Oda a un banquero (37 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

En ese momento fue cuando agarré mi cuchillo y corrí. Una vez despierto reconocí de dónde venía el alboroto y supe, con un miedo gélido en el corazón, que alguien estaba atacando a mi amigo Lucio Petronio.

XLIV

Nunca olvidaré su cara.

Una luz tenue que procedía de una lámpara de la pared mostraba la escena de manera inquietante. A Petronio lo estaban estrangulando. Sus pulmones debían de estar a punto de estallar. Estaba morado, su cara se retorcía con el esfuerzo mientras intentaba liberarse. Lancé mi cuchillo desde la puerta, no había tiempo para cruzar la habitación. Después de subir corriendo seis largos tramos de escaleras, yo también estaba sin aliento. Apunté mal. Está bien, fallé. La hoja pasó rozando la mejilla del robusto hombre. No fue del todo inútil; soltó a Petro.

La habitación principal estaba destrozada. Petronio debió despertarse cuando la puerta se derrumbó hacia adentro. Supe que había estado en el balcón en algún momento; para llamar la atención había arrojado un banco entero, volcándolo por encima de la baranda de piedra. Mientras me dirigía corriendo hacia allí, me caí encima de él y me raspé la barbilla de mala manera. Eso había sido justo antes de pisar una maceta rota y cortarme el pie. En verdad que Petro había hecho todo lo posible para despertar al vecindario antes de que pudieran más que él. Luego, ese gigante lo había arrastrado hasta la habitación principal y allí fue donde los encontré.

Nadie más que yo había acudido para ayudar. Al tiempo que subía disparado por las escaleras, sabía que la gente estaría despierta, todos muertos de miedo en la oscuridad, sin nadie que quisiera interferir, no fuera que también los mataran a ellos. Sin Mario, Petro habría sucumbido. Quizá, en este momento el gigantesco asaltante nos mataría a los dos.

Milo de Crotón no era nada a su lado. Éste podría luchar con un rinoceronte; los que pronostican las apuestas se habrían vuelto locos al intentar fijar las proporciones. Podría plantarse delante de la cuadriga que fuera en cabeza a toda velocidad en una carrera y pararla agarrando las riendas, sin apoyar apenas la espalda o las enormes piernas. Yo había visto unos cuantos músculos, pero él superaba a todos los levantadores de pesos de cabeza rapada con los que alguna vez yo había tenido que luchar.

Petronio, que tenía un físico excelente, en estos momentos yacía desplomado a los pies del monstruo como una muñeca tallada. No se le veía la cara; supe que podía estar muerto. Una mesa de pino, tan pesada que al principio nos costó tres días subirla por las escaleras, se sostenía por un extremo con el travesaño principal partido; todo lo que había encima estaba destrozado en un montón. Con un delicado giro del tobillo, el gigante apartó los escombros de una patada. Pesados fragmentos de ollas patinaron por todas partes. No parecía el momento de decir: «Hablemos de esto con sensatez…».

Agarré una ánfora y se la tiré. Le rebotó en el pecho. Al caer al suelo se rompió y el vino se derramó por todas partes. Enfadado de manera poco razonable (ya que Petronio era un experto en vinos y eso debía de ser un buen material), arrojé un taburete a la cara de ese animal. Él lo atrapó con una mano y lo trituró hasta convertirlo en un puñado de astillas. Nunca había habido mucho mobiliario en mi antigua oficina, que era ésta, y en esos momentos casi no quedaba nada que estuviera entero.

Petronio había colgado su toga detrás de la puerta. A la vez que dirigía la mirada hacia mi desnudez, agarré esa cosa grande de lana blanca. Como el gigante se acercaba para aplastarme la vida a mí también, le di una vuelta como el que busca morir con pudor, y se la sacudí en los ojos, una nube de tela que lo obligó a parpadear. A pesar del brazo que meneaba, le di la vuelta a la toga sobre su cabeza como si fuera un panqueque. Pasé cerca de él esquivándolo e intenté alcanzar mi cuchillo. Derramar sangre era mi única esperanza. En cuanto forcejeara conmigo, yo estaría perdido.

