Diómedes se detuvo.
—Vine aquí. Estuve aquí toda la mañana. El sacerdote te lo dirá. —Oh, y él también me lo diría, probablemente.
—Bien —respondí con suavidad—. ¿Y qué pasó a ambos lados de tu experiencia religiosa?
Nadie le había hecho ensayarlo. De todas formas, lo sacó adelante.
—Vine aquí directamente desde el domicilio de mi madre. Después, me fui directo a casa.
—¿O sea que no sólo estuviste aquí toda la mañana, sino que te quedaste en el templo todo el día?
—Sí —contestó en tono provocador.
Yo me puse más firme.
—¡Perdona! Nadie quiere tanto a los dioses. La mayoría pasamos por delante de los templos locales de la misma manera en que lo hacemos por los burdeles de las tabernas, sin ni siquiera darnos cuenta de que están ahí. ¿Quieres convertirte en un sacerdote?
—Soy devoto de Minerva.
Reprimí una carcajada.
—¡Bueno, eso es obvio! ¿Qué es lo que quieres hacer con tu vida en general, por cierto? ¿Vas a ser un recto y cívico joven como es el propósito de tu madre?
—Supongo que tendré que hacerlo —respondió Diómedes con una mueca—. Ahora se saldrá con la suya. —¿Ahora que qué? Pensé con curiosidad. Antes de que pudiera preguntárselo, siguió hablando—. Yo tenía mis sueños, pero no hay nada que hacer.
—¿Qué sueños son esos? Supongo que debías de querer hacerte con el banco, ¿no?
Me sorprendió al decir con envidia:
—Hubiera preferido el scriptorium.
—¡Vaya! ¿Qué atractivo tiene?
—¡A mí me interesa la literatura!
—¡Me asombras! —Por estos alrededores todo el mundo quería ser escritor—. Bueno, aclaremos las cosas. —Decidí tratar el tema de la coartada—. ¿En algún momento de ese día fatal visitaste la casa de tu padre en el Clivus Publicius?
—No, Falco. —Otro altanero descargo de responsabilidad que no conseguía sonar convincente. Yo estaba seguro de que sí lo había hecho.
—Así, ¿cuándo te dijeron que había muerto?
—Cuando llegué a casa. Mi madre me lo dijo. —Ésa era la historia que nos había pasado con anterioridad. La memoria le funcionaba bien pero, ¿estaba recordando la verdad o su severa madre se lo había imbuido? Si Diómedes era conocido como un ferviente asiduo del templo de Minerva, ¿por qué no había venido nadie corriendo hasta aquí para encontrarlo y contarle su pérdida antes? Supe que lo que pensaba era la respuesta a esa pregunta.
—¿Cómo van las cosas entre la encantadora Vibia y tú?
—¿Qué quieres decir?
—Lo pregunto sinceramente, oí decir que tú y ella teníais un romance secreto.
—No es verdad.
—Por supuesto, ahora te ha echado, pero podría ser sólo fachada, para disipar las sospechas… Tengo entendido que cuando tu padre estaba vivo hacías constantes visitas, ¿no?
—Iba a verlo a él, no a ella.
—¿Estabais unidos? ¿Tenías devoción por tu querido padre igual que por los dioses? ¡Si eso es cierto, tengo que decirte que eres un bobo santurrón! —Diómedes se abstuvo de contestar. Quizás era un buen hijo y compartía mi sentimentalismo. Quizá Lisa lo educó con una mente pura y se había ofendido por mi obscenidad—. ¿Cómo te sentiste cuando tus padres se divorciaron? Según parece no hubo ningún conflicto de lealtades, ¿no?
—Tenían sus razones. Yo era adulto. Seguí manteniendo buenas relaciones con ambos.
—¿Cuáles fueron sus razones? ¿Añadir lustre a la familia para que así tú pudieras ascender en la escala social?
—No sé a qué te refieres, Falco.
—Tenías tu antigua habitación en casa de tu padre aunque vivías con tu madre, ¿eso por qué?
