—Correcto.
—Soy Didio Falco, estoy aquí en operaciones especiales. Éste es Petronio Longo, que actúa de tribuno. Se sentará aquí con nosotros para trazar una perspectiva general.
—¿Vamos a estar mucho tiempo? —preguntó Pisarco con horror, como si hubiera venido aquí para informar sobre un pato robado y se hubiera encontrado en medio de una grave crisis.
—Tanto tiempo como nos lleve —contesté, con un ligero aire de sorpresa— ¿Sabes de qué necesitamos hablar?
—No.
—¡Ah! —miré a Petro como si encontrara esta respuesta sumamente significativa. Decidí no sacar de dudas a Pisarco todavía—. Entonces dime, por favor, ¿por qué viniste al cuartel?
—Oí en el Foro que hubo una muerte.
—¿Hoy estás de visita en Roma? ¿Por lo general vives en Preneste?
Pisarco pareció sorprendido y desconcertado.
—¿Cómo lo sabías?
—¿No se lo has dicho al primer oficial? —Fingí que consultaba los garabatos que Sergio me había dado—. No. ¡Bueno, parece que eres famoso por aquí! ¿De qué viniste a informar?
Era astuto. Tan pronto como se dio cuenta de que las autoridades tenían su nombre, se echó atrás por completo.
—Pregúntame tú lo que quieras saber, Falco.
Sonreí.
—Está bien. —Me apetecía jugar al tipo razonable—. Háblame, por favor, de tus tratos con el Banco Aurelio.
—¿Mis tratos? ¿Por qué vienen al caso?
—Estamos consultando a sus clientes sobre acuerdos de préstamos. Es un ejercicio a gran escala.
Eso pareció tranquilizarlo.
—Me han concedido crédito algunas veces.
—¿Préstamos marítimos para adquirir barcos y financiar cargamentos?
—Sí. Un comportamiento normal entre un importador y su banquero.
—He oído que tuviste un par de viajes desafortunados.
—Dos barcos se hundieron. El año pasado.
—¿Te preocupó mucho eso?
Pisarco se encogió de hombros.
—¿Y a quién no? Dos barcos perdidos. Tripulaciones que se ahogaron. Cargamentos y naves desaparecidos. Clientes contrariados y ningún beneficio.
—¿Estabas navegando «fuera de plazo» según los términos de tu contrato?
—Por desgracia, sí.
—Así que el banco te reclamó los préstamos.
—Era su derecho.
—¿Discutiste?
—No tenía sentido. No me gustaba, pero eso es lo que ocurre.
—Así que, ¿te resentiste desde el punto de vista económico? Los barcos navegaban con mal tiempo, sin asegurar, de manera que al hundirse, no sólo pierdes los beneficios sino que sabes que tienes que devolver todos los costes al Banco Aurelio. ¿Acabará eso con tu negocio?
—No del todo —respondió Pisarco con melancolía.
—O sea que es un duro golpe… pero, ¿encontrarás el dinero para empezar otra vez? —Él asintió con la cabeza—. ¿Otro préstamo? —pregunté.
—Como es lógico.
—¿De quién, esta vez? ¿Volverás al Aurelio?
Una mirada cautelosa asomó a la cara de Pisarco.
—Podría haber servido. —Así que las pérdidas no necesariamente arruinaban una relación comercial—. Pero oí uno o dos rumores en el Foro esta mañana… quizás intente realizar otro acuerdo. Una organización de familia y amigos. Dos de mis hijos están en el negocio.
—¿De los fletes o de la banca? —inquirió Petro.
—¡Son fleteros! —aclaró Pisarco un poco indignado, como si no considerara la banca como un comercio—. A mis dos hijos les ha ido bien últimamente, por suerte para nosotros. Así es como funciona. Nos ayudamos los unos a los otros.
—En cuyo caso no necesitarás recurrir a un banco —sonreí—. ¿Qué rumores has oído acerca del Caballo Dorado, por cierto?
