Oda a un banquero (30 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

—Mario todavía teme que no estés de acuerdo.

Maya estaba aún muy tranquila.

—Vendré, le echaré un vistazo al perro y se lo diré.

—Bien. Es muy mono; siempre lo son… ¿Cómo van las cosas con papá?

Al pisar terreno neutral, se le iluminó la cara un poco.

—Estoy cogiendo el tranquilo a lo que es necesario hacer. De hecho, me gusta bastante el trabajo. Él detesta explicarme nada, pero me interesan las antigüedades.

—¡Ja! Pronto estarás dirigiendo todo el negocio.

—Ya veremos.

Cuando me levanté para irme, Maya se quedó donde estaba, plácidamente reclinada, igual que lo había estado con Anacrites. Una pulcra y compacta mujer con una corona de rizos naturales y una tozudez igual de natural. Como había estado tanto tiempo abandonada a sus propios recursos mientras Famia le daba a la bebida, había desarrollado en su propia casa una actitud poderosa e independiente. Nadie le decía a Maya lo que debía hacer. También había crecido acostumbrada a decidir por sí misma.

Esa noche, había asimismo una quietud en ella que me resultó ominosa. Sin embargo yo, como cabeza de familia masculino, me aseguré de agacharme sobre ella y darle un beso de buenas noches. Ella me lo permitió… aunque, como la mayoría de mis parientes femeninas cuando se las trata con una formalidad no acostumbrada, apenas pareció darse cuenta.

XXXV

Por la mañana, justo después del desayuno, Petronio me llamó con un silbido. Yo estaba a medio susurrarle a Helena algo sobre Maya y Anacrites; Mario, que había pasado la noche en el suelo del salón, se había llevado su tazón de fruta cortada al dormitorio para comprobar cómo estaba el cachorro.

—El espía está justo ahí, detrás de ella. Maya parece consentirlo.

—¿Qué pasa con Anacrites? —preguntó Helena, manteniendo la calma.

—Está actuando con sigilo; da la impresión de que no está seguro de que su suerte vaya a durar —me quejé con amargura.

—Déjalo; no durará. —Helena parecía mucho menos preocupada que yo—. Maya necesita adaptarse. Nunca se quedará con el primer hombre que le muestre algún interés.

Petronio había perdido la esperanza de llamar mi atención. Subió y se quedó escuchando, como si esperara meterse en la conversación. Algo pasaba; para entonces yo ya estaba de pie, atándome una bota.

—Maya no será una presa fácil para nadie. ¡Marco, escucha —insistió Helena—, no la empujes hacia él!

Yo me sacudí, librándome de las preocupaciones.

—Petro, ¿a qué viene este alboroto?

—Informe de un cadáver, posible suicidio. Colgando del puente de Probo.

—Alguna persona de familia pobre, sin duda… ¿Me interesa? —Todavía con los nervios de punta a causa de mi ira por Anacrites, disfruté con la esperanza de que fuera él el que estaba colgado.

Petro asintió.

—Te pago para que te involucres totalmente, Falco. El cadáver podría ser de uno de los autores del caso de Crísipo.

Caminamos hacia el río a un paso regular. Los muertos esperan. Era una hora temprana, en la que parecía natural pasear en silencio. De otro modo, habría pensado que Lucio Petronio estaba preocupado.

Cualquier otro puente de Roma hubiera estado fuera de la competencia de la Cohorte IV. Éramos afortunados, si te molestabas en verlo de esa manera.

Los límites del Sector XIII llegaban al Tíber justo por debajo de la Puerta Trigémina, que era el camino por el que nos aproximamos desde el Aventino; el Probo estaba situado justo al sur de allí. Era uno de los sitios preferidos por los suicidas, al lado del gran muelle llamado el Embarcadero de Mármol y cerca del bullicio del Emporio.

Al otro lado del río se podía ver la Trastévere, el sector sin ley donde sólo se aventuraban a entrar los valientes. Desde el otro lado del puente, se acercaban a nosotros, vestidos de rojo, unos miembros de la Cohorte VII, en cuya jurisdicción se hallaba esa zona. Su cuartel estaba situado no muy lejos de este puente. También se veía a Fúsculo que caminaba hacia ellos; su corpulenta figura era inconfundible.

—¿Un enfrentamiento? —le pregunté a Petro.

—Estoy seguro de que la Séptima lo verá a nuestro modo.

—¿Están buscando trabajo?

—No… pero si les da la impresión de que tenemos interés en este caso, lo discutirán sólo para causar problemas.

—¿Dónde está la línea divisoria entre las Cohortes?

—De manera oficial, a mitad de camino entre los dos lados del río.

—¿Dónde se encontró el cadáver?

—Oh, más o menos a mitad de camino —contestó Petronio, sarcástico.

—¡Ya veo que ha venido andando hasta este lado! —Los hombres de Petro se apiñaban en el extremo del puente que daba al Sector XIII—. Supongo que, por lo general, si la corriente arrastra a un saltador abotagado hacia la orilla, en el tramo del Emporio, ¿intentaríais empujar el cadáver con un remo hasta que fuera a parar al otro lado y la Cohorte VII se tuviera que encargar de él?

