Oda a un banquero (31 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

—Bien, ¡puedes decirles que me limito a husmear en busca de manchas de sangre! —dije con brusquedad.

De todas formas, empecé a mirar a mí alrededor con más agudeza. El Jano Medio contenía a pequeños grupos de hombres que probablemente parecían más sospechosos de lo que eran. Algunos tenían un matiz extranjero. La mayoría parecían bandas de delincuentes con los que tu madre te habría advertido que no jugaras. Había una pareja que estaba flanqueada por esclavos grandes y feos que probablemente eran guardaespaldas. Todos ellos podrían haber encontrado otros sitios más agradables para discutir las noticias… lugares donde te podías bañar, leer, hacer ejercicio, darte un masaje o comer pastelitos fritos al mismo tiempo que chismorreabas. Reuniéndose en este callejón sin salida, se apartaban de forma consciente en camarilla privada.

Tenía la inconfundible sensación de que había muchos que nos miraban. Me daba la sensación de que sabían por qué estaba allí.

Te pones así, Falco, siempre que tienes un caso entre manos.

—Yo sólo quiero saber qué pasa —insistió Anacrites—. Buscaba a Lucrio, pero se ha escondido. Aunque lo acorrale, se limitará a fingir que todo va bien. Tengo una gran suma en depósito, Falco. ¿Debo moverla?

—Yo no tengo ninguna información de que tu banco tenga problemas, Anacrites.

—¡Me estás diciendo que cambie mi dinero! —¿Por qué se molestaba en preguntar si no estaba dispuesto a escuchar? El hombre se dio una vez un tremendo golpe en la cabeza y, en lo que concernía a su dinero, cada vez estaba más histérico. Como yo nunca había dispuesto de mucho, el pánico financiero no me dominaba.

—Haz lo que creas que es mejor, Anacrites.

Lanzó una última mirada desesperada a su alrededor y se marchó de estampida, decidido a una acción precipitada de algún tipo. Todo el mundo sabía quién era Anacrites. A este ritmo, su agitación sí que iniciaría una carrera en el Banco Aurelio. Durante un instante de delirio, especulé que yo, sólo con interrogar sobre unas cuantas cuestiones con muy poco tacto, aún iba a provocar un desastre financiero en todo el Imperio.

Anacrites apenas había desaparecido cuando divisé al liberto, enzarzado en una acalorada discusión, sólo a unos pocos metros de mí. Me vio y consiguió salir de ella. La otra persona se fue, con cara de infeliz. Creí que me devolvía una mirada, casi como alguien a quien le hervía la sangre ante la fuente de sus problemas. (Yo ya había visto bastantes de ésos como para reconocer la mirada y comprobar que tenía mi daga guardada en la bota.) Lucrio recobró la compostura de inmediato. ¿Sería el resultado de la práctica habitual?

—Didio Falco. —A menos que mi imaginación estuviera bajo demasiada tensión, me iba llevando con delicadeza hacia un lugar donde nadie podía oírnos.

—Lucrio, me temo que traigo tristes noticias. Dime, ¿un contrato de préstamo se termina cuando uno de vuestros deudores muere?

—¡Ni por asomo! Reclamamos al Estado.

—¿Por qué no me sorprende?

—¿Cuál de nuestros clientes está muerto? —preguntó, haciendo que pareciera mera curiosidad.

—El pobre Avieno, el historiador.

—¡Por Zeus! Si era muy joven. ¿Qué le pasó? —Preguntó con los ojos como platos y sobresaltado (en apariencia), mirándome fijamente.

—Suicidio.

—¡Ah! —Lucrio dejó de hacer preguntas de inmediato. Apuesto a que no era el primer moroso abrumado que había tomado esa desesperada ruta de escape.