El estaba dando tumbos, atrapado por unos instantes entre los pliegues de la toga. Agarré el cuchillo y, como su cuello era inaccesible, se lo clavé entre sus poderosos omóplatos. Mi daga había matado a algunos hombres en sus tiempos, pero fue como si hubiera intentado trinchar un filete de buey de primera con un cuchillo de pelar ciruelas con mango de marfil. Mientras él daba vueltas con un pequeño gruñido de irritación, yo hice lo único que era posible; salté sobre su espalda, fuera de su alcance, al menos momentáneamente. Sabía que me aplastaría contra la pared, lo cual, con la fuerza que tenía, podría ser fatal. Le puse el brazo alrededor del cuello y sujeté la toga para que no pudiera ver. Con la mano libre lo arañaba por detrás.

Se tambaleó hacia delante. Por unos centímetros un pie enorme no pisó a Petronio, que estaba tendido boca abajo. Su mano izquierda encontró la parte superior de mi muslo y apretó tan fuerte que casi me desmayé. Se me estaba sacudiendo de encima, o lo intentaba. Saltó hacia delante, cogió cierta velocidad y por casualidad salió disparado hacia la puerta del balcón. Se quedó encajado en el marco. Yo todavía estaba en la habitación de al lado. Me deslicé hacia el suelo, apoyé el hombro y la cabeza contra su plano abdomen y empujé con todas mis fuerzas. Eso le inmovilizó los brazos. Todavía estaba cegado por la toga. Estaba atrapado, pero no iba a durar. Ni siquiera todo el peso de mi cuerpo, con el terror crudo para inspirarme, no tuvo ningún efecto.

La tela se rasgó; la toga ya no daba para más. Sentí como ese bestia temblaba. Estaba a punto de hacer uso de toda su fuerza. O la pared se vendría abajo, o él saldría disparado hacia fuera. La vieja puerta plegable, que ya había tenido una vida dura mientras yo fui el inquilino, crujió como protesta. Yo gemí por el esfuerzo. Alguien más gimió. Me iban a estallar los tendones. Mis pies desnudos patinaban al empujar. Fui consciente de unos sonidos, como si Petronio se quejara después de una noche dura. Un instante después, se había levantado con gran esfuerzo y estaba a mi lado.

El gigante podría haber resistido a los dos con la misma facilidad que si fuera uno solo, pero no se dio cuenta de lo que venía. Unos ojos que bizqueaban y que estaban llenos del sudor que corría por mi cara mientras luchaba, se encontraron con la atontada mirada de Petro. No necesitamos hacer la cuenta atrás. Como si fuéramos una sola persona, dimos un inesperado empujón con todas nuestras fuerzas y sacamos de golpe a nuestro atacante por la puerta.

Tropezó y fue a parar justo encima de la baranda. Esta debía de ser más fuerte de lo que yo pensaba, pues resistió el choque de su peso. Buscaba desesperadamente un lugar por donde agarrarse a la mampostería, pero nosotros nos precipitamos hacia delante. Le agarramos un pie cada uno. Los levantamos justo por encima de nuestras cabezas, nos inclinamos hacia atrás y entonces empujamos fuerte otra vez, una de esas piernas gigantescas cada uno.

Era un duro destino, pero no teníamos elección. Se trataba de él o nosotros. Petro y yo sólo tuvimos una oportunidad, y la aprovechamos de forma instintiva. Al tiempo que le levantábamos las piernas, el hombrachón dejó escapar un grito; su pecho y su barriga enormes golpearon la balaustrada, entonces alcanzamos a ver la suela de las botas y se precipitó hacia abajo con la cabeza por delante.