—Mi madre me lo pidió. —Esperé. Estaba preparado para aceptar que la mujer abandonada necesitaba el apoyo de su hijo. Pero, por otro lado, ahora tenía la plena convicción de que Lisa fue cómplice de la boda de Crísipo con Vibia para procurar distinción social a Diómedes. No podía estar tan afectada por un divorcio que tenía unos fines tan maquinados.
—¿Pensaba tu madre que existía una cierta atracción entre Vibia y tú?
—Tenía la disparatada idea de que Vibia Merula se interesaba por mí.
—Por el Olimpo. ¡Qué escándalo! ¿Era cierto?
Diómedes ya esquivaba mis golpes bastante bien.
—Es posible.
—Así, ¿qué te parecía Vibia?
—Era la mujer de mi padre. —Eso sí que era asquerosamente decoroso. Para atenuarlo, se sintió obligado a hacer de hombre de mundo—: Por supuesto, advertí su hermosura.
—Tiene la boca demasiado ancha. —La desprecié con crueldad—. Bueno, ¿tenías una aventura con la bella?
—No.
—¿Nunca te fuiste a la cama con ella? ¡Parece que está dispuesta!
—Nunca la toqué. Con ésta ya van tres veces que lo digo. Es una provocadora —se quejó Diómedes—. Una vez parecía que quería algo; ¡y luego se enfrió, sin ningún motivo!
—¿Recibiste su carta? —le dije de pronto.
—¿Qué? —Esta vez, ante una pregunta inocua, Diómedes se ruborizó; ¿era eso indicio de culpabilidad?
—Te escribió para pedirte que sacaras tus pertenencias de su casa, creo.
—¡Ah! Sí, lo hizo. Me había olvidado de ello, debo confesar…
—Hazlo mañana —le ordené sucinto—. Te quiero ver en mi reunión; puedes traer esclavos para que recojan tus bártulos. ¿Cómo van los planes de la boda, por cierto?
Diómedes pareció sentir vergüenza.
—Más bien retrasados, por todos estos problemas con el banco.
—¡Mala suerte! Seguro que Vibia ya no quiso saber nada más de ti una vez que accediste a casarte con una pariente suya, las mujeres son raras con cosas como ésta. —Diómedes no expresó su opinión—. Así que, ¿te marcharás a Grecia junto con tu madre y Lucrio?
—Mi madre cree que sería lo mejor.
—No vayas, si es que no quieres. En Roma es donde se debe estar. ¿De qué huyes?
—De nada —dijo Diómedes con rapidez.
Decidí dejarlo aquí. Lo miré fijamente.
—Está bien. Bueno, Grecia es una provincia romana; podemos traerte de vuelta si tenemos que hacerlo. Pero espero aclararlo todo mañana. Sabremos quién mató a tu padre y se te permitirá dejar el país… ¿Dónde está ese sacerdote que has dicho?
Trajo al sacerdote, que era otro diferente de aquel al que yo había interrogado. Este sujeto, una especie de desconfiada sanguijuela celta que despedía olor a cerveza, le proporcionó al hijo justo la tapadera que necesitaba: el día en que su padre murió, Diómedes había estado honrando a Minerva desde el amanecer hasta el anochecer, rezando y haciendo ofrendas de pasteles de cebada. Me sorprendí de que un templo estuviera tanto tiempo abierto. Plantifiqué al supuesto devoto delante de la diosa, con su égida con la cabeza de Medusa, su casco austero y su antigua lanza.
—¡Júrame ahora mismo, en presencia de este sacerdote y en nombre de la sagrada Minerva, que estuviste en este templo de la mañana hasta la noche el día en que murió tu padre!
Diómedes hizo el juramento. Me contuve de llamarle mentiroso de mierda.
Dejé que se marchara; sólo le recordé que tenía que asistir a mi último interrogatorio al día siguiente.
Levanté un poco la mano para retener al sacerdote. En cuanto Diómedes se perdió de vista, di un suspiro de aburrimiento.
