Oda a un banquero (14 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

Eusquemonte se puso rígido.

—Prefiero creer que somos mecenas de hombres refinados.

—Si eso es lo que crees te estás engañando, amigo mío.

—Si Crísipo planeaba algún cambio, no me lo había dicho. Como su encargado, yo esperaba a que me dijera lo que quería.

—¿Teníais criterios diferentes?

—Gustos distintos en ocasiones. —Eusquemonte parecía una persona leal—. Si lo que quieres es indagar en lo que se habló esta mañana a título individual, eso sólo lo saben los autores.

Pensé en mandar un mensajero a todos los autores, ordenándoles que se presentaran ante mí esa misma tarde en la plaza de la Fuente. Eso quizá me permitiría abordarlos en un punto donde sólo el asesino sabría que Crísipo estaba muerto… pero no me daría tiempo de evitar que Helena me moliera a palos por tal intrusión. Cinco autores, uno detrás de otro, no era la idea que ella tenía de una tarde en familia. Tampoco era la mía. El trabajo ocupaba su lugar pero, ¡por el Hades!, un hombre necesita vida hogareña.

Podían esperar. Ya les buscaría al día siguiente. Era apremiante (para evitar que hablaran entre sí), pero no lo que debía hacer con más urgencia. Antes que nada tenía que interrogar a Lisa, la agraviada primera esposa.

Lisa vivía en una cuidada villa, lo suficientemente grande como para tener jardines interiores, en una zona próspera. Por desgracia, cuando di con el sitio, vinieron a mi encuentro dos hombres que Fúsculo había enviado y me dijeron que tanto la ex esposa como su hijo habían salido. De más está decir que nadie sabía dónde habían ido. Y seguro que aparecerían por su casa esa misma tarde, justo cuando yo querría estar ya cenando en mi propio hogar. Con un pesimismo profético, les dije a los vigiles que vinieran a buscarme tan pronto como aparecieran los parientes desaparecidos.

¡Y después hablo de mi vida hogareña!, pensé con tristeza. Pero cuando llegué a casa, la tarde ya se había ido algarete de todas formas: Helena reprimía el ataque bárbaro con un brillo en sus ojos que me decía que había reaparecido justo a tiempo. Nos habían invadido mi hermana Junia con
Ájax
(su mal adiestrado e incontrolable perro), su repugnante marido Cayo Baebio y el hijo de ambos, que era sordo, a la vez que ruidoso.

XVI

Lancé una risita furtiva y burlona a mi amada; como yo no estaba cuando llegaron las visitas, se consideraba que la culpa era suya. La encajó con una sonrisa forzada. Marco Baebio Junilo, que tendría unos tres años, corrió hacia mí mientras yo me dejaba caer en el primer banco que encontré. Se subió a mi regazo, acercó su cara a la mía, y esbozó una desmedida imitación de mi mueca privada para Helena (la vista la tenía perfectamente bien). Al mismo tiempo, emitió un fuerte gruñido, como el de alguna horrenda bestia salvaje. Estaba jugando…, probablemente. No lo veíamos a menudo; y cuando eso ocurría, teníamos que adaptarnos a él.

Le habían puesto mi nombre. Eso no lo hacía más fácil de tratar. Junia y Cayo, que no tenían hijos propios, habían adoptado a este renacuajo después de que sus padres lo abandonaran en cuanto se dieron cuenta de que era sordo. Como yo esquivaba sus cumplidos, Junia lo agarró. Le dio la vuelta para que le mirara a la cara, lo asió de la muñeca (que era la manera que tenía de captar su atención) y luego le sujetó ambos lados de su pequeño rostro, apretándole las mejillas para que moviera la boca al tiempo que ella decía: «¡El tí-o Mar-co!». El crío se calmó un poco y repitió sus palabras de una manera aproximada. Era un niño guapo, que en este momento demostraba algo de inteligencia y miraba a Junia con detenimiento. Si alguien podía hacer que hablara algún día, ésa era mi hermana.

—Se pasa horas así con él —nos informó Cayo Baebio con admiración. Se había apoltronado en mi sitio favorito y sujetaba el mejor de mis vasos entre sus manos—. En casa también dibujamos. Poco a poco aprende cosas y, además, es un pequeño artista muy bueno. —Él quería a ese niño; incluso quería a mi hermana (y menos mal, porque nadie más lo hubiera hecho). Sin embargo, yo imaginaba que como padre
no
era de mucha utilidad. Junia y él estaban hechos el uno para el otro: un par de mediocres de mente estrecha y furiosa ambición. Aparte de eso, Junia era inteligente y poseía el clon de la perseverancia. De hecho, si hubiera sido bastante menos lista, yo la hubiera encontrado más soportable. Era tres años mayor que yo. Siempre me había considerado una mancha mugrienta en un suelo acabado de fregar.

Ájax
, su perro loco, me saltó encima. Era blanco y negro, con un hocico largo, dientes feroces que de vez en cuando clavaba a los desconocidos, y una larga cola emplumada. A su lado
Nux
, que era una vagabunda, parecía bien disciplinada. Justo cuando lo agarré, volvió a soltarse de un brinco. Luego estuvo ladrando y corriendo en círculos e intentando entrar en la habitación, donde supuse que Helena había encerrado a
Nux
.

