Oda a un banquero (9 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

—¿Se ha cambiado el corazón? ¿Debo entender que ha estado en el puesto tiempo suficiente como para dejar de dar palos a todo el mundo sólo porque él es nuevo? ¿Ahora todos lo consideráis un encanto?

—Lo consideramos un problema —respondió con suavidad Fúsculo.

Tiberio Fúsculo, un hombre corpulento pero en forma, una criatura risueña, era en estos momentos el asistente de Petro. Se había aferrado al puesto después de que Petro se quitara de en medio a Martino, el previo y holgazán titular del cargo. Fúsculo estaba progresando bien, aunque su elemento preferido no eran los delitos mayores, sino los miles de elaborados chanchullos y artimañas que ideaban los sinvergüenzas de poca monta. Como admiraba la locura y las habilidosas manos largas de los timadores y a los veloces ladrones de bolsos, había hecho un estudio de algunas estafas. Aquí no serviría de mucho reconocer a los estafadores del Foro. Como con todos los asesinatos, lo más probable era que un evidente culpable hubiera estallado en un repentino ataque de despecho y hubiera golpeado a un familiar o asociado próximo. Fuera como fuese, si sus servicios estaban a mi alcance, Fúsculo buscaría pistas acerca de quienquiera que hubiera perdido los estribos, con tanta diligencia como se pudiera desear.

—¿Estáis en mi equipo? —pregunté sin rodeos.

—Durante medio día. No lo suficiente si éste resultara ser el único caso complicado que hay entre cincuenta. ¿Cuál es el plan, Falco?

—¿Hasta dónde habéis llegado?

—El cadáver todavía está in situ. Te lo mostraré cuando quieras. No va a escaparse a ninguna parte. Todos estos de aquí afirman que estaban juntos ahí fuera durante el período que nos concierne.

—¿Que fue…?

—Después de que tú te marcharas enfadado esta mañana —sonrió; le devolví la sonrisa—. El fallecido dijo que iba a trabajar en unos manuscritos y entró en su casa… —Eché un vistazo a mi alrededor al tiempo que Fúsculo hablaba. Tal como había mencionado Petro, había una entrada y un corredor que lógicamente conducían hacia el interior del inmueble. Pero si Aurelio Crísipo era rico, difícilmente sería ésa la entrada principal. Petro la había descrito como una magnífica residencia. Debía de haber un acceso formal en otra parte.

—Así que Crísipo era estudioso. ¿Y qué?

—Un par de horas después, un esclavo se sorprendió al ver que el almuerzo del amo estaba todavía en la bandeja, intacto. Entonces alguien encontró el cuerpo y empezó el griterío. Una de nuestras patrullas se encontraba justo un poco más arriba de la calle, dándole una reprimenda al propietario de una taberna por una infracción con la comida. Nuestros chicos oyeron el barullo, pero no tuvieron la sensatez de largarse sin mirar. Así que nos lo endilgaron.

—No —dije con calma—, me lo han endilgado a mí. De todos modos, eso puede ayudar a esclarecer los hechos.

—¿Así que te consideras el tipo perfecto para esto? —se rió Fúsculo de una manera cordial.

—Por naturaleza.

—Bien, tengo las bebidas dentro, listas para celebrarlo.

—Eres un héroe. ¿Qué has hecho hasta ahora sin mí?

Señaló al personal del scriptorium.

—He estado tomando declaración a esta lastimosa panda. Todos los que estaban en la casa principal cuando llegamos se encuentran retenidos en las dependencias del servicio, aunque no tenemos ninguna garantía de haberlos cogido a todos. Un par de nuestros muchachos han empezado a trabajar con los esclavos de la casa por si sale alguna información de interés.

—¿Cuál es la situación doméstica? ¿El hombre tenía familia?

—Eso todavía tengo que averiguarlo.

—¿Algo que decir sobre él? —Señalé con la cabeza a Eusquemonte.

—No —Fúsculo se volvió un poco, dejando que Eusquemonte lo oyera—. Callado como una tumba. Pero hasta ahora solamente ha recibido un trato amable.

—¿Has oído eso? —le hice un guiño al encargado del scriptorium, insinuando la incalificable brutalidad que estaba por venir—. ¡Piensa en ello! Hablaré contigo más tarde. Espero oír una historia con sentido. Mientras tanto, quédate ahí donde estás —Eusquemonte frunció el ceño con aire de inseguridad. Levanté la voz—: ¡No te muevas!

Fúsculo hizo señas a un soldado para que vigilara a Eusquemonte mientras él y yo entrábamos en el edificio principal con objeto de inspeccionar la escena del crimen.

XI

Un pasillo corto y oscuro, sin decorar y con el suelo de losas de piedra, nos condujo directamente a la biblioteca. La luz que provenía de unas aberturas rectangulares que había en lo alto inundaba la sala. Era un sitio muy tranquilo. Las gruesas paredes de piedra amortiguaban el ruido del exterior. También se paliaban los ruidos del interior. Un hombre que fuera atacado aquí dentro pediría ayuda en vano.