Nos apoyamos el uno contra el otro, sosteniéndonos mutuamente como borrachos, respirando con dolor y dificultad. Intentamos no escuchar el instante de silencio, ni el pesado crujido que hizo el que caía cuando llegó al suelo. Cuando al final me asomé y miré hacia abajo, por un momento pensé que lo veía arrastrarse, pero luego quedó tendido sin moverse con la irrevocabilidad de la muerte.

El resto fue interesante. Oscuras figuras se materializaron de pronto y se inclinaron sobre el cuerpo. Vi una pálida cara que miraba hacia arriba, pero estaba demasiado lejos para identificarla. Débil como estaba en esos momentos, podía haberme equivocado, pero me pareció que hacían un intento por llevarse el cuerpo arrastrándolo. Debía de ser demasiado pesado. Al cabo de un momento, se fueron todos con rapidez.

Los próximos hombres que llegaron tenían una linterna y un silbato, y estaba claro que eran una unidad de vigiles.

Esperamos a que se dieran cuenta de que estaban cerca del piso de Petro y subieran hasta nosotros. Ambos estábamos hechos polvo. Podíamos haberles llamado, pero estábamos demasiado exhaustos para hacer otra cosa que no fuera agitar las manos sin ninguna energía.

—¿Quién era tu amigo, Lucio? —pregunté con ironía.

—Amigo tuyo, creo, Marco.

—De verdad que tengo que notificar al mundo que he cambiado de dirección.

—Bien —asintió Petronio. En estos momentos se encontraba en un estado lamentable. Mientras intentábamos recuperarnos, en general sin conseguirlo, añadió en voz baja—: Quería poner fin a los rumores sobre el Banco Aurelio.

—¿Te lo dijo? ¿No le importaba que supieras que lo mandaba Lucrio?

La voz de Petro era áspera debido a su garganta dañada. Con una mano se sujetaba el cuello.

—Se suponía que tenía que acabar muerto.

Permanecimos un rato en silencio. Disfrutarnos el momento. Ambos saboreamos el hecho de que Lucio Petronio Longo estaba vivo.

—¿Era mi toga —dijo con voz ronca— la que destrozaste? —Él detestaba vestir con toga, como cualquier buen romano. Por desgracia, era un elemento necesario en la vida.

—Sí, lo siento. —Me tumbé contra la pared exterior; andaba un poco mareado—. Me temo que está hecha jirones. Te daría la mía, pero
Nux
parió su cachorro encima.

Petronio se puso en cuclillas, incapaz de mantenerse derecho. Se sostenía la cabeza entre las manos.

—Podemos comprarnos unas nuevas a juego, como los mejores amigos. —Hubo una pausa. No era la primera vez en la vida que éramos unos «mejores amigos» que se sentían bastante mal. En esta ocasión ni tan sólo podíamos echar la culpa a una noche de desenfreno—. Gracias, Falco.

—No me des las gracias. —A Petro le habían hecho bastante daño antes de que yo llegara. Estaba a punto de desmayarse. Yo estaba demasiado débil para serle de mucha ayuda, pero pude oír que los vigiles subían por las escaleras—. Mi querido Lucio, no me has oído confesar todavía lo que le hice a tu ánfora.

—¿El Calibonio? Tenía muchas ganas de probar ese vino…

—Era de importación, ¿no? ¡Te debió costar caro!

—Eres un maldito diablo —refunfuñó Petronio con voz débil. Luego se desplomó. Yo no tuve fuerzas para sujetarlo, pero conseguí estirar el pie izquierdo de manera que su cara, que ya no mostraba de ese color púrpura de asfixia, cayera sobre mi pie. Al menos era una almohada mejor que el suelo.

XLV

Me desperté tarde, de nuevo en mi cama. Mi hermana Maya estaba mirando desde la puerta del dormitorio.

—¿Quieres beber algo? He preparado vino caliente con miel.