—Qué espantosa sugerencia, Falco. —Era cierto, no obstante.

Los de la VII debían de estar hartos de sacar del agua a gente que salía a flote, porque cuando Petronio y yo llegamos propiamente al escenario, ya se alejaban. Fúsculo empezó a caminar de vuelta hacia nosotros con una sonrisa. No hice ningún comentario sobre estas delicadas cuestiones.

En estos momentos, el cuerpo estaba tendido sobre el puente. Un grupo de vigiles se agrupaban a su alrededor con indiferencia. Uno de ellos todavía se estaba comiendo el desayuno, media empanada de aspecto grasoso.

—¿Qué tenemos? —preguntó Petronio. Miró al hombre que estaba comiendo, el cual, en lugar de darse cuenta de la reprobación, le ofreció un bocado. Petro le quitó la empanada. Yo supuse que estaba confiscada; al minuto siguiente le había hincado el diente y se la pasaba a Fúsculo, al tiempo que se quitaba las migas de la barbilla. Como yo era un informante, se aseguraron de que no quedara nada cuando me tocó el turno… pero se disculparon. Eran unos tipos simpáticos.

Los vigiles discutían el suceso con Petro en su lacónico código propio.

—Suicidio.

—¿Un saltador?

—Se ahorcó.

—¿Así de claro?

—No, jefe; lo hizo de una manera muy evidente.

—¿Demasiado evidente?

—Estaba colgando de una soga enganchada en una ménsula. Nosotros sólo somos simples vigiles. Por supuesto llegamos a la conclusión más obvia. Eso para nosotros significa que se ahorcó.

—¿Nota de suicidio?

—No.

Petronio gruñó.

—Me dijeron algo sobre una pista para la identificación.

—Había correspondencia en una bolsa que llevaba atada al cinturón. Dirigida a Avieno. Ése es uno de los nombres del asunto de Crísipo.

—Es un escritor, en ese caso podría habernos escrito una nota —se burló Petro.

Yo también sabía practicar el humor negro:

—Avieno no era bueno con las fechas límite.

—Bueno, uno menos en nuestra lista de sospechosos —contestó Petro.

—¿Crees que se mató a causa de algún sentimiento de culpabilidad después de asesinar a Crísipo? —me pregunté.

Entonces Fúsculo empezó a reírse. Los vigiles querían comunicar una cosa más sensacionalista.

—No, ¡es más que eso! Es el primer suicida que he visto que trepa por debajo de un puente, cuando la mayoría de gente desesperada salta desde arriba. Además, no sólo se ató a la piedra en una posición muy difícil, sino que amarró a su cuerpo una sólida pila de tejas. Podría ser por si acaso le faltaba el valor y de pronto quería trepar otra vez hasta arriba.

—¡Oh, no! —masculló uno de los otros.

Los hombres se hicieron a un lado. Petro y yo nos acercamos al cadáver. Sí que era Avieno; lo identifiqué de manera oficial. Ese cuerpo flaco y la cara nariguda eran suyos sin lugar a dudas. Vestía de negro como la otra vez, la tela de su túnica se arrugaba en incómodos pliegues.

Habían cortado la cuerda que rodeaba su garganta como una atención, por si empezaba a boquear de vuelta a la vida. Por regla general, los vigiles hacían eso con los cuerpos de los ahorcados; creo que les hacía sentirse mejor. En este caso era inútil. Avieno ya hacía algunas horas que estaba muerto cuando lo encontró un carretero al alba.

—¿Cómo lo vio aquí el conductor?

—Había bajado del carro para echar una meada desde el borde del puente.

—¡Se le debieron quitar las ganas al darse cuenta de que había un cadáver! ¿Vio a alguien más merodeando por allí?

—No. Le tomamos declaración y lo dejamos marchar.

La soga era un viejo trozo de cuerda náutica hecha con pelo de cabra enrollado, todavía manchada de brea en algunos sitios. Parecía como si la hubieran encontrado a mano, tirada en algún muelle. Los suicidas, según mi experiencia, se presentan al lugar que han elegido con todo lo que necesitan.

Ya había visto suicidios por ahorcamiento antes y los resultados de éste, hasta cierto punto, parecían los esperables. Esto es, aparte de dos grandes fardos de tejas curvas secadas al sol que estaban atados a su cuerpo con correas. Las habían empaquetado juntas en forma de una doble alforja que, dijo Fúsculo, se le había colocado por encima de la cabeza y sobre los hombros con dos cuerdas, y luego otros ramales anudaban cada uno de los lados a la cintura. Debió de llevar un buen rato organizado. De todas formas, hay suicidas que se pasan horas preparándose de manera ceremoniosa.

—¿Alguna vez has levantado una de éstas? —preguntó Fúsculo señalando las tejas.

—Pesan un poco —asentí. Si cae desde la altura suficiente, una de ésas puede matar a una persona. Muchas columnas vertebrales habían quedado dañadas para siempre a base de levantar los capachos de los que tejan.

