—Ya vendré yo a buscarlo.
—Debe venir en persona, Falco. Es el procedimiento habitual —gruñó Lucrio. ¡Qué prudente! No querían que los hijos malvados les robaran a sus pobres y ancianas madres.
Yo no había perdido de vista a los demás. La concurrencia ya había tenido tiempo de disiparse; en estos momentos esperaban una segunda ronda de la bandeja de bebidas. Era hora de que los molestara diciendo que ya estaba bien.
—Gracias a todo el mundo. Y ahora, ¿podríais volver a vuestros asientos, por favor?
Entonces pasé unos minutos consultando con el jefe de camareros y me aseguré de que me veían tomar notas de lo que me decía.
—Perdonad la espera. Por cierto, eso era una pequeña prueba que he hecho. Cuando Crísipo murió, sabemos que su asesino se paró fuera en el vestíbulo y se llevó un pastel de ortiga de su bandeja de la comida. —La gente se movió intranquila, los más listos ya empezaban a entenderlo—. Como ya habréis observado, hoy las bandejas eran bastante grandes. Colocamos los bocados más caros y sabrosos alrededor del borde, fáciles de alcanzar, mientras que en el centro, donde teníais que estirar el brazo para llegar, estaban las porciones de tarta de ortiga. Acabo de comprobar quién tomó de esa tarta.
—¡Oh, por favor! —Lisa estaba completamente furiosa—. ¡No intentarás usar esa especie de prueba para acusar a nadie!
Sonreí.
—Sería difícil. Sé lo mal que se iba a tomar eso Marponio, el juez de homicidios, y el desprecio con que lo vería un abogado defensor. ¡De todos modos —añadí en un tono desenfadado—, si el pastel fuera suficiente para condenar a alguien, por la cantidad de trozos que se zampó, tendría que arrestar al jefe investigador Lucio Petronio!
Petro simuló estar avergonzado. A propósito, le pasé la lista de quién más había comido de esa tarta. La leyó, sin cambiar de expresión, mientras yo continuaba.
—Bueno Turio, hiciste una sorprendente confesión —lo critiqué—. Me pregunto por qué lo hiciste.
Turio había permanecido encorvado en su asiento durante el descanso, sin compartir el refrigerio. En estos momentos se puso rojo de dolor. Se arrepentía profundamente de su arrebato. Era un idiota, y le estaría bien empleado que lo arrestara, pero yo estaba convencido que los culpables de la muerte del historiador eran los matones del banco.
—¿Te ayudó alguien en este presunto asesinato?
—No.
Una vez más, lo arrastré hacia el centro de la habitación. Costaba poco. Ahí de pie, agachó la cabeza e intentó eludir mi mirada.
—¿Tú eres fuerte, Turio? ¿Pudo un hombre enfermizo, él solo, haber dejado inconsciente a Avieno, empujarlo por encima de la baranda y sostenerlo allí mientras le hacía pasar la cabeza por una soga?
—Yo…
—Supongamos que lo mataste, Turio. ¿Cuál fue tu móvil? ¿Avieno se negó a presionar a Crísipo para que le diera más dinero? Es posible. ¿Así que lo mataste para tomar el relevo como único chantajista? En algún momento se te debió efectuar algún pago, eso explicaría tus elaboradas vestimentas, ¿no, Turio? —No dijo nada, quizá de esta forma confirmaba que había recibido dinero—. Pero para presionar de forma directa, tenías que saber exactamente qué era lo que había descubierto Avieno en contra del banco. ¿Eso te lo había contado?
—¡No! —gimió Turio, que a estas alturas estaba consternado—. Cuando se emborrachó no reveló todas las pruebas. Después se negó a decir nada más.
—Así que nunca lo sustituiste como chantajista.
—No.