—No te culpes —le dije, falso como si yo mismo fuera un hombre de negocios. (¿Seguro que no era una coincidencia que a los banqueros les gustara congregarse en un sitio con el nombre de Jano?)—. Al parecer, había respaldado ese préstamo suyo con la casa de su vieja madre. Quedará destrozada al perder las dos cosas: su hijo y su casa… pero me atrevería a decir que es totalmente imposible que el banco le perdone la deuda, ¿no?

En ese momento Lucrio me sorprendió.

—El contrato ya se había roto, Falco.

—¿Buen corazón? ¿Se saca algún provecho de esa actitud? —dije con guasa.

—No; Avieno había saldado la deuda.

Me quedé asombrado. No podía creerlo. Recordé lo que Lucrio me había contado previamente. Si Avieno había pagado, es que había conseguido el dinero mediante otro préstamo. Así que, cuando éste venciera, otro nuevo prestamista perseguiría a su madre viuda.

—¿Sabes quién le dio otro préstamo?

—Él sostenía —dijo Lucrio con aire pensativo— que no había otro préstamo que lo cubriera. Se limitó a sacar el dinero. ¡No protestamos por eso! Le debió caer llovido del cielo, ¿no?

—¿Tuviste —pregunté— unas palabras sucintas y personales con él antes de que pagara?

—Con regularidad. —Lucrio supo que yo sugería que había hecho uso de amenazas—. Muy tranquilas y calmadas. De lo más profesional. Espero, Falco, que no estés calumniando mis métodos de hacer negocios mediante la insinuación de tácticas duras.

—¿No utilizas matones?

—No está permitido —me aseguró con suavidad—. Según la ley, en Roma, pedir a un tercero que cobre las deudas, cuenta como si le pasaras el préstamo. Nosotros mantenemos los nuestros en familia. Por otro lado, preferimos tratar sólo con aquellos que conocemos y de los que podemos confiar que paguen.

—Aun así, Avieno tenía grandes dificultades con su deuda.

—Dificultades pasajeras. Pagó. Eso demuestra lo que digo. Era un miembro de nuestro círculo muy valorado —dijo el liberto con descaro—. Nos apena mucho perderlo como cliente.

Con eso ya tuve bastante. Estaba convencido de que este necio mentiroso envió a Avieno a la muerte.

Me fui a ver a Notócleptes. Estaba de nuevo en su barbería. Yo empezaba a pensar que se quedaba a pasar la noche y dormía en la silla. Le ahorraría pagar el alquiler. Eso le gustaría.

El barbero tenía dos clientes esperando o sea que, a la manera tradicional de su negocio, se lo tomaba con más calma. Notócleptes me llevó a un lado y dejó la silla a otro hombre.

—¿Has oído —le pregunté en voz baja— que un cliente del Banco Aurelio se suicidó de forma bastante extraña en el puente de Probo?

—Corría el rumor en el Foro a primera hora de la mañana. —Notócleptes sonrió de una triste manera egipcia—. Suicidio, ¿no? En la banca griega se aplican unas tradiciones muy antiguas, Falco.

—¡Es lo que parece! Tú me previniste contra Lucrio. Tuve la impresión de que lo consideras peligroso. ¿Alguna vez haría uso de matones?

—Por supuesto que sí. —Por una vez, Notócleptes le hizo señas a su barbero para que se retirara y nos dejara hablar en privado.

—Me hizo creer que era prácticamente ilegal.

—Es que prácticamente lo es. —Notócleptes estaba tan calmado, que me pregunté si él también usaba matones. No se lo pregunté.

—¡De acuerdo! Yo quiero decir de los violentos de verdad.

—Él los llamaría «firmes», Falco.

—¿Tan firmes que estarían dispuestos a convertir a clientes morosos en horrendos ejemplos?

—¡Oh!, ningún banquero hace daño nunca a los clientes morosos —me recriminó Notócleptes—. Quiere que vuelvan y que paguen.

