—Una guirnalda de Vertumno. Es su festival, ¿sabes?
Maya se rió a voz en cuello.
—¡Oh, no me digas que me toca a mí que Lucio Petronio, el rey de la seducción del Aventino, me acorrale en una esquina y me engatuse para pasar una noche de diversión festiva! —Maya era mi hermana favorita y un modelo de casta maternidad romana, pero me dio la impresión de que si no hubiera intención por parte de Petro, sería ella quien se plantearía acorralarlo a él. La insinuación era flagrante. Él debía haber pensado lo mismo.
—No hables así —suplicó Petro en un tono extraño—, Maya Favonia, vas a romperme el corazón.
—¡Lo dices en serio! —Maya pareció sorprendida. No tanto como yo.
—No quiero ser una diversión pasajera —alardeó. Menudo farsante.
—Entonces no te preguntaré qué es lo que quieres. —Algo sucedía, algo suficientemente intrigante como para impedirme intervenir con una picaresca broma—. ¿Y bien? —preguntó Maya.
Entonces Petronio contestó en un tono formal, de un modo grave.
—Estoy reconstruyendo mi apartamento. Quiero comprar unas macetas nuevas y plantas para poner en el balcón…
Maya se rió de nuevo, más tranquila esta vez.
—¡Mi querido Lucio, o sea que así es como lo haces! Primero murmuras, «¡No me toques, soy demasiado honorable!», y luego hablas de plantas en macetas.
Petronio continuó con paciencia, como si ella no le hubiera interrumpido.
—Parece que tienen buen material en ese tenderete que hay bajo el precipicio. ¿Vendrás a ayudarme a escoger?
Hubo una pausa. Entonces Maya dijo de pronto:
—Buena idea. Me gusta esa tienda. Vi que vendían regaderas. Las sumerges en un cubo de agua y puedes rociar tus plantas favoritas con una suave lluvia… —se interrumpió; parecía nostálgica y recordó que ya no se podía permitir más lujos.
—Déjame que te compre una —se ofreció Petronio.
—Espera ahí —dijo Maya con alborozo.
Mi hermana asomó la cabeza por la puerta y me sonrió con alegría. Alrededor de su cuello, llevaba una ridícula guirnalda de hojas, ramitas y frutas. Me negué a hacer ningún comentario al respecto.
—Me voy de compras con un amigo a por diversos artículos de horticultura —me dijo de una manera dulce e intrascendente. A mí también me gustaba mucho la jardinería, pero no se ofreció a incluirme—. Puedes terminarte la leche. Asegúrale de cerrar la puerta cuando te vayas, por favor.
Me sentí como si Anacrites no fuera la única persona a la que mi hermana Maya había dejado plantada ese día.
Me fui a casa a través de las calles llenas de juerguistas un tanto amenazadores que se preparaban para los festivales de Vertumno y Diana. Había gente que salía de un salto de detrás de las columnas, vestidos con pieles de animales. Noté un débil olor a humo… quizá fuera pelaje chamuscado. Otros tenían arcos y flechas y apuntaban a los desafortunados transeúntes. En el Aventino, a nadie le hacía falta la luz de la luna para comportarse como un loco. Unos mimos desagradables actuaban con cuernos, mientras que había fálicos dioses de jardín por todas partes. Los montículos de follaje hacían los callejones intransitables, los mercaderes ambulantes vendían bandejas de refrigerios solidificados y la bebida se consumía en cantidades fabulosas. Cuando los dos alegres festivales se encontraban, los grupos rivales se aprestaban para una buena pelea. Era hora de ponerse a cubierto fuera del peligro.
De vuelta a casa, le conté a Helena que mi hermana, con todo descaro, se apoyaba en mi amigo y que él la animaba.
—Dioses benditos. Nunca pensé que vería a Maya y a Petronio besuquearse sobre un helecho de balcón y una regadera.
—Entonces no mires —se burló Helena al tiempo que mordía la punta de una pluma. Tenía un códice abierto sobre su rodilla, un recipiente doble con tinta roja y negra y estaba poniendo al día nuestra contabilidad.
—Tú, querido sentimental, no le des importancia. Quizás esta noche se diviertan con los semilleros, pero mañana será otro día.
—Suena como una de esas chicas tontas de los romances que intenta consolarse. —Me procuré una jarra de vino y un buen pergamino para leer. Al sujetar la varilla del rollo y tirar de las primeras columnas de palabras sobre el papiro ligeramente amarillo, unas vaharadas de olor a tinta de escribir y a aceite de cedro me asaltaron con nostalgia.
Helena Justina se cruzó de brazos y no dijo nada durante un buen rato, tal como hacía cuando dejaba deambular su imaginación. Yo detuve mi lectura y la observé. Nuestras miradas se encontraron; unos ojos castaño oscuro, inteligentes, turbadoramente profundos con amor y otros misterios.
Le sonreí, mostrándole mi propia y honesta devoción, y luego me sumergí de nuevo en el pergamino. Con mujeres reservadas e imaginativas uno nunca sabía las sorpresas que ingeniarían.
LINDSEY DAVIS, nació en Birmingham en 1949 y estudió Literatura inglesa en Oxford, aunque como la arqueología le había fascinado siempre, estuvo a punto de estudiar historia. Una de sus novelas románticas fue finalista en 1985 del Premio Georgette Heyer, lo que le animó a desechar cualquier posibilidad de buscar un trabajo más convencional y apostarlo todo para convertirse en escritora. Le llevó tres años. Sobrevivió gracias al programa gubernamental de subsidios para los emprendedores. Fue cocinera de una empresa de asesores fiscales. Le sigue divirtiendo mucho investigar, documentarse y buscar el detalle histórico que aporta colorido a la ambientación de la época. Le divierten los rasgos de humor que se manifiestan en la Roma imperial del Siglo I d. C. y que aspira a transmitir al lector en sus novelas. Su más célebre creación es el investigador privado Marco Didio Falco, del que ya lleva escritas veinte novelas.