—Lo estás poniendo furioso —me acusó Junia—. Ahora ya no habrá quien lo calme.

—Voy a atarlo en el porche.
Nux
está esperando cachorros y no quiero que se ponga nerviosa.

—¡Ya es hora de que tú también pienses en tener otro, Helena! —Junia sabía por instinto cómo enfurecer a Helena.

—Te estás volviendo como mamá —dije.

—¡Y ésa es otra! —Según parecía, ya se había expresado alguna queja antes de que yo llegara—. Te culpo por presentarle a ese hombre espantoso a nuestra madre.

—Si te refieres a Anacrites, en esos momentos estaba agonizando. Ojala se hubiera muerto, pero así es un espía. Cuando parece que tiene un pie en la tumba y que no va a poder pasar de esa noche, de pronto nos demuestra que posee una constitución de hierro y que sólo era una broma, entonces es cuando te apuñala por la espalda.

—¡Es repugnante! —saltó Junia. Sus rizos negros de Cleopatra se agitaban mientras su pecho se hinchaba de indignación bajo la tela brillante de su vestido lavado y planchado en exceso.

—Le paga el alquiler a mamá. Deja de preocuparte. Un inquilino tranquilo no es demasiado para ella. Le encanta tener a alguien a quien mimar. Desde que Anacrites se fue a vivir con ella la verdad es que se la ve mucho más arreglada.

—¡No tienes ni idea! —rugió mi hermana. Dirigió una mirada furiosa a Helena. Pero después de la insinuación sobre los hijos, Helena se limitó a sonreír con frialdad, negándose a secundar los sermones de Junia.

Decidí no mencionar la aparente pasión de Anacrites por Maya. Ella ya tenía bastantes problemas. Yo estaba observando varios tazones y jarras que estaban sobre la mesa, aunque Cayo Baebio, que siempre estaba hambriento de una manera inalterable, parecía haber agotado cualquier cosa comestible. Advirtió que yo miraba los tazones con su habitual suficiencia. Era un empleado de aduanas, así que yo lo detestaba incluso antes de reparar en el montón de cáscaras de nuez vacías que había junto a su codo y en el rastro de aceite de oliva que brillaba en su barbilla.

El pequeño Marco Baebio estaba cada vez más frustrado. Junia quería reprenderme y había dejado de prestarle atención. Cayo trataba de apartarlo de Junia, pero eso sólo le provocaba ataques de furia. Al final, el angustiado pequeño se tiró boca abajo y empezó a golpearse la cabeza contra las tablas del suelo mientras gritaba y lloraba de una manera espectacular.

Julia Junila, nuestra hija, estaba sentada en el regazo de Helena comportándose perfectamente, para variar. Estaba mirando fijamente a su primo, sin duda tomando lecciones de rabietas. Vi que estaba impresionada.

—No le hagas caso —articuló Junia. Eso era bastante difícil. Era una habitación pequeña, abarrotada con cuatro adultos y dos niños.

—Creo que ya sería hora de que te lo llevaras a casa, Junia.

—Tengo que hablar contigo.

—¿No puede esperar?

—No; es sobre nuestro padre.

—¡Papá también! Parece que te estás agotando por culpa de las obligaciones familiares.

—Hoy hemos ido a verlo, Marco.

Como no le hacían caso, Marco Baebio había dejado de gemir y se hacía el muerto. Junia se pondría a chillar en cuanto se diera cuenta.
Ájax
fue y se sentó encima de él, babeando sin ton ni son. En el silencio, podía oír los aullidos desesperados de
Nux
en la otra habitación.

—Déjalo, Junia. Papá está hecho un lío, pero lo solucionará tan pronto como se le ocurra una nueva forma de fastidiar a la gente.

—Está bien, si careces del sentido del deber, querido hermano, sé que yo no.

—¿No es sólo una cuestión de caer sobre él en su dolor y hacer notar que quieres ser su heredera? —Yo estaba demasiado cansado como para ser prudente.

—No digas tonterías, Marco —dijo Cayo entre dientes, movido a defender al espécimen de mujer que había elegido como irritable esposa.

Yo ya había tenido suficiente.

—¿Qué es lo que quieres, Junia?

—He venido a mantenerte informado.

—¿De qué?

—Me he ofrecido para ayudar a nuestro padre. Voy a encargarme de la caupona por él.

Fue en ese momento cuando el grupo aumentó en número y la tensión creció también con rapidez: Maya entró como un vendaval.

Llevaba a Mario con ella, su hijo mayor, de nueve años, a quien yo había recomendado como ayuda de reserva para la casa de subastas. Maya lo apretaba contra sus faldas con la mano enredada en la túnica del niño, como si éste tuviera algún problema. Mario debía de estar presente cuando Junia la emprendía con mi padre y le habría soltado a su madre lo que había oído. Me hizo una mueca de angustia. Le respondí simulando que me encogía.