Moviéndome con cuidado me arrastré hasta el comedor. Tenía el cuerpo dolorido, pero había estado peor. Esta vez no había nada roto ni abierto. No tenía dolores internos.

Nux
y el cachorro movían sus colas eufóricas. El cachorro meneaba de forma permanente su pequeño rabo con aspecto de gusano, pero
Nux
quería expresar de verdad su bienvenida. Julia iba y venía en su tacatá con ruedas; ya no lo necesitaba, era sólo que le gustaba el barullo que hacía. Maya se había quedado a cargo de ella.

No había señales de Helena.

—¿Sabes qué está haciendo?

—¡Oh, sí! —contestó Maya con energía— Sé exactamente lo que piensa que se trae entre manos. —Le lancé una mirada interrogadora mientras sostenía la taza contra mi pecho. Modificó el tono de voz—. Cambiando el libro de la biblioteca, según parece. —Intercambiaba las novelas griegas con Paso. Estaba claro que Maya no me iba a decir qué es lo que le había hecho parecer tan indignada: cualquier cosa de chicas que yo no era bastante mayor para saber.

—¿Cómo está Petronio? —Los vigiles lo habían traído hasta aquí la otra noche y lo habían dejado en nuestro diván de lectura.

—Despierto.

—Lo bastante bien como para no perderos de vista a vosotros dos —bramó él mismo al tiempo que aparecía por la puerta, descalzo, con el pecho desnudo y envuelto en una sábana. Julia se fue rodando hacia él y le dio un fuerte golpe en la rodilla. El hizo una mueca de dolor. Maya señaló el extremo de mi banco y luego, nada dispuesta a ayudar, miró cómo Petro se proponía él mismo cruzar la habitación para sentarse. Una vez hubo llegado, le dirigió una sonrisa enseñando los dientes, reconociendo que había estado a punto de caerse y que ella sabía que había faltado poco.

Maya nos miró tanto al uno como al otro.

—Hacéis una buena pareja.

—¿Dos guapos tesoritos? —sugerí.

—Dos estúpidos oportunistas —dijo Maya con sorna.

Me preguntaba cuándo iba a volver Helena. Necesitaba verla. Mi hermana olvidaría pronto su desdén. Helena, que nunca decía gran cosa cuando yo había tenido problemas, recordaría, sin embargo, este suceso mucho más tiempo y lamentaría mucho más su peligro. Cada vez que hubiera ruidos desagradables en la calle por la noche, tendría que estrecharla entre mis brazos para protegerla del recuerdo del horror de la noche anterior.

Petro estiró la mano para alcanzar el vaso que Maya le había servido de mala gana. La sábana se soltó y mostró unos moretones generalizados. A Escitax, el médico de los vigiles, lo habían mandado llamar la pasada noche y lo examinó por si había alguna costilla rota, pero en su opinión no había ninguna dañada. Dejó un brebaje calmante, del cual Petro vertía un poco en su copa de manera discreta.

—Tiene un aspecto horrible. —Maya tenía razón. Petronio tenía un buen cuerpo, pero el gigante debía querer hacerle daño antes de ahogarlo. Eso explicaría algunos de los ruidos que Mario había oído. Maya miró con los ojos entrecerrados y con desaprobación ese veteado negro y púrpura que era el resultado. Petro cogió aire y presumió ante ella de cómo siempre mantenía la forma. Maya frunció el labio con desprecio.

—Tendrás que dejar de perseguir a las mujeres. Unos cuantos cortes bien puestos pueden hacerte parecer romántico… pero esto es simplemente feo.

—Dejaré de perseguirlas cuando encuentre la adecuada —dijo Petronio, mirando su bebida caliente. El vapor, en una reconfortante infusión con miel y vino aguado, envolvía en una bruma su cara magullada. Se le veía cansado y todavía conmocionado, pero el pelo castaño se le encrespaba de una manera juvenil.

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