—Sigue así —le advertí—. Porque si alguien piensa que sí conoces los detalles, a ti también te harán desaparecer unos violentos matones que responden al nombre de Ritusi. Tenían un forzudo llamado Bos, que es probable que matara a Avieno y que intentó estrangular a Petronio. —Me di cuenta de que Lucrio se inclinaba un poco hacia delante como para mirar a Lisa con curiosidad. ¿Significaba eso que ella había contratado a los Ritusi y él lo acababa de descubrir?—. Bos está muerto —Lucrio se volvió a recostar en su asiento, con cara de asombro—, pero los Ritusi todavía andan sueltos. Te sugiero que te mantengas alejado de ellos, Turio.
—Gracias —dijo con voz entrecortada.
—No me lo agradezcas. A los vigiles y a mí nos gusta la higiene urbana; no queremos cadáveres apestosos con este calor. No soportaría ver a un idealista como tú colgado de una cuerda con la cara morada.
—Oh, Hades… —Perdido, Turio enterró la cabeza una vez más en sus manos.
Le hablé con más amabilidad.
—Ahora déjate de tonterías: dime, ¿por qué dijiste que habías matado al historiador?
Levantó la mirada, sus dedos surcaron el pelo brillante.
—Nunca debí haberle insistido para que pidiera más dinero. Eso fue lo que provocó su muerte. Me siento responsable.
Cargaba con cierta responsabilidad, pero nunca pudo imaginar que ocurriera una fatalidad. ¿Qué sentido tenía presionarlo? Los que decidieron eliminar a Avieno eran mucho más culpables que esa patética criatura.
—Eso suena a arrepentimiento —sugerí.
—Por supuesto que me arrepiento; con amargura.
—Entonces te sugiero que intentes desagraviar a su vieja madre, si puedes. —Hice una pausa—. Y quiero que expliques cómo te puedes permitir tu exclusivo guardarropa cuando no ganas ningún dinero escribiendo. ¿De dónde salen esas túnicas tan elegantes, Turio?
Turio detestaba tener que contestar, pero comprendió que todavía era vulnerable a las sospechas. Tenía que confesar. Cerró los ojos y anunció de manera clara:
—Crísipo nunca me pagaba lo suficiente para poder vivir. Trabajo también como lector de poesía privado para mujeres ricas. Lo he estado haciendo durante años.
Se refería a algo más que leer églogas en voz alta. Las clientes que exclamaban casi sin aliento: «¡Ooh, Turio, tienes una voz tan encantadora!», estaban comprando su cuerpo. Yo había pensado que era afeminado, pero en realidad era un niño bonito de las vividas.
Le faltó valor. Se encogió y susurró de manera lastimosa:
—He dicho esto de forma confidencial, por supuesto…
A pesar de sus ostentosas ropas, ni siquiera era atractivo. Las viejas brujas a quienes se les caía la baba mirándolo debían de ser repugnantes. Me estremecí, y dejé que volviera avergonzado a su asiento.
Miré a la familia de Crísipo. Era hora de ponerse duro.
—Así, ¿quién fue que mandó a los Ritusi a trincar a Avieno? Crísipo estaba muerto pero, ¿quién más quería deshacerse del chantajista? Tú, Lisa. Tú heredaste el banco; después de haber participado de cerca en sus primeros años. Me dijiste que una sola persona nunca tomó una decisión. Eso significa que tú sabías lo que pasaba. ¿Cuáles fueron las amenazas del historiador? ¿Una comisión desmesurada? ¿Hacer que los deudores con un dudoso historial de créditos pagaran el interés anual por encima del máximo legal? ¿O era malversación de fondos? Tú eres griega. Conozco esa famosa historia del incendio de Opistodomo, cuando un templo del tesoro en Atenas quedó reducido a cenizas porque un depósito cerrado había sido utilizado para especular y se perdió, de manera ilegal. ¿Suena como algo que tú y tu marido solíais hacer?
—No podrás probar nada contra nosotros —respondió Lisa con calma.
—Podemos comprobar los registros del banco.
