—¿Supuestamente? —pregunté—. ¿Acaso no se supervisan las visitas?
—Parece que el sistema es bastante informal —replicó Fúsculo—. Hay un portero, pero también trabaja de aguador. Si no está en su puesto, la gente va y viene como si la casa fuera una prolongación de la tienda.
—Informal.
—¡Griegos! —Al parecer, Fúsculo albergaba algunos viejos prejuicios romanos contra nuestros cultos vecinos.
—Yo pensaba que les gustaba proteger a sus mujeres.
—No, son exactamente igual que las mujeres de otras gentes —dijo Fúsculo con un amargo desdén. Una cuestión personal, sin duda. ¿Tendría que encontrar a la mujer adecuada? Ni siquiera sabía que Fúsculo tuviera amante, por no hablar de que se la hubiera arrebatado algún pirata de faldas del Pireo.
—Tienen mucho personal. —Paso quería continuar con sus notas—. Era un día normal. Crísipo no aparentaba encontrarse indispuesto. Los esclavos dieron la alarma justo después del mediodía. La mayor parte de ellos huyeron aterrorizados.
—Tenían pánico a que se les culpara —comentó Fúsculo. Bueno, los vigiles, con su táctica habitual de mano ligera, se aseguraban de justificar el terror de los esclavos.
—¿Alguno de ellos tocó el cadáver?
—No, Falco. —Fúsculo, como oficial presente de más rango, me hizo saber con rapidez que los vigiles habían comprobado ese aspecto—. Dicen que sólo miraron dentro y salieron corriendo. Bueno, la verdad es que es bastante repulsivo.
Paso tomó el relevo otra vez:
—Escuchamos sus versiones y luego les inspeccionamos las manos y las ropas. No había manchas de sangre en la mayoría de sus túnicas. Uno tenía la espalda manchada de esa sustancia que se derramó en la biblioteca, pero fue porque le resbalaron los pies en el aceite y se cayó de espaldas encima; está claro que no ha intervenido en ninguna pelea. Los que tienen sangre en el calzado corresponden a los que admitieron haber entrado y haberse quedado mirando boquiabiertos.
—¿Brazos y piernas?
—Limpios.
—¿Marcas impropias? ¿Señales de pelea?
—Nada nuevo. Algunos golpes y cortes. Todos se explican fácilmente como causados por el desgaste habitual. —En la mayoría de las casas, una inspección de los esclavos revelaría un hermoso conjunto de ojos morados, cortes, quemaduras, golpes y heridas.
—¿Qué piensan sobre la manera en que se les trata aquí?
—Rutina. Manotazos en las orejas si no caían bien, raciones escasas en sus platos, camas duras e insuficientes mujeres para todos.
—¿Así que, para una familia normal, los esclavos son como apéndices que tratan con afecto?
—Un comportamiento modélico por parte del páter familias.
—¿Obtenía favores sexuales?
—Es probable. Nadie lo ha mencionado.
Hasta el momento, eso no ayudaba.
—Todavía no tengo claro cómo se difundió la alarma hasta la calle —dije. Eso me tenía preocupado—. ¿Quién fue el que corrió fuera de la casa armando alboroto?
—¡Fui yo! —anunció la voz de una mujer.
Nos volvimos y la miramos de arriba abajo, una reacción inducida por su rico vestido y los cosméticos bien aplicados. Fúsculo se apoyó un puño en la cadera mientras la contemplaba. Paso frunció la boca sin expresar si le gustaba lo que veía o si pensaba que el efecto era demasiado ostentoso.
—¡Ah! ¡Ahora es cuando empezamos a ir a alguna parte, chicos! —exclamé. Fue una respuesta burlona y posiblemente maleducada, pero el instinto me empujó a hacerla, aunque esa mujer parecía ser la señora de la casa.
Era una hembra guapa. Y además, lo sabía. Tenía una boca tan grande que parecía ir más allá de sus orejas y juntarse detrás de su cabeza, pero eso formaba parte de su estilo. Un estilo que era también caro en extremo. Ella quería que todo el mundo se diera cuenta de ello.
Esa boca grande y teñida de rojo no sonreía. La voz que había surgido de ella era, de alguna manera, un poco inculta, aunque yo hubiera ubicado sus orígenes sociales como romanos y más elevados que los de Crísipo. Los ojos oscuros que iban con la boca y la voz estaban demasiado juntos para mi gusto, pero otros hombres menos exigentes los habrían considerado atractivos, y con las cejas depiladas, los contornos pronunciados y las asombrosas mezclas coloreadas se les había sacado bastante partido. Tenían una expresión dura pero, ¿y qué? Las mujeres del Sector XIII eran propensas a eso. Según las que yo conocía, ello lo provocaban los hombres.
Ésta era una mujer joven y segura que tenía en sus manos tiempo y dinero en abundancia. Ella pensaba que eso la convertía en algo especial y, para la mayoría de la gente, así era. Yo estaba anticuado. Me gustaban las mujeres con una pizca de carácter; bueno, mujeres cuyo flirteo fuera honesto, por lo menos.