Lo convencí para que me hablara de manera más general acerca de cómo trabajaban los banqueros, o al menos, los banqueros griegos. Notócleptes me describió un panorama del secretismo ateniense, que a menudo implicaba la evasión de impuestos, la economía sumergida y ocultar la verdadera riqueza de la élite. Tal como él lo veía (a su manera egipcia, con pretensiones de superioridad moral), sus rivales tenían conocidas relaciones a través de una estrecha red de conexiones con clientes a quienes trataban casi como a miembros de la familia. Gran parte de lo que sabía salió a la luz a raíz de juicios por fraude, lo que ya era significativo en sí mismo.

—Por supuesto, el mayor escándalo habido nunca fue el del incendio del Opistodomo: los Tesoreros de Atenea tenían un acuerdo clandestino por el cual prestaban fondos sagrados a banqueros de manera ilegal. Planeaban utilizar el dinero «prestado» para sacar enormes beneficios. No se dieron cuenta de que el rendimiento esperado no podía reponer el capital y, para ocultar el fraude, el Opistodomo, donde se suponía que estaba el dinero seguro e intacto, se quemó. Metieron a los sacerdotes en la cárcel por eso.

—¿Y los banqueros?

Notócleptes se encogió de hombros y sonrió.

—Supongo que a los banqueros no se les puede culpar del todo, Notócleptes. Los sacerdotes decidieron robar los fondos y aprovecharse de la confidencialidad bancaria para ocultar su propia malversación del tesoro sagrado.

—Eso es, Falco. Y los pobres banqueros eran inocentes, engañados por el respeto hacia sus religiosos clientes.

Me reí.

—¿Alguna vez el Aurelio ha cometido algún error?

—¡Sería una calumnia decir eso!

—¿Dirías entonces —pregunté— que el Aurelio no oculta nada?

Notócleptes casi no hizo pausa ninguna.

—Una vez tuvo mala reputación; Lisa y Crísipo empezaron aquí como sanguijuelas explotadoras de viejos créditos, en esencia. Se hablaba de eso. Lucrio, en general, está considerado como duro pero honesto.

—¿Cómo de duro?

—Demasiado duro. Pero si Lucrio está detrás de esta muerte en el puente de Probo, si en realidad quiere hacer público que ha manejado con dureza a un cliente, entonces se ha salido bien fuera de la práctica habitual. Su razón debe de ser especial, también. Notócleptes me estaba llevando a alguna parte.

—¿Qué significa esa críptica declaración?

—Hay un curioso rumor de que el «suicida» había realizado amenazas contra el banco.

—¿Qué amenazas?

Eso era todo lo que Notócleptes estaba dispuesto a decirme. Quizás era todo lo que sabía. No estaba al tanto de qué matones contrataba el Banco Aurelio (parece ser que había especialistas en cobrar deudas en abundancia), pero pensaba que me lo podría averiguar. Prometió avisarme tan pronto como fuera posible; luego se escabulló de vuelta a la silla de barbero.

Tenía un amargo sabor de boca mientras caminaba de vuelta a través del Foro. Fui a los baños, ya que estaba en la zona. En el gimnasio, Glauco comentó que realizaba el ejercicio de entrenamiento como si le quisiera romper el cuello a alguien. Y que esperaba que no fuera el suyo. Cuando le dije que no, que era el de un banquero, bajó la voz y me preguntó si podía confirmar que uno de los grandes tomadores de depósitos estaba a punto de liquidar. Glauco había oído de sus clientes que los que estaban enterados retiraban sus depósitos y enterraban su dinero en las esquinas de los campos.

Dije que eso ayudaría a los ladrones, ¿no? Y, ¿sabía él en qué campos?

Su preocupación era genuina. Después de relajar los músculos, me decidí por una comida temprana en casa. Bordeé el Palatino, caminando por terreno llano siempre que era posible; Glauco sabía cómo castigarme por insolente. Rodeé el final del Circo tambaleándome y luego subí despacio la cuesta del Clivus Publicius.

