Oda a un banquero (4 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

Me preparé a ser ridiculizado por mi familia y mis amigos. Ostentosamente, hice caso omiso del círculo de escritores, que se retiraban con sus sandalias desgastadas a las buhardillas que impregnaban con su sudor agrio. Petronio Longo se abrió paso entre ellos a bruscos empellones.

—Por el Hades, ¿quién era ese tipo fastidioso que contratasteis para la elegía?

—No nos eches la culpa. —Fruncí el ceño y volví la vista hacia la espalda del presumido comerciante mientras éste se mezclaba con sus clientes—. Si supiera quién es, haría lo necesario para encontrarme con él en algún rincón tranquilo y lo mataría.

Como informante, debería haber sabido que mis palabras eran una estupidez.

IV

—Una extraña mujer, tu hermana —musitó Petronio Longo al día siguiente.

—¿No lo son todas?

A Petronio le intrigaba el atrevido poema de Maya; Helena debía de haberle contado quién era su verdadero artífice. Por lo menos, aquello le distrajo de burlarse de mis esfuerzos de la noche anterior. En aquel momento, fuera de servicio, se dirigía a casa para echar una cabezada matinal en el apartamento que le subarrendábamos al otro lado de la plaza de la Fuente. Se había dejado caer por nuestra casa como un amigo íntimo; mortificarme un rato le haría dormir mejor.

—¿Maya Favonia aún escribe poemas? —pregunto con curiosidad.

—Lo dudo. Ella te diría que, con cuatro hijos, no hay tiempo para escribir.

—¿Oh, entonces compuso ése antes de casarse?

—Tal vez eso explica por qué se casó con Famia.

Helena salió de la habitación interior donde había intentado introducir el desayuno en la boca de nuestra rugiente hijita de un año. Parecía cansada. Nosotros estábamos sentados en el atrio procurando no estorbar. Le hicimos espacio, pero estábamos apretados. Aún fue peor cuando
Nux
, la perra, que estaba preñada, se nos unió también.

—¿Y qué tal nuestro feliz poeta esta mañana? —dijo Petro, radiante. Finalmente, iba a divertirse. Sin duda había tenido mucho tiempo para imaginar críticas mientras patrullaba las calles durante media noche en busca de ladrones o mientras interrogaba amablemente a algún incendiario con su útil técnica de usar las botas. Me puse en pie y dije que tenía que encontrarme con un cliente, pero nadie se lo tragó. Era una vieja excusa de informante.

—¿Qué cliente? —inquirió Helena en son de burla. Ella sabía perfectamente lo corta que era mi lista en aquel momento. Se suponía que sus hermanos estaban siendo preparados como mis discípulos, pero había tenido que prescindir de Eliano y daba gracias de que Justino estuviera preparando su boda en la lejana Bética.

—El cliente al que me propongo buscar mediante anuncios en las escaleras del Templo de Saturno.

—¿Mientras las auténticas posibilidades andan buscándote en la Basílica Julia? —sugirió Petro. El sabía cómo iban las cosas. Conocía mi manera informal de buscar trabajo.

Me sentí como si hubiera conocido a Petronio Longo toda mi vida. Parecía parte de mi familia. De hecho, sólo éramos amigos desde que teníamos dieciocho años, hacía de eso unos quince. Habíamos crecido a unas pocas calles de distancia y la primera vez que nos habíamos conocido como era debido había sido en la oficina de reclutamiento, cuando nos alistamos en el ejército siendo unos muchachos que deseaban marcharse de casa. Luego habíamos servido en la misma legión, en Britania, durante la revuelta de Boadicea. Que Júpiter nos proteja.

Los dos escapamos al servicio activo con parecidas alegaciones de «graves heridas»; convalecimos juntos y tuvimos sendas recuperaciones milagrosas. Volvimos a casa prácticamente hermanados por la bebida. Entonces Petro se casó. Aquello motivó un ligero distanciamiento, porque yo no lo hice. Por lo menos durante mucho tiempo. Él también consiguió un trabajo envidiable en los vigiles que yo ni siquiera intenté alcanzar. Tenía los tres hijos que todo romano estaba obligado a criar; yo, en cambio, apenas empezaba a seguirlo en ello y casi estaba a punto de renunciar a la idea, sobre todo si la pequeña Julia continuaba con sus berrinches como en los últimos tiempos. Ahora, Petro estaba separado de su mujer, lo cual no me sucedería nunca con la mía. De todos modos, probablemente Petro había pensado lo mismo de él y Silvia, en otro tiempo.