El sencillo camino de acceso no nos había preparado para la vasta magnitud de la habitación. Tres hileras de columnas delgadas subían hasta las bóvedas del techo, esmeradamente rematadas con blancos capiteles en los tres órdenes clásicos: Jónico, Dórico y Corintio. Entre las columnas había casilleros, hechos a la medida de un juego de pergamino completo y que llegaban tan alto que contra las paredes se apoyaban unas cortas escaleras de madera para facilitar el acceso a las obras situadas más arriba. Los casilleros estaban llenos hasta los topes de papiros. De momento, todo lo que pude asimilar fue la gran cantidad de pergaminos, muchos de ellos grandes y gruesos que parecían tener bastantes años, sin duda colecciones de literatura de la mejor calidad. Quizás eran únicos. Algún que otro busto de dramaturgos griegos y de filósofos observaban la escena desde unos nichos. Malas réplicas que mi padre hubiera mirado con desdén. Demasiadas cabezas de ese famoso escriba, «El Poeta Desconocido». Aquí lo que contaba eran las palabras. Las palabras y si se podían vender. El que las escribía quedaba en un pobre segundo término.

La espantosa visión de las calvas reproducciones mirando fijamente hacia abajo me dio escalofríos, por supuesto. Una vez que mi mirada se posó sobre el cadáver, me fue difícil volver la vista hacia otro sitio. Mi compañero, que ya lo había visto antes, se quedó quieto y dejó que yo lo asimilara.

—Por Júpiter —comenté en voz baja. No era lo más adecuado.

—Estaba boca abajo. Le dimos la vuelta —dijo Fúsculo al cabo de un rato—. Puedo ponerlo otra vez tal como lo encontramos, si quieres.

—Por mí no te molestes.

Los dos continuamos mirando fijamente. Luego Fúsculo vació sus mejillas de aire y yo murmuré otra vez:

—¡Por Júpiter!

El amplio centro de la habitación era un caos cuando debería haber sido una zona para el recogimiento. Había un par de sillas de pedagogo sin brazos, con altos respaldos, que normalmente servían para los lectores. En este momento, esas sillas y los cojines afelpados de sus asientos estaban volcadas sobre las exquisitas losas geométricas de mármol. El suelo era blanco y negro, con un diseño de gran belleza matemática que se proyectaba hacia el exterior en arcos meticulosos desde un medallón central que yo no veía porque el cuerpo lo tapaba. Era un magnífico trabajo de un maestro de los mosaicos que en este momento estaba salpicado de sangre y empapado con charcos de la tinta negra que se había derramado… o no, que habían echado, vertido, arrojado deliberadamente. Era tinta y otra sustancia de color marrón, espesa y aceitosa, con un olor fuerte aunque bastante agradable.

Aurelio Crísipo estaba tendido boca arriba en todo ese revoltijo. Reconocí el cabello gris y la barba en forma de pica. Traté de no mirarle a la cara. Alguien le había cerrado los ojos. Un pie enfundado en una sandalia estaba doblado bajo la otra pierna, probablemente a resultas de que los vigiles le habían dado la vuelta al cadáver. El otro pie estaba descalzo. La sandalia que le pertenecía estaba a dos pasos, arrancada, con una correa rota. Eso debía de haber ocurrido con anterioridad.

—Buscaré algo con que cubrirlo —la escena estremeció incluso a Fúsculo. Yo ya lo había visto anteriormente ante la presencia de cadáveres con aspecto truculento, aceptándolos con la misma normalidad que cualquiera de los vigiles; sin embargo, con éste se había puesto incómodo.

Levanté la mano para detenerlo. Antes de que se fuera a buscar algún material con que cubrir los restos, intenté determinar el curso de los acontecimientos.

—Espera un momento. ¿Tú que piensas, Fúsculo? Supongo que se encontraba en el mármol cuando lo hallaron. Pero lograr todo esto debió llevar algún tiempo. No se rindió con facilidad.

—Dudo que lo sorprendieran; en una habitación de estas dimensiones hubiera visto a cualquiera que se le acercara.

—¿Nadie lo oyó gritar pidiendo ayuda?

—No, Falco. Quizás en un primer momento él y el asesino estuvieron hablando. Quizá se enzarzaron en una discusión y en un momento dado empezaron a pelearse. Parece que al menos uno de los dos usó una silla para protegerse, quizá ambos. Eso fue sólo una fase de la lucha. Creo que al final, su oponente lo tenía agarrado contra el suelo, boca abajo, mientras él intentaba librarse de lo que le estuvieran haciendo. Así fue como terminó.

—Pero antes de eso estuvo cara a cara con el agresor, o tal vez los agresores. Él supo quién era.

—¡Un factor decisivo! —asintió Fúsculo—. El atacante sabía que habría consecuencias a menos que acabara con éste.

—Crísipo. Se llama así.

—Eso es, Crísipo.

Le concedimos un poco de cortesía. Pero se hacía difícil pensar en lo que quedaba de un hombre que hasta hacía muy poco vivía, como nosotros.