—No voy a difundir cotilleos —dijo Pisarco.
—Está bien. Dime, hace no mucho tuviste un ligero altercado… sobre tus préstamos, supongo, con Aurelio Crísipo, ¿no?
—No —respondió el fletero—. Es con Lucrio con el que trato cuando necesito crédito.
Me volví a medias hacia Petronio y cruzamos miradas francamente escépticas. Yo le había contado antes de empezar que Pisarco podría ser el hombre que yo había visto discutiendo.
—¿Identificación errónea? —me sugirió Petro. Pisarco frunció el ceño, preguntándose quién había identificado a quién y dónde.
—¡No lo creo! —dije con firmeza.
—El hombre parece terminante.
—Yo también. ¡O sea que definitivamente miente!
Despacio, volví a mirar a Pisarco.
—No juegues con nosotros, señor.
Pisarco dio la impresión de estar preocupado, aunque no se dejó llevar por el pánico. Se limitó a quedarse sentado y esperar a que le contáramos qué estaba pasando. Había algo en él que me atraía. O era un listillo embaucador o era bastante franco. Me di cuenta de que yo esperaba que fuera inocente.
—Te vieron —afirme con rotundidad— en el scriptorium de Crísipo.
Ni siquiera parpadeó.
—Es verdad.
—Bueno, ¿por qué no lo dijiste?
—Tú me preguntaste por el crédito. Mi visita a la tienda de pergaminos no tenía nada que ver con eso.
Respiré profundamente y me rasqué la cabeza con el punzón.
—Creo que es mejor que te expliques… y hazlo bien, por tu propio interés.
Él también se irguió, como hace la gente cuando la conversación gira hacia un tema diferente.
—Tenía algo que discutir… negocios para otra persona.
—¿Nada de banca ni de exportación?
—No. Tampoco de exportación. —Esta vez esperé. Pisarco se fue poniendo colorado de forma gradual. Parecía avergonzado—. Lo siento… no quiero decirlo.
—En verdad creo que deberías —le dije con tranquilidad. Aún me parecía que, a su manera, era honesto—. Sé que estuviste allí, te vi yo mismo. Te vi marchar sumamente ofendido.
—Crísipo se puso difícil; no iba a ayudar a mi… amigo.
—Bueno, sabes lo que ocurrió no mucho después.
—Yo no sé nada —protestó Pisarco, que en ese instante perdió mi inmerecida confianza.
—¡Oh, sí que lo sabes! —Nos lo había dicho. Yo se lo expliqué con detalle, enfadado—: No mucho después de que tuvieras la discusión en nombre de este misterioso «amigo», alguien apaleó hasta la muerte a Aurelio Crísipo en su biblioteca. De manera que tú fuiste una de las últimas personas que lo vieron; y por lo que me han dicho los otros visitantes, tú eres la última persona que sabemos seguro que tenía un desacuerdo con el fallecido.
Pisarco perdió todo el color que inundaba su cara unos minutos antes.
—No sabía que estuviera muerto.
—¡Vaya! ¿De verdad?
—Ésa es la verdad.
—¡Claro, has estado fuera, en Preneste! —dije con sorna, apenas capaz de creerlo.
—Sí; y de forma deliberada no realicé ningún intento de contactar con Crísipo —argumentó Pisarco de forma acalorada—. Estaba enfadado con él, ¡por varias razones!
—Desde luego que lo estabas; te prometió un poeta invitado, ¿no es cierto? Un poeta que luego se negó a ir…
—Él le echó la culpa al poeta —dijo Pisarco, que todavía trataba de mostrarse razonable—. Me sentí ofendido, pero no era precisamente un insulto mortal. ¿Lo iba a matar por eso?