Hacía semanas que no había estado en casa de Crísipo. Me gustaba no perder de vista los escenarios de las muertes no resueltas. Y todavía era bastante pronto como para reaparecer en la plaza de la Fuente, así que, siguiendo un impulso, entré en la casa. Como era habitual, el esclavo de la puerta se limitó a asentir con la cabeza cuando me vio entrar. Me conocería y sabría que me estaba permitido tomar prestada la biblioteca de latín. No obstante, había venido sin cita previa y, una vez dentro, podría haber vagado por todas partes.

Sin una idea clara de lo que quería, atravesé el pequeño vestíbulo y entré en la biblioteca que había utilizado como habitación para los interrogatorios. Durante un momento me quedé de pie, empapándome en la atmósfera. Luego, oí un leve ruido y crucé la habitación hacia la mampara que dividía las estancias y que, en estos momentos, estaba cerrada; la abrí de manera que quedara sólo el espacio suficiente para poder mirar y examinar la sección griega. Me quedé asombrado de ver a Paso. Pensaba que todos los vigiles habían sido retirados de este caso. (¿Quería Petronio a alguien que me espiara a mí?)

Paso estaba sentado ante una mesa leyendo con atención. Mi estómago vacío debió de soltar un gorgoteo, porque levantó la vista y se ruborizó de una manera bastante culpable.

—¡Paso!

—Me has sobresaltado, Falco. El jefe me recordó que debía catalogar estos pergaminos para ti.

¡Por todos los dioses! Me había olvidado de ello.

—Gracias. ¿Has encontrado algo? Se te veía totalmente absorto.

Sonrió con timidez.

—Debo confesar que empecé a leer uno y me pareció interesante.

—¿Cuál es esa gran obra de la literatura?

—Ah, parece que se llama
Gondomon, rey de Traxímene
, es sólo un relato de aventuras.

—¿Quién lo escribió?

—Bueno, es lo que estoy luchando por descubrir —me dijo Paso—. He ordenado la mayoría de los rollos, pero me quedan unos cuantos que están muy destrozados y liados. Los he tenido que reconstruir y todavía no he encontrado las páginas con los títulos de los dos últimos. Quizá los arrancaron durante la pelea.

Tenía el aire furtivo de un lector que se ha enganchado completamente; casi no podía soportar dejar la lechera para hablar conmigo. En cuanto yo me fuera, volvería a sumergirse en el emocionante pergamino. El sueño de todo autor.

A la vez que sonreía, volví a cruzar el vestíbulo sin hacer ruido. Allí me esperaba una segunda sorpresa, una que parecía mucho más importante. Venir aquí como visitante inesperado estaba claro que había valido la pena: en la zona de la recepción principal dos mujeres se estaban despidiendo una de otra y se abrazaron como hermanas. Una tenía un ligero aire de cautela, aunque permitió que su efusiva compañera la besara, y ella también devolvió el saludo de la manera más natural.

Lo cual era extraño, porque las mujeres eran Vibia Merula y Lisa, la mujer que, supuestamente, ella desbancó de la cama de matrimonio de Crísipo. Hice una rápida elección entre ellas. Ambas eran astutas, pero una tenía más experiencia. Siempre me gusta que mis desafíos sean lo más difíciles posible. Cuando la silla de manos cubierta de Lisa dejó la casa y Vibia desapareció escaleras arriba, salí corriendo para seguir a Lisa.

XXXVII

La vieja había salido otra vez con la compra, exponiéndose de nuevo a que los ladrones la tiraran al suelo; mientras ella andaba dando tumbos de manera imprecisa, tuve que dar unas vueltas a su alrededor. Alcancé a mi presa casi al pie del Clivus. Llamar a Lisa por su nombre mientras corría calle abajo convenció a los porteadores de la silla de manos de que era un conocido que no entrañaba ningún peligro y dejaron su carga en el suelo para que pudiera hablar con ella. Aparté la cortina de modestia y me asomé hacia dentro por la portezuela.

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