—Vamos a ver. No soy una crédula ninfa como cree Diómedes. No juegues conmigo. ¿Cuánto ha prometido al templo y cuánto te va a pagar a ti?
—¡Estás insultando a la diosa! —gritó el sacerdote. (La diosa celestial no hizo ningún comentario, una verdadera patrona de la sabiduría.)
Intenté tanto negociar como amenazar, pero estábamos en un punto muerto. El sacerdote hizo caso omiso del poder que sugerían los vigiles y se limitó a reírse de mi magnífico discurso sobre el tema del perjurio. Eso fue deprimente. Yo pensé que mis argumentos eran a la vez convincentes y expresados con elegancia. Como informante, yo era el más competente para hablar sobre ese tipo de delito tan poco distinguido, ya que había cometido perjurio muchas veces a favor de mis clientes menos escrupulosos.
Al tiempo que me marchaba con desánimo, el sacerdote volvió a entrar a toda prisa con un aspecto furtivo. Entonces observé a toda una comitiva de gente, hombres de todas las edades y condiciones de desarreglo, que entraban a un edificio lateral del complejo. Había más variedad de la que uno se espera encontrar en las reuniones ceremoniales de la mayoría de gremios de las artes. Demasiado gordos o flacuchos; unos mal vestidos y otros meticulosos hasta la pedantería; algunos parecían auditores miopes; otros eran prepotentes y lanzaban fuertes risotadas; algunos andaban tan despistados que el grupo casi los dejaba atrás; había algún que otro carretero. Peinados desgreñados que eran la vergüenza de la profesión de barbero. Uñas mal cortadas. Manchas. Combinaban la peculiaridad de los músicos con un aura de premonitorio retraimiento que era más apropiada de esclavos fugitivos.
Lo que me llamó la atención fue que la mayoría llevaban tablillas enceradas o desordenados pergaminos. Yo también, pero las llevaba guardadas hasta que las necesitara por un motivo práctico.
Agarré al último de esos hombres por la manga de la túnica.
—¿Qué es lo que pasa aquí?
—Una pequeña reunión de aficionados que se congregan de vez en cuando en el gremio.
Según parecía, se habían reunido para tomar un refrigerio; delante de ellos entraban ánforas y abundantes bandejas con pastas saladas.
—¿Qué gremio es éste? —Eché un vistazo al interior. Una cosa que hacían bastante bien era abalanzarse sobre las ánforas y destaparlas.
—Scribae et Histriones; escritorzuelos e histéricos, decimos nosotros. —Autores y Actores.
El hombre parecía bastante predispuesto a charlar. Me acordé de lo que me había contado el joven camarero: mucha palabrería y ningún resultado. La conversación (y el vino) era lo que los empujaba a venir cuando podían estar trabajando en serio en sus habitaciones y crear literatura.
—Somos una curiosa agrupación; un poco excéntrica, como dirían algunos… —parloteó, como si fuera un tema muy gastado.
—¿Y qué hacéis aquí?
—Discutimos nuestras obras con los compañeros.
—¿Hay alguien famoso?
—¡Todavía no! —Nunca ocurriría, pensé para mis adentros—. Tenemos una larga tradición que se remonta al admirable Livio Andrónico. Él compuso un himno a Juno Minerva que era, pero tan maravilloso… a cambio, al círculo de escritores se le permitió reunirse aquí a perpetuidad. Los copistas utilizan el sitio durante el día, pero cuando Hestia, la estrella vespertina, se alza majestuosa, nos ceden los bancos.
—¡Fantástico! —dije entusiasmado; mi voz sonó ronca y delató mi hipocresía. Pero yo quería información y ésta sería mi última oportunidad—. Perdona, no sé cómo te llamas…
—Blitis.