Su compostura seguía siendo impecable.
—No encontrarás nada deshonroso. Los préstamos de hace años estarán todos pagados. Es una tradición de la banca griega que cuando un préstamo se cancela, el contrato se destruye.
—¡Vaya, muy ingenioso! Los vigiles encontrarán testigos en alguna parte.
Lisa me fulminó con la mirada. Me producía una sensación extraña el estar discutiendo de estos temas con una mujer. Lisa parecía perfectamente cómoda; su misma competencia la implicaba en lo que el banco había hecho mal. Podía haber alegado ignorancia femenina acerca de sus prácticas, pero eso nunca se le ocurrió.
—El Caballo Dorado es conocido por sus ávidos porcentajes de interés —continué—. Petronio Longo espera poderte detener acusada de usura. Yo mismo quiero descubrir esas «transacciones fiduciarias» a las que Avieno había seguido el rastro y que utilizó para que ayudaran a su liquidez personal. Mis sospechas son que cuando empezasteis en Roma, Lisa, los depósitos cerrados, los que se conocen como depósitos regulares, se usaban para especular de manera irregular.
—¡Pruébalo! —Estaba muy enfadada, sin saber siquiera que fue Lucrio quien me había dado la pista inconscientemente hacía unos minutos. Lucrio se dio cuenta y pareció ponerse enfermo.
—Haré lo que pueda —prometí. Lisa me miró fijamente de nuevo. Yo era inmune a las mujeres furiosas—. ¿Así que hiciste que acabaran con Avieno, Lisa? Cuando Crísipo murió, Avieno debió de pensar que había perdido su gallina de los huevos de oro y lo que es más, tenía a Turio dándole la lata. ¿Lo intentó contigo? ¡Me imagino que tú te resististe al chantaje con mucha más tenacidad que Crísipo!
—No tolero a los soplones —asintió Lisa al tiempo que mostraba un inusual ramalazo de intensa ira. Ella sabía que reconocer eso no probaba nada contra ella. Decidí dejar el tema. A los vigiles se les estaba haciendo difícil demostrar que en el asesinato había una relación directa de Avieno entre Lisa (o Lucrio) y los Ritusi. La pareja todavía podía escaparse habiendo liquidado a Avieno, sobre todo si partían hacia Grecia. Incluso si Rubela, a su retorno, pensaba que valía la pena invertir tiempo de investigación, Petro sólo podría traer a esos granujas de vuelta del extranjero con una causa irrebatible. Sin embargo, yo pensaba que, si Rubela daba prioridad al asunto, al final saldría a relucir la verdad.
Volví con el agente del banco.
—Lucrio… unas palabras. Aunque no supieras nada del chantaje antes de que Crísipo muriera, para cuando te requisamos los registros ya debías de haberte dado cuenta. —Era de imaginar que hubiera querido recuperar rápidamente los registros para ver si su difunto amo se había pasado de la raya. Lo más probable es que supiera demasiado bien todo lo que había ocurrido—. Intentaste arrebatarnos los registros de noche y por la fuerza; una reacción exagerada y absurda. Podías haber hecho como si nada y recurrir a la ley. ¿Por qué era tan urgente la situación como para asaltar el cuartel? Nos pusiste en alerta. Fue estúpido, Lucrio.
No surtió ningún efecto en el confiado Lucrio. Estaba claro que él y Lisa habían hecho un pacto de silencio. Lisa hasta parecía alegrarse de que les preguntara sobre el banco.
Debía de haber una razón para ello: desviaba la atención de otro asunto.
Cambié de enfoque.
—Quiero terminar con esto. Ahora tomemos en consideración a Crísipo y lo que le pasó.
Respiré profundamente varias veces y di vueltas por el cuadrado, mirando a cada uno de los sospechosos.