Me acerqué un poco más. Para hacerlo tuve que vadear una alfombra de papiros manchados de sangre. Había pergaminos que todavía estaban enrollados y otros que se habían abierto al caer, deshaciéndose y rompiéndose luego, mientras se desarrollaba la pelea. Esa mañana, estos pergaminos debían de estar fuera, preparados para trabajar de alguna manera sobre ellos. No había señales de que los hubieran sacado de los casilleros, que estaban todos muy bien ordenados, y además, los restos quedaban demasiado alejados de las paredes de esa habitación inmensamente espaciosa como para que eso hubiera ocurrido. Debían de provenir de las mesas, que estaban situadas a intervalos, una de las cuales todavía tenía encima un montón de documentos sin estuche.

—Se puede ver que fue un asunto cara a cara en algún momento —dijo Fúsculo—. Algunos de los puñetazos le vinieron de frente. Y el otro asunto… —añadió en voz baja.

El «otro asunto» era a la vez horrible e ingenioso.

Fui pisando con cuidado, al tiempo que evitaba algunos charcos viscosos, hasta que me situé junto a la parte superior del cadáver. Me arrodillé a su lado y estuve de acuerdo con Fúsculo. Tenía una mejilla hecha papilla. Fúsculo esperó a que yo comentara el resto.

—¡Ay! Muy creativo…

El muerto tenía una varilla de madera de ésas en las que se enrollan los pergaminos embutida en uno de los agujeros de la nariz. Cuando se la metieron por la nariz el dolor debió de ser espantoso, aunque yo no creía que eso lo hubiera matado. A menos que hubiera roto los huesos del cráneo y hubiera perforado la cavidad cerebral. Alguien que lo aborreciera podía haberse sentido mejor haciéndole eso, pero después se hubiera encontrado con un adversario furioso y desesperado de dolor, aunque todavía vivo y capaz de identificar a quienquiera que lo hubiera golpeado con tanta saña.

Agarré con disgusto la varilla empapada de sangre y tiré de ella hasta sacarla. Había sangre, pero no sesos. No, eso no había sido fatal.

—Esta peculiar manera de penetrar se hubiera logrado con más facilidad por detrás, Fúsculo. Lo agarras de un brazo y embistes. El puño que queda libre tiene la varilla y es el que golpea. El golpe se da hacia ti y hacia arriba.

—Fuerte.

—¡Fuerte!

En estos momentos la punta de la varilla de pergamino no tenía el tope. Sabía que en algún momento tuvo que haberlo porque entre la sangre brillante y la punta de esa vara quedaba un corto espacio blanco, con la madera más limpia que el resto. La espiga se había partido y la parte más corta estaba enredada en los pliegues de la túnica del muerto, las astillas se habían enganchado en las fibras desgarradas del cuello de la prenda, donde empezaba una larga rasgadura que llegaba casi hasta la cintura. Cuando puse los dos trozos uno al lado de otro sobre las losetas del mosaico, el extremo más corto tenía un pomo dorado con la forma de un delfín sobre un diminuto pedestal. No había ni rastro del tope que faltaba en el trozo más largo.

—Un hombre —decidí ante la pregunta no expresada pero inevitable.

—Casi con seguridad —dijo Fúsculo. Al trabajar en el Aventino él debía haber conocido algunas mujeres fuertes. Nunca pasaba por alto una posibilidad.

—Sí, un hombre —le aseguré con delicadeza a la vez que miraba los moretones de los puños que habían golpeado a Crísipo hasta que perdió la consciencia. Puñetazos, y era probable que golpes de bota. Y codazos. Y rodillazos. Cabezazos. Las manos agarrándose a la ropa, que estaba rasgada y hecha jirones.

Me puse de pie con un quejido. Flexioné la espalda. Observé todo el desastre que había alrededor. Al levantar alguno de los papiros, vi que debajo asomaba sangre. Daba la impresión de que al menos algunos de los restos habían sido arrojados al suelo cuando el hombre ya estaba muerto. Había pergaminos tirados por todas partes. La tinta del oscuro botellón de tamaño especial para el scriptorium estaba derramada. La otra sustancia estaba salpicada con furia por todas partes. Con mucho cuidado cogí un poco con el dedo índice y la olí. Fúsculo hizo una mueca.

—¿Qué demonios es esa porquería maloliente, Falco?

—Aceite de cedro. Se usa para repeler los insectos que se comen los libros. Se aplica a los pergaminos, eso es lo que les da ese tono amarillo pálido. Y el maravilloso aroma que se desprende de los libros bien guardados. Los bibliotecarios nunca tienen polillas en su ropa, ¿sabes?

—¡Um! —Fúsculo no era un hombre que leyera por placer y sospechaba, con toda la razón, que me había inventado la afirmación sobre las polillas—. Puede que tenga un aspecto feo, ¡pero va a oler francamente bien en su pira cuando se encamine hacia los dioses!

Matar a Crísipo no había sido suficiente. Con el cadáver a sus pies, el asesino se había arriesgado a quedarse ahí mientras esparcía pergaminos, tinta y aceite por toda la habitación. Su ira y frustración continuaban. Buscara lo que buscara, no lo había conseguido. La muerte no había resuelto nada.

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