—¿Y quién eres tú? —me mantuve al mismo nivel, sin admitir que estaba impresionado por su apariencia. Fúsculo y Paso observaban cómo manejaba el asunto. Podía habérmelas arreglado mejor sin su curiosidad manifiesta, pero sabía que tenía que mostrarles mis cualidades. Estaba en ello. Bueno, probablemente. Helena Justina me habría recomendado que tratara a esta belleza con pinzas, detrás de un escudo a prueba de fuego.
—Vibia Merula.
—¿La señora de la casa?
—Así es. La mujer de Crísipo —quizás esto sonó un tanto rotundo.
—¿Y la querida niña de sus ojos? —hice que sonara galante, si es que quería tomarse de esa manera mi tono irónico.
—Por supuesto —su ancha boca se convirtió en una línea recta.
En realidad, no vi ninguna razón para dudar de ella. Crísipo debía de estar rondando los sesenta; ella tenía los veinte largos. Él era un mequetrefe poco atractivo y ella
un
delicadísimo artefacto. Eso encajaba. Llevaban dos años casados y, según me imaginaba yo, ambos fingían todavía que les gustaba la situación. Mientras estaba en su lujosa casa e inspeccionaba las hileras de enjoyados collares que oprimían un bonito pecho, pude imaginar qué era lo que ella sacaba de todo eso, en tanto que ese canalillo al descubierto apuntaba qué era lo que sacaba él.
No obstante, siempre merecía la pena insistir con las preguntas.
—¿Erais felices juntos?
—Por supuesto que sí. ¡Pregunta a quien quieras! —ella podía no haber caído en la cuenta, pero eso era precisamente lo que haría.
Condujimos a la voluptuosa Vibia a un lado de la gran sala, fuera del alcance de los oídos de los esclavos, que todavía estaban bajo procedimiento. Su mirada parpadeó sobre ellos con preocupación aunque no hizo ningún intento de intervenir; como su dueña, ella tenía derecho a asistir al interrogatorio.
—¡Bonito lugar! —comentó Fúsculo. Al parecer, ésta era su manera de hacer que la viuda de un acaudalado propietario se relajara. Funcionó. Vibia dejó de prestar atención a los esclavos que eran interrogados.
—Este es nuestro salón corintio.
—¡Es muy bonito! —dijo con una sonrisa de complicidad—. ¿Es algún tipo de cosa griega?
—Sólo se encuentra en las mejores casas.
—¿Pero es griego? —insistió Fúsculo.
La segunda vez logró su respuesta.
—La familia de mi marido era originaria de Atenas.
—¿Eso fue hace poco?
—Fue esta generación. Pero están perfectamente romanizados —me pareció que ella provenía directamente de la plebe romana auténtica, por muchas pretensiones sociales que tuvieran.
Fúsculo se las arregló para no delatar su desdén. Bueno, no en este punto. Estaba claro qué era lo que pensaba y lo escandalosa que sería la conversación cuando los vigiles hablaran de Vibia Merula al final del día.
Paso había encontrado un taburete para ella, así que pudimos ir de aquí para allá para acabar inclinados sobre ella en grupo, como por accidente.
—Lamentamos mucho tu pérdida —yo estudiaba a la dama para ver si había señales de dolor auténtico; ella lo sabía. Estaba pálida. Los ojos delineados seguían perfectos, sin borrones. Si había llorado, se había secado de una manera cuidadosa y experta; de todos modos, aquí debía de haber doncellas empleadas expresamente para mantener su aspecto presentable, incluso en las presentes circunstancias.
—¡Es horrible! Es horrible —dijo con un gemido.
—Anímate, preciosa —la tranquilizó Paso. Él todavía era más grosero que Fúsculo. Parecía enfadada, pero las mujeres que acarrean un dejo del mercado de pescado y sin embargo se laquean de esa manera tan cara, pueden esperar que las traten con condescendencia.
Me dirigí a ella como si fuera su amable tío aunque, con una sobrina como ésta, yo me hubiera deshecho de la responsabilidad.
—Perdóname si te causo angustia pero, si queremos encontrar al asesino de tu pobre marido, debemos determinar el curso completo de los acontecimientos de hoy. —Había manchas de sangre y aceite en el brillante dobladillo de la ancha falda de su vestido, en sus blancas sandalias de estrechas tiras y en los dedos de los pies, cuyas uñas estaban perfectamente recortadas y se veían a través de las delicadas tiras—. ¿Debiste entrar corriendo hacia el cadáver cuando se dio la alarma? —Yo había dejado que me viera inspeccionar sus pies en busca de pruebas. De forma instintiva, los retiró bajo su falda. Fue un sutil movimiento. Quizá le daba vergüenza que ya no estuvieran totalmente limpios.
—Lo hice —dijo, aunque, por un segundo, creí que había tenido que pensárselo.
—Lo que encontraste debió causarte una terrible impresión. Siento tener que recordártelo, pero necesito tener muy claro qué es lo que ocurrió después. Nos dijiste que saliste a la calle gritando, ¿eso fue inmediatamente después de que vieras lo que había ocurrido?
Vibia me miró fijamente.