—¿Qué clase de individuo era? Un astuto hombre de negocios que había levantado un imperio de la nada cuando llegó a Roma como un extranjero. Si sus métodos iniciales suponían unas prácticas avispadas, eso también es cierto de miles de personas como él. Cuando murió se había convertido en una figura respetable que se dedicaba a varias facetas del comercio; un patrono de las artes con un hijo, Diómedes, que se estaba consolidando dentro de la sociedad Romana y a quien le correspondía casarse bien algún día.
Diómedes despertó soñoliento de un aparente trance. Era probable que hubiera recibido algún tipo de educación, pero no parecía ser especialmente inteligente. El seguir una enrevesada serie de argumentos estaba fuera de sus posibilidades. Antes se había animado cuando entraron las bandejas de comida, pero la mayor parte del tiempo había estado repantigado en su asiento al lado de su madre con cara de estar más aburrido que una ostra, como si todavía tuviera diez años. No obstante, le gustó oír su nombre mencionado en público.
Si de verdad Diómedes hubiera seguido mis métodos durante el día de hoy, en estos momentos debía de tener miedo de que yo estuviera a punto de saltar sobre él.
Sonreí, primero a Diómedes, luego a Lisa. Ella sabía lo que yo estaba haciendo. Pude ver el miedo por su hijo en sus ojos.
—Concentrémonos en los sucesos del día en que murió. Crísipo estaba aquí en la biblioteca. —Todos miramos a nuestro alrededor. Aquellos que estuvimos aquí después de que se descubriera el cadáver revivimos el silencio de ese día terrible: las largas mesas con montones de pergaminos, las sillas volcadas, el muerto, el desorden, la sangre.
—Diómedes —ordené—. Te pareces bastante a tu padre, sobre todo ahora que te has dejado esa barba. Ven aquí, ¿quieres? Y que venga Filomelo; a quien he escogido al azar, dicho sea de paso.
Los dos jóvenes se acercaron, ambos con aspecto aprensivo.
—Gracias a los dos. Ahora, ayudadme a reconstruir lo que pasó, por si refresca alguna memoria. Helena, ¿eres tan amable? —Le di a Filomelo, el flaco camarero, una varilla de pergamino vacía que ella tenía preparada para mí—. Coge esto. Ahora simulad que os peleáis a gritos. —Eran unos actores malos o nerviosos, pero yo les di unos empujones. Diómedes quería resistirse, lo cual era comprensible, quizás. Filomelo era todo huesos, y carecía del entrenamiento de un gimnasio, aunque sus movimientos eran más inteligentes—. Y ahora, Filomelo, tú eres el asesino: apuñala a Crísipo con la varilla. —Hizo un débil gesto contra el pecho de Diómedes—. Luchad un poco más, cruzad unos cuantos golpes… ahora estás muerto, Diómedes. Tírate al suelo… aquí, donde pongo la alfombra.
Diómedes se arrodilló y luego se tumbó del todo, al tiempo que adoptaba su posición con mucho decoro. No obstante, hasta cierto punto había entrado en el espíritu del asunto y estaba estirado boca abajo, transversal sobre la alfombra. Le ayudé a levantarse, les di las gracias a los dos y les dejé que volvieran a sus asientos.
Miré a Diómedes con la cabeza ladeada.
—¡Interesante! Te tumbaste boca abajo. De acuerdo con tu coartada, tú no llegaste a ver el cadáver. Pero da la casualidad de que te has tendido exactamente de la misma manera en que fue encontrado tu padre. Más tarde los vigiles le dieron la vuelta. —Para evitar que Diómedes ofreciera alguna excusa, continué sin detenerme—. Por supuesto, es probable que hablaras con los esclavos y quizá con Vibia sobre la muerte de tu padre. Eso sería del todo normal.
Al mencionar a Vibia, me volví hacia ella con rapidez.
—Vibia Merula, Diómedes tiene una coartada. Estaba en el templo de Minerva; un sacerdote, que sin duda es honesto, responderá por él. Dime, ¿tú sabías que estaba allí?