—¿Qué piensas?

—Éste es de los extraños, sí señor. Si no piensas demasiado en ello, parece como si quisiera cerciorarse de que caería como era debido… asegurándose de que el peso lo arrastraría hacia abajo cuando saltara y así la cuerda le partiría el cuello.

Petronio intentó mover la cabeza del historiador para comprobar si tenía el cuello roto, pero el cuerpo ya estaba rígido.

—Ve a buscar a Escitax para que examine eso, ¿quieres? —Escitax era el médico de la cohorte. Reconocía tanto a heridos como a muertos, remediando lo que podía. Era de naturaleza adusta y, a mí parecer, les tenía más cariño a los fallecidos—. Algunas veces hay ahorcamientos que fallan; Avieno habría querido asegurarse, así que optó por tomar elaboradas precauciones.

—Sin embargo —dije, mientras me inclinaba por encima de la baja pared para ver el lugar de la muerte—, no pudo trepar con facilidad hasta esta baranda con todo ese peso encima.

—Las personas desesperadas a veces lo asombran a uno. ¿Sería del todo imposible? —preguntó Petro.

—Para aparecer donde lo encontramos —respondió Fúsculo—, tuvo que salir primero por allí, aferrarse de alguna manera, sin un verdadero punto de apoyo para los pies y, además, tener las manos libres para poder atarse la cuerda.

—¿Quieres bajar tú y hacer una demostración?

—¡No, gracias! No se puede alcanzar bien el punto donde se ató si antes no has trepado a la baranda. No obstante, una vez hubiera subido, atar la soga a la ménsula nunca habría sido viable con tanto peso encima.

—¿Así que tuvo ayuda de alguien? —sugirió Petro.

—Ayuda… tanto si la quería como si no —asentí con gravedad.

Asesinado, entonces.

Me arrodillé al lado del cadáver y percibí una leve marca en su frente, posiblemente un moretón que había dejado un golpe fulminante.

—Haz que corra la voz de que lo hemos considerado suicidio.

Todos asintieron con la cabeza.

—¿Qué pasa con la correspondencia?

Fúsculo me pasó un documento. Era una carta para Avieno de su madre, obviamente una anciana y débil viuda, preocupada por lo que pasaría con la propiedad donde vivía. Tenía miedo de perder su casa. Yo le había preguntado a Lucrio qué garantía había ofrecido Avieno para su préstamo del banco, pero Lucrio no me había informado. Eso me dio la respuesta.

No había nada más que pudiéramos hacer. Petronio se ocupó de los preparativos para que retiraran el cadáver. Alguien tendría que ir y contarle a la vieja señora que a partir de ese momento todavía tenía más preocupaciones.

—¿Por qué lo colgaron? —pregunté, aún desconcertado—. Uno podía haberse asegurado de matarlo de una manera igual de convincente atándolo a los pesos, tirándolo y dejando que se hundiera hasta el fondo. Eso también podría parecer un suicidio muy claro.

—Alguien quería asegurarse de que el cadáver quedara visible —decidió Petro—. Querían que lo encontraran… pronto.

—Y algo peor. —Lo consideré con detenimiento—. Querían que se hablara sobre el suceso. Lo que le ha pasado a él es una advertencia para otros.

—Una advertencia… ¿de quien, Falco?

Yo veía una posibilidad. Me parecía que todavía íbamos a descubrir otra curiosa costumbre del mundo de la banca… aunque, si éste era el castigo tradicional para los morosos o una respuesta a una amenaza más seria para la solvencia, eso yo no lo sabía.

Me fui a ver a Lucrio.

XXXVI

El Jano Medio es un corredor de extremos abiertos que hay al final del Pórtico de Emilio. Allí era donde Anacrites me había dicho que se encontraría con el liberto si tenía que hablar de negocios. Fue una suerte que, de los dos, al primero que reconociera no fuera a Lucrio, sino al mismo Anacrites.

—¿No tienes una oficina para conspirar allí? —le pregunté, de la forma más suave posible—. Pareces estar dondequiera que voy estos días.

—¡Falco! —Si me hubiera llamado Marco, creo que lo hubiese estrangulado. «Confía en él para evitar represalias», me dije. Esa era una de sus irritantes virtudes—. ¡Me alegro de verte!

—El sentimiento no es mutuo.

—Escucha. —Parecía preocupado. Bien—. Corren rumores desagradables sobre el Banco Aurelio.

—¿Qué rumores? —pregunté, intrigado en contra de mi voluntad—. ¿El Caballo Dorado de pronto se tambalea?

—Provocado por tus investigaciones, según parece. Tú y Camilo habéis estado haciendo preguntas a los clientes; la gente está perdiendo la confianza. A raíz del trabajo que hicimos tú y yo, tienes una reputación.

—¿El Censo? ¡Nuestra fama como perros de presa fiscales nunca fue tan extensa!

Anacrites ignoró mi desdén.

—La gente piensa que has traído a un especialista porque la muerte de Crísipo debe de estar relacionada con problemas en este banco.

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