—¿Tienes un minuto para charlar un poco, Blitis? —Me vino la inspiración. Saqué mi propia tablilla de notas—. Se supone que no debo mencionarlo, pero estoy escribiendo un artículo sobre autores modernos para la
Gaceta Diaria
…
Funcionó al instante. Vaya, por supuesto que funcionó. Me dio un frío y flojo apretón de manos. Incluso los escritores sin publicar eran conscientes de que no debían dejar escapar la publicidad.
El secreto estaba en la preparación. Tanto si se trataba de planificar una campaña de batalla como de crear un verso épico, necesitabas tu equipo en su sitio y toda la información ordenada. Para la apoteosis de una investigación criminal, es una buena idea invertir tiempo y atención en preparativos con tu unidad de avituallamiento. La mayoría de los informantes no lo saben. Por eso hay muchos que son tristes perdedores con sólo una lista de medio cliente.
Yo mismo compré los refrigerios. Tenía la intención de cobrárselos a Vibia; bueno, ella era la viuda consternada que quería vengar a su marido. (De todas formas, los vigiles tenían una norma sobre gastos de no comestibles para los asesores; al menos, ese amargado de Petronio dijo que la tenían.) Me gustaba planear lo que se comería: cosas para picar y chucherías para ponerlas sobre manteles en unas pequeñas bandejas. Aceitunas, un poco de marisco caro, muchas de las baratas hojas de parra rellenas, y algunas de esas temblorosas cestitas de pasta con huevo dentro recién hechas. Luego compré huevos. Y relleno.
Para tratarse tan sólo de un aperitivo, hubiera podido honrar una de esas recepciones de ancianas matronas que dirigen un orfanato benéfico. No es que yo me burlara de eso. Al fin y al cabo, Helena Justina respaldaba una escuela para niñas huérfanas.
La dedicación a estos asuntos domésticos me llevó la mayor parte de la mañana. (Y si no, ¡intenta comprar puntas de ortiga frescas en el Mercado de Livia un día cualquiera!) Una vez adquiridas, esas delicias tenían que llevarse hasta el Clivus Publicius para ser entregadas al desconcertado personal de Vibia, incluyendo a su cocinero. Yo di instrucciones rigurosas para la preparación y el servicio. En serio, nunca es demasiado el esfuerzo dedicado a los detalles.
Cuando ya me iba de la casa, habiéndomelas arreglado para evitar que Vibia me atrapara, dije que quería ver al esclavo que llevó los mensajes.
—¿Has visto a esos autores de nuevo? ¿Van a venir todos hoy?
—Seguro. —El mensajero de la casa era un muchacho descarado que parecía saber lo que hacía.
Lo puse a prueba:
—Alguien me elijo que sueles dar instrucciones equivocadas. «No da ni una» fueron sus palabras, a decir verdad.
—¡Aja! ¿Ha sido Pacuvio? ¿
Scrutator
? Es un maldito parlanchín. Nunca escucha como es debido. Y tiene la cabeza en otras cosas. Tengo que andar con cuidado cuando estoy cerca de esa vieja cabra… si sabes a qué me refiero. —Hizo un guiño y consiguió insinuar que él era un chico atractivo y que
Scrutator
le tenía echado el ojo. Podía ser verdad, aunque era una excusa típica entre los esclavos.
—¿Alguna opinión sobre los demás escritorzuelos que Crísipo apadrinaba?
—Constricto siempre trata de sacarme dinero para un trago.
Pedir prestado dinero a tu propio esclavo era una cosa, pero sablear al mensajero de otra persona probablemente fuera ilegal y, por supuesto, denotaba muy poca clase.
—Turio es una pérdida de tiempo; Avieno… ahora está muerto, ¿no?… era el peor. Siempre quería que me chivara de los demás.
—¿Qué es lo que había para poder chivarte?
—¿Cómo voy a saberlo? —Si estaba al tanto de algo sucio, no iba a decírmelo. Pero, ¿le habría pasado algún chisme a Avieno? Por desgracia, ya había agotado la asignación para sobornos que tenía de los vigiles. (Era fácil; Petronio nunca me dio ninguna.)