Petro no había sido nunca del todo el personaje probo por el que todo el mundo lo tenía. Se rumoreaba que conoció en sus años mozos a mi difunta hermana Victorina, pero era mucha la gente que la había conocido. Victorina era un borrón inevitable en el Aventino. Por lo menos, todos los hombres la conocían; ella se había asegurado de que así fuera. Pero Petronio conoció al resto de mi lamentable familia bastante más tarde, cuando volvimos a casa después de haber estado en el ejército. Maya, por ejemplo. Recuerdo el día que le presenté a Maya. Por entonces todavía estaba haciéndome a la idea de que, mientras estaba de legionario en Britania, mi hermana pequeña —mi favorita, teniendo en cuenta que apenas soportaba a ninguna— no sólo se había casado sin consultarme, sino que había tenido dos hijos y estaba visiblemente embarazada otra vez. Su primera hija murió posteriormente, así que ése debía de ser el embarazo de Cloelia, que ya tenía ocho años.

Por alguna razón, Petronio se había sorprendido al conocer a Maya. Me preguntó por qué no le había hablado nunca de ella. Su interés debería haberme preocupado, pero Maya era sin duda una joven madre muy decente y, además, lo siguiente que supe de él fue que se casaba con Silvia. Por lo menos habíamos evitado esa situación engorrosa en que la hermana pequeña se enamora del amigo guapo del hermano mayor. Un amigo que, por supuesto, nunca demuestra interés por ella.

Que Maya se emparejara con Famia había parecido un acto de desesperación, antes incluso de que el hombre se diera en serio a la bebida. En cualquier caso, las chicas también tienen que encontrar el modo de marcharse de casa. Siempre vibrante y atractiva, estaba dotada de una terquedad peligrosa. Maya era el tipo de mujer joven que parece ofrecer algo especial; y maduro. Era inteligente y, aunque virtuosa, daba la impresión de saber siempre dónde estaba la buena diversión. Era de esas mujeres que pueden enamorar intensamente y hasta obsesionar incluso a hombres experimentados. A quienes nos sentíamos responsables de Maya, el matrimonio y la maternidad nos habían parecido una buena opción protectora.

Petronio la consideraba una mujer extraña, ¿no? Resultaba ridículo, si era cierto que una vez había flirteado o algo peor con Victorina. Ésta y Maya eran polos opuestos.

Mientras yo reflexionaba, Petronio se había quedado callado pese a aquella oportunidad de oro para mofarse de mi actuación en el auditorio de Mecenas, la noche anterior. Acababa de salir de servicio y debía de estar cansado. Nunca me hablaba mucho de su trabajo, pero no se me escapaba lo desagradable que podía resultar.

Helena, con los ojos cerrados, dejaba que el sol la bañara al tiempo que intentaba aislarse del lejano y quejumbroso llanto de Julia. Los chillidos aumentaron de volumen.

—¿Qué hacemos? —preguntó Helena a Petro. Él tenía tres hijas, que su esposa se había llevado a vivir con ella y su amante en Ostia; sus hijas hacía tiempo que habían dejado atrás la fase histérica. Petro había sobrevivido a ésta y luego las había perdido.

—Pasará. Si no, muy pronto os habréis curtido para soportarlo. —Su rostro se había ensombrecido. Quería mucho a sus hijas. De nada le servía saber que perderlas había sido culpa suya—. Probablemente es un diente. —Como todos los padres, se consideraba un experto en el tema y veía como idiotas incompetentes a aquellos de nosotros que éramos primerizos en el asunto.

—Es dolor de oídos —mentí. No había ninguna razón evidente para que Julia estuviera tan irritada. Bueno, no; había una razón. Ella había sido una niña muy dócil demasiado tiempo; nos habíamos entusiasmado y habíamos creído que ser padres era muy sencillo. Ahora, allí teníamos nuestro castigo.

Petronio se encogió de hombros y se puso en pie para marcharse. Al parecer había olvidado los comentarios sobre mi poesía y yo no tenía ninguna intención de recordárselos.

—Ve a ver a tu cliente —me murmuró Helena. Sabía que el tal cliente era inexistente y se disponía a descargar su furia porque la dejaba sola con la niña. Helena saltó de su taburete, dispuesta a atender a nuestra pequeña antes de que los vecinos empezaran a protestar.

—No es necesario —dije, mientras miraba hacia la calle con expresión ceñuda—. Creo que él me ha encontrado por su cuenta.

Normalmente, uno los distingue.

