

—Lo vi allí una vez.

—Gracias. Siéntate de nuevo allí con los vigiles, por favor. —Yo mismo le acompañé de vuelta. No esperaba que hubiera problemas, pero era el momento de ser prudentes.

—Filomelo. —Filomelo estaba rígido—. Eres un joven agradable que trabaja duro para mantener su sueño. Provienes de una buena familia, con un padre que te quiere y te apoya. El cree en ti aunque hayas abandonado el negocio familiar y aspiras a una carrera menos segura. Sin que tú lo supieras, tu padre intentó incluso influir en Crísipo a tu favor. De hecho, Pisarco hubiera pagado para que se publicara tu trabajo; sin embargo, sabía que eso a ti te parecería insostenible. Tu padre te ve como una persona íntegra, mientras que yo ahora me planteo la idea opuesta. Eres un aspirante a escritor de relatos de aventuras que visitó a Crísipo justo antes de que muriera. Admites que te enfadaste y lo amenazaste. Parece ser que no tengo ninguna otra alternativa sino arrestarte por su asesinato.

Filomelo se puso de pie. Le dejé sitio y me mantuve alerta. Sus ojos se cruzaron con los míos, más duros de como yo los había visto. Su padre quiso levantarse de un salto y ponerse a su lado, pero le hice un gesto a Pisarco para que dejara que el chico manejase la situación. La barbilla del padre sobresalía, como si se aferrara con tesón a la fe que tenía en su hijo.

Filomelo estaba tan enfadado que casi no podía articular palabra. Aun así, controló su ira.

—Sí, vine aquí. Hubo cosas que sí pasaron como tú dices. Crísipo me explicó que mi historia era una porquería y que no valía la pena copiarla. ¡Pero no le creí! —En estos instantes, sus ojos ardían. Le dejé continuar—. Yo sabía que era buena. Tuve la sensación de que pasaba algo extraño. Ahora lo empiezo a entender, Falco. Me estaba engañando. Nunca perdió mi manuscrito; lo que quería ese hombre era robarlo y decir que lo había escrito otra persona.

Levanté la mano.

—¿Son esos los desvaríos de un loco rematado? ¿O tienes algo importante que decir en tu defensa?

—¡Sí! —rugió Filomelo—. Tengo algo que explicarte, Falco: mi historia no es Zisimilla y Magarone; yo nunca llamaría Zisimilla a un personaje, es casi impronunciable. Y «Magarone» suena también como polvos para el estómago. ¡Mi obra se titula
Gondomon, rey de Traxímene
!

Me volví hacia los bancos que había a mis espálelas y encontré a Helena Justina resplandeciente de alegría. Puse la mano sobre el hombro de Filomelo y lo empujé para que se sentara.

—Deja de gritar —le dije con delicadeza. Dirigí la mirada hacia Helena—. ¿Cuál es el veredicto?

Estaba contentísima por el joven.

—Es un brillante nuevo talento. Una historia impresionante, escrita con una intensidad mística. Un autor que va a vender hasta hartarse.

Sonreí brevemente al exportador y a su asustado hijo.

—Siéntate tranquilo y piensa en tu talento y en tu buena fortuna: Filomelo, mis asesores consideran que eres bueno.

LVIII

Había cierta actividad extraña. En la habitación se oía un murmullo semejante al ruido que se forma en un banquete cuando dejan entrar a las bailarinas desnudas. Mientras caminaba hacia el centro de la estancia, Eusquemonte pasó rápidamente por mi lado. Se instaló junto a Filomelo y empezaron a farfullar en voz baja. Entonces Helena recogió parte de su colección de pergaminos y se escabulló por la hilera de asientos para devolverle el manuscrito perdido al entusiasmado joven autor. Se sentó con él y Eusquemonte y vi que movía el dedo para decir que no. Conociéndola, estaba seguro de que aconsejaba a Filomelo para que se procurara un asesor comercial de confianza antes de ceder sus derechos contractuales.

Fúsculo apareció por la puerta divisoria con aspecto de estar satisfecho consigo mismo. Me hizo una señal con la cabeza a la manera de los vigiles. Yo lo interpreté lo mejor que pude. Tratándose de los vigiles, quizá sólo significaba que había llegado una caja de comida preparada. Le indiqué por señas que hiciera entrar a la vieja señora que andaba siempre por el Clivus Publicius. Fúsculo hizo un gesto de dolor. Debía de haberle ofrecido el duro tratamiento del cesto.

Lisa estaba frente a frente con Diómedes. Era hora de poner fin a sus jueguecitos.

—Atención, por favor… y ¡silencio! —grité con tono autoritario.

Fúsculo trajo a la abuela, conduciéndola de un brazo con delicadeza. La hizo caminar despacio por la habitación hacia mí. Yo le pedí que señalara a cualquiera que recordara haber visto el día del asesinato.

Como disfrutaba con su papel en el meollo del asunto, la anciana miraba fijamente a todo el mundo con minuciosidad, al tiempo que le devolvían la mirada en un estado de tensión nerviosa, incluso aquellos que yo estaba seguro no tenían nada que temer. Entonces, mi testigo estrella indicó a todos los autores menos a Urbano (una buena prueba de su fiabilidad), seguidos a su vez por Filomelo, e incluso Fúsculo, Paso, Petronio y yo. Muy riguroso… e inútil para mis propósitos.

Tomándola por el brazo libre, hice que se detuviera delante de Diómedes.

—¿Has omitido a uno?

—Oh, lo he visto tantísimas veces… lo siento, Falco. De verdad no podría decirlo.

Diómedes soltó una carcajada; sonó crispada y con suficiencia. Al mirar por encima de la cabeza de la vieja me fijé en Fúsculo y pude notar su hostilidad. En estos instantes, toda su antipatía hacia los griegos se concentraba en éste. Les sonrió a Diómedes y a Lisa de una forma desagradable y después guió a la vieja metomentodo hacia un asiento entre los vigiles; así no se perdería la diversión.

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