—Quienes han escuchado a ese poeta dirían que saliste bien parado —reconocí en tono de burla. Volví a mi anterior tono adusto—. Esto es muy serio, ¿sabes? ¿Cuál era tu otro motivo de queja, Pisarco? ¿Qué es lo que Crísipo se negó a hacer por tu misterioso «amigo»? ¡Oigámoslo!
Pisarco suspiró. Cuando me contó la verdad, entendí por qué un hombre como él era reacio a admitir esto.
—Es mi hijo —dijo, al tiempo que se removía en el taburete—. El más joven. No quiere seguir a sus hermanos en el mar… y para mantener la paz en la familia yo no se lo discuto. Sabe lo que quiere y se sustenta él mismo tan bien como puede mientras trata de llegar donde quiere estar… No tiene suerte; yo sólo intenté persuadir a Crísipo de que debía echarle una mano al muchacho.
—¿Qué es lo que busca tu hijo? —pregunté intrigado.
Al final, Pisarco lo soltó:
—Quiere ser escritor —nos informó de una manera triste.
Me las arreglé para no reírme. Petronio Longo, menos consciente de los sentimientos de los artistas creativos, soltó una risotada aguda.
En cuanto Pisarco hizo la embarazosa admisión, se relajó un tanto. Aunque todavía estaba avergonzado, dio la impresión de creer que, una vez que eso ya estaba expuesto, podía volver a tratar con nosotros de hombre a hombre.
—Parece ser —le aseguró Petronio Longo con simulada seriedad al tiempo que me daba un golpecito en el costado— que personas normales, totalmente cuerdas, con las que una vez pensaste que podrías salir a beber algo sin ningún problema, de pronto pueden volverse estetas. Uno tiene que limitarse a esperar que encuentren el sentido común y se les pase.
—No le hagas caso al jefe de la investigación —gruñí. Petro necesitaba que alguien lo pusiera en su sitio.
Yo todavía llevaba la iniciativa en este interrogatorio. No le revelaría a Pisarco que también garabateaba poesía. Lo desanimaría del todo. En lugar de eso, con preguntas sencillas conseguí sacarle la verdad de lo que había pasado: el día que yo lo vi por primera vez, había intentado pedir a Crísipo que leyera algo de la obra de su hijo. Menos altruista que yo, Pisarco ya estaba bastante dispuesto en un principio a aflojar los costes de producción, sólo para que su hijo pudiera ver su obra copiada y vendida de manera formal. Pero en ese momento (con sus barcos siniestrados y los préstamos del banco pendientes de pago), Pisarco no podía pagar la enorme suma que Crísipo exigía para la publicación.
—Podría haber conseguido el dinero más adelante, después de vender mis siguientes cargamentos, pero el hecho es que mi hijo no me lo agradecerá. Está decidido a hacer esto por sí mismo. Cuando me calmé, me di cuenta de que era mejor que no me inmiscuyera.
—Tendrá más mérito si lo consigue. ¿Es bueno? —pregunté.
Pisarco se limitó a encogerse de hombros. No lo sabía. La literatura era un misterio para él. Esto no era más que un antojo de su hijo menor con el que había querido ser magnánimo.
En estos momentos, su principal preocupación era librarse de la sospecha.
—Estaba enfadado con Crísipo. Me debía un par de favores después de tantos años haciendo mis operaciones bancarias en el Caballo Dorado, y de todos los intereses que ha obtenido de mí. Pero cuando me dijo que no, me limité a abandonar la idea, Falco. Ésa es la verdad.
—¿Supongo que no le dejarías ningún pergamino a Crísipo? ¿Una muestra de la obra de tu hijo?
—No tenía ninguna. Filomelo vigila las cosas de cerca. Si le hubiera pedido que me dejara algún pergamino se habría dado cuenta que tramaba algo.
—¿Tu hijo se llama Filomelo?
—Sí. El menor, como ya he dicho.