—¿Crees que primero me senté y me pinté las uñas?
Su tono estaba realmente al mismo nivel. Era imposible determinar si era una franca reacción sarcástica de una esposa irritada por la burocracia o la clase de réplica peleona que a veces obtenía de los inculpados cuando se defendían.
—¿Por qué saliste corriendo?
—Creí que quienquiera que hubiera matado a mi marido podía estar todavía en el edificio. Salí corriendo y grité a pleno pulmón pidiendo ayuda.
—Perdona pero, aquí tienes mucho personal. ¿No confiabas en que te protegieran? —Me pregunté si acaso les caería mal a los esclavos de la casa.
Se quedó sin decir nada durante un suspiro. Incluso cuando habló, evitó la cuestión.
—Lo que quería era alejarme de esa horrible visión.
—Tengo que preguntarlo: ¿se te pasó por la cabeza que hubiera podido hacerlo uno de los esclavos?
—No se me pasó nada por la cabeza. No pensé.
—Oh, es muy comprensible —le aseguré con delicadeza. Por lo menos, esto difería un poco de la frecuente escena en que una esposa culpable acusa a un esclavo para cubrirse las espaldas—. ¿Te molesta si te pregunto qué habías estado haciendo esa mañana?
—Estuve con mis doncellas.
Y con un espejo. Y una tienda entera de recipientes de cristal llenos de polvos. Ya habría tardado un buen rato sólo en ajustarse la colección de joyas, en la que predominaba una ristra de medias lunas de oro que entrechocaban y unos pendientes con piedras preciosas tan pesados que debían de ser una tortura para sus lóbulos. Yo no mordisquearía esas orejas. Te podían sacar un ojo si la señora movía la cabeza y esas joyas, que hubieran hecho saltar la banca, se balanceaban hacia ti de manera inesperada.
—¿Dónde está tu habitación, guapa? —gruñó Paso.
—En el segundo piso.
—¿La misma de tu marido? —preguntó de manera impertinente.
Vibia lo miró directamente a los ojos.
—Somos una pareja unida —le recordó.
—Oh, por supuesto —replicó Paso, todavía ofensivo al pretender disculparse—. Es que en los vigiles vemos cosas terribles. En algunos de los sitios donde vamos, lo primero que comprobaría es si mientras el marido estaba garabateando en su biblioteca griega, había un novio trepando por una escalera trasera para visitar a la bonita y joven esposa.
A Vibia Merula le hervía la sangre en silencio. Quizá se había ruborizado. Bajo las diversas capas de base de maquillaje de grasa de oveja, colorete ocre y espuma de polvos rojo nitre, era difícil distinguir las verdaderas reacciones de la carne humana.
Volví a tomar el relevo.
—¿Tienes alguna idea de cuáles fueron hoy los movimientos de tu marido?
—Los mismos que siempre. Era un hombre de negocios, eso lo debéis saber. Se ocupó de su negocio.
—Eso es bastante impreciso, ¿sabes? —Ella ignoró mi leve reproche. La próxima vez sería rudo, como Paso—. La mayor parte del tiempo estuvo en el scriptorium, al lado de la calle. Eso ya lo sé, Vibia. Y me han dicho que después entró en la biblioteca. ¿A leer por placer?
—¿Qué?
—Leer —dije—, ya sabes, palabras escritas en pergaminos. Expresiones del pensamiento, descripciones de acción, inspiración y exaltación, o, para un editor, los medios para ganar dinero. —Pareció ofendida otra vez. Aun así, yo conocía a las de su clase; ella creía que las obras de teatro eran el sitio donde se iba a flirtear con los maridos de tus amigas y que las poesías eran esa porquería de versos que te mandaban los buscones empalagosos dentro de secretas cajas de dulces—. ¿Estaba trabajando? —insistí.
—Por supuesto.
—¿En qué?
—¿Cómo voy a saberlo? Probablemente saltaba de un pergamino a otro. Entraríamos y lo encontraríamos refunfuñando con el ceño fruncido; tiene una cuadrilla de escritores a los que anima pero, francamente, no es que tenga muy buen concepto de la mayoría de ellos. —Igual que al esclavo de la bandeja, aún se le escapaba el hablar como si el hombre estuviera vivo todavía.
—¿Podrías darme, tú o alguien del personal, los nombres de esos escritores?
—Pregúntale a Eusquemonte. Él es…
—Gracias. Conozco a Eusquemonte. Está esperando a que lo interroguemos. —¿Cruzó un atisbo de nerviosismo la cara de la dama?—. ¿Y Crísipo trabajaba así cada día con sus manuscritos en la biblioteca griega? —pregunté para intentar determinar si un asesino podía haber planeado encontrarle allí.
—Si es que estaba en casa. Tenía numerosos asuntos. Era un hombre de negocios. Algunas mañanas salía a encontrarse con clientes u otras personas.
—¿A dónde iba?
—Al Foro, quizás.
—¿Sabes algo de sus clientes?
—Me temo que no —volvió la mirada directamente hacia mí. ¿Era un desafío?
—¿Sabes si tenía algún enemigo?