—¡Qué! —exclamó Maya. Entonces, no había duda de que lo sabía. Iba a ser duro.
Ájax
pegó un brinco y estaba a punto de echársele encima, pero Maya le soltó un gruñido y lo mandó a una esquina con el rabo entre las piernas, completamente atemorizado.

—Hola Maya, ¡pobrecita! —dijo Junia con una cantinela. Nunca se habían llevado bien. Junia pasó por encima de su propio hijo tendido boca abajo (que había dejado de aguantar la respiración cuando se dio cuenta de que no funcionaba) y forcejeó con Maya para darle un beso cordial. Maya se liberó con una sacudida. Yo agitaba los brazos de una manera frenética para decirle a mi indignada hermana menor que no dijera nada sobre el chanchullo de la caupona.

Rápida como siempre, Maya contuvo su ira. Ella y yo siempre habíamos tenido complicidad y normalmente nos aliábamos contra nuestros hermanos mayores. Eso dejó a Junia buscando una pelea que no llegó a acontecer. Adquirió una expresión de ligero desconcierto. Con los años de práctica, Maya y yo podíamos hacer que se sintiera amenazada sin mostrar de qué manera.

—¿Cómo sobrellevas la viudedad, Maya?

—¡Oh, no te preocupes por mí!

—¡Y aquí está el pobrecito Mario!

Mario se alejó con cautela de mis dos hermanas y se arrimó a mí, que le di un disimulado abrazo. Como sabía que Maya no soportaba que nadie colmara de caprichos a sus hijos, Junia insistió en darle un as para que se comprara dulces. Mario aceptó la moneda como si estuviera cubierta de veneno y se olvidó a propósito de dar las gracias. Junia le regañó por eso mientras a Maya le hervía la sangre.

Junia se aseguró entonces de contarle a Maya lo de su plan para hacerse cargo de la taberna de Flora.

—¡No me digas! —observó Maya con indiferencia. Y los dos empezamos a reírnos al imaginar a la estirada Junia con su aire majestuoso trabajando detrás del mostrador de una taberna.

—Una caupona es un trabajo duro —intervino Helena.

—Sois ridículos —nos aseguró Junia—. Yo sólo voy a supervisarlo de lejos. El trabajo lo llevan los camareros.

Nos reímos descaradamente al oírlo. Yo conocía mejor que ella a Apolonio, el único camarero, y no lo veía capaz de soportarla. El caso era que Junia ya tenía un largo historial de peleas con subalternos.

—No sé por qué quieres asumir una carga como ésa —dijo Helena. Su voz era dulce sólo en apariencia—. Yo creía que tu papel en la vida era el de amigable compañera de Cayo; un verdadero matrimonio romano: guardar la casa, cuidar de tu hijo y compartir las confidencias íntimas de tu marido.

Junia miró a Helena con un profundo recelo. Todo lo que mi perversa chica había excluido de su mito idílico era: «y trabajar con tu telar en el atrio», aunque con eso va se hubiera descubierto el juego. Ni el más mínimo rastro de una sonrisa delató a Helena.

—Junia siempre ha sido una mujer independiente —señaló Cayo, meloso—. Es tan competente que no podemos desperdiciar sus aptitudes. Disfrutará con un provecto propio.

—Que yo recuerde, será la primera vez que nuestra Junia cumpla con un trabajo —me burlé. Por lo que yo sabía, Junia ya había afianzado a Cayo como una posibilidad respetable cuando tenía unos catorce años. Para entonces, ya había indagado lo suficiente como para saber que resultaba ser un huérfano a quien habían dejado con su propia casa. Era mayor que Junia y trabajaba en el servicio de aduanas, su única trayectoria profesional. Cayo era una de esas personas condenadas a un solo trabajo; su patrón podía tratarlo como un esclavo y aun así su lealtad nunca se desvanecería. De igual modo, el que mi hermana se lo hubiera agenciado, había supuesto un alivio para él. Dudo que, de otro modo, hubiera tenido nunca una experiencia romántica. Junia y él habían empezado a ahorrar para unos muebles espantosos y una vajilla de ocho cuencos en el mismo instante en que se cogieron de la mano por primera vez en un banco de jardín.

—Será mejor que avises a los de la Valeriana de que van a tener un montón de nuevos clientes del otro lado de la calle —bromeó Maya con mordacidad.

—¿Qué es la Valeriana? —Quedaba claro que Junia no había examinado el mercado antes de presentarse y reclamar este proyecto. Se lo dijimos. Aun así, rechazó toda insinuación de que su empresa podía fallar debido a la inexperiencia y a lo poco apropiada que era—. Creo que la familia debería unirse para ayudar a papá —declaró de manera jactanciosa. La felicitamos por su devoción con las palabras más falsas que supimos pronunciar. Ella y su familia se marcharon poco después.

Acto seguido le hablé a Maya de la prohibición por parte del emperador de comidas calientes para llevar.

—Confía en mí, muchacha. Soy muy rápido a la hora de encontrarte oportunidades… e incluso más rápido en librarte de errores. —Pensó en las consecuencias comerciales y se tranquilizó.

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