Petronio y yo le agradecimos al orgulloso padre su franqueza; creo que a ambos nos impresionó. Sumamos nuestros educados saludos para su hijo. Al menos uno de nosotros esperaba que al pobre tipo no lo obligaran a trepar por las velas del barco si todo lo que quería era escribir. Quizá tenía talento. Quizá no sólo tenía talento, sino que algún día podría alcanzar el éxito. Su padre se sorprendería. Y por desgracia, habiendo visto cómo funciona el mundo de la literatura, yo también. Era un ámbito en el cual la mediocridad florecía y la genialidad se abandonaba a su suerte con demasiada frecuencia.
Después de que Pisarco se marchara, decidimos dejarlo hasta otro día. Petro y yo habíamos estado en el caso desde primera hora de la mañana cuando se encontró el cadáver bajo el puente de Probo. Le dije que Notócleptes intentaba averiguar quiénes eran los matones que Lucrio utilizaba para los asuntos del banco.
—Ten cuidado, Falco. Esos tipos son traidores.
—Está bien. ¡Si descubro quiénes son dejaré que tú y los chicos discutáis con ellos si por casualidad ahorcaron a un historiador la pasada noche!
—Un bonito trabajo para Sergio —asintió Petronio. Levantó la voz—: ¿Te apetece mezclarlo con cuestiones de deudas?
—¡A mí no, desde luego! —contestó Sergio al instante—. Esos hijos de puta son peligrosos.
Normalmente él no le tenía miedo a nada. Eso era preocupante. Bueno, lo sería si pensara que yo tenía que enredarme con ellos. En lugar de eso, me preparé para algo que la mayoría de la gente no se hubiera pensado dos veces, aunque yo sabía que podía ser arriesgado: me fui a ver a mi madre.
No llegué muy lejos con ese disparatado plan. Helena Justina se me había anticipado. Cuando ya llegaba al edificio de apartamentos de mi madre, me encontré a Helena que salía de allí. Me dirigió una mirada severa.
—¿Le sacaste el tema del rumor sobre Anacrites?
—Por supuesto que no. Y ella tampoco dijo nada sobre el asunto, Marco. Me limité a darle una discreta advertencia sobre los problemas con el Banco Aurelio y le dije que podía hablar contigo si quería consejo.
—Entonces voy a entrar —Helena me lanzó una mirada que me dejó helado. Me quedé fuera—. Está bien… ¿puedo avisar a Maya, al menos? Se encuentra en unas condiciones delicadas y alguien debería decirle que su «amigo» de confianza puede que sea una carroña traicionera e incestuosa.
—No te acerques a ella tampoco. —Helena fue firme.
Uno de los tambaleantes vecinos de mi madre interrumpió mi apático intento de discutir. Solían ser todos decrépitos y este viejo amigo debía de tener alrededor de ochenta años. Calvo y flacucho, era encorvado como una horquilla, aunque con su bastón andaba de manera bastante dinámica.
—Hola joven señora. ¿Éste es el hijo de Junila Tácita? —saludó con voz ronca al tiempo que me agarraba la mano para hacer algo parecido a estrechármela; en realidad fue más bien un temblor.
—Sí, éste es Marco Didio. —Helena sonrió—. Marco, éste es Aristágoras, creo.
—Correcto. Tiene buena memoria… ojala la mía fuera todavía igual. ¡Encantado de conocerte, chico! —Aún temblaba, con mi zarpa atrapada en la suya—. Tu madre es una mujer estupenda —me dijo; a todo esto, estaba claro que no creía que mi madre intimara con su inquilino.
Logramos quitárnoslo de encima, aunque parecía querer pegarse a nosotros. Con la confusión, Helena me distrajo de mi propósito inicial y me llevó con ella en el corto paseo hasta nuestra casa.
—Tengo que hablar contigo de esos pergaminos, Marco.
—A la mierda los pergaminos.
—No seas mezquino. Creo que te va a interesar. Hay algo de lo que me contaste que no encaja.