La plaza de la Fuente, la sucia callejuela donde vivíamos, era una típica calle secundaria corta y estrecha donde los holgazanes se pudrían en tenduchas húmedas y cerradas. Los edificios tenían seis pisos de altura y conseguían ser tenebrosos al nivel de la calle, aunque en un día caluroso como aquél los sucios apartamentos nunca proporcionaban, suficiente sombra. Entre las paredes desconchadas surgían los olores desagradables de la confección de tinta y de los cadáveres que se guardaban a una temperatura excesiva en la funeraria, mientras leves ráfagas de humo de diversas industrias (algunas de ellas, legales) rivalizaban con las vaharadas de vapor húmedo de la lavandería de Lenia, situada enfrente.

La gente iba y venía a sus asuntos matinales. El enorme cordelero, un tipo con el que nunca cruzaba palabra, había pasado a toda prisa con el aspecto de quien vuelve a casa después de una larga noche en algún grasiento calabozo. Los clientes se paraban en el puesto donde Casio vendía panecillos ligeramente rancios con una palabrería aún más rancia. Un aguador se encaminaba hacia uno de los edificios; un gallo temeroso del desplumador organizó un alboroto en los corrales; era época de vacaciones escolares, de modo que los niños corrían por la calle jugando y metiéndose en líos. Y líos de otro tipo eran los que me buscaban a mí.

El hombre que vino a verme era una masa carnosa y desaseada cuyo vientre rebosaba el cinturón. Unos rizos delgados, oscuros y sin peinar caían sobre su frente y se volvían hacia atrás sobre el cuello de la túnica en guedejas de aspecto húmedo, como si se hubiera olvidado de secárselas debidamente en las termas. Una perilla rala decoraba su papada. Por su modo de recorrer la calle era evidente que buscaba una dirección. Ni tenía la expresión suficientemente sombría para dirigirse a la funeraria, ni lo bastante mansa para acudir a la bruja de tres al cuarto que engañaba a su marido, el sastre. Además, aquella mujer recibía a sus clientes horizontales por la tarde.

Petronio pasó ante aquel hombre sin ofrecerle ayuda, aunque lo miró con la meticulosa suspicacia de los vigiles. Tomó nota del individuo, quizá para que más tarde le echara mano una brigada. En lugar de aterrorizado parecía ajeno a todo. Debía de llevar una vida muy recluida. Lo cual
no
significaba necesariamente que fuera un tipo respetable. Tenía el aire de un esclavo liberto, un secretario o un mago del ábaco.

—¿Dilio Braco?

—Didio Falco. —Hice rechinar los dientes.

—¿Está seguro? —insistió el hombre. No respondí para no soltar una descortesía—. He sabido que ayer dio un recital de poesía con gran éxito. Aurelio Crísipo cree que podríamos hacer algo por usted.

¿Aurelio Crísipo? El nombre no me sonaba pero, incluso en aquel primer momento, tuve una sensación sombría al oírlo.

—Lo dudo. Yo soy informador. Pensaba que sería usted quien quizá querría algo de mí.

—¡Por el Olimpo, no!

—Una cosa que querría es saber con quién estoy hablando.

—Eusquemonte. Dirijo el scriptorium del Caballo Dorado para Crísipo.

Seguramente se trataba de algún edificio dónde esforzados escribientes copiaban manuscritos, bien para uso personal de sus dueños o en múltiples copias para la venta comercial. Su presencia debería haberme animado, pero sospechaba que Crísipo podía ser la molestia con barba griega que se había adueñado de nuestro recital. La cara falsa que me había mostrado en su presentación iba a mantenerse. Así era la fama. Tu nombre se hacía muy conocido… en alguna versión incorrecta. Sólo nos sucede a algunos. No me digáis que habéis comprado alguna vez un ejemplar de las
Guerras de las Galacias
, de Julio Cástor.

—¿Debería haber oído hablar de un scriptorium con la marca del Caballo Dorado?

—¡Ah, es un gran negocio! —me dijo—. Me sorprende que no nos conozcas. Tenemos treinta escribientes que trabajan con nosotros a dedicación completa. Crísipo se enteró anoche de tu representación y pensó que tal vez estaría bien hacer una pequeña edición de tu poesía.

A alguien le gustaba mi obra. Arqueé las cejas de modo involuntario y lo invité a pasar.

Helena se encontraba con Julia en la habitación donde yo recibía a mis clientes. La niña detuvo su rabieta de inmediato y se interesó por el desconocido. En circunstancias normales, Helena se la hubiera llevado al dormitorio, pero como Julia estaba callada, la dejó en la alfombra y la niña siguió mordiendo con aire abstraído su ciervo de juguete al tiempo que miraba fijamente a Eusquemonte.

Le presenté a Helena y mencioné, avergonzado, que su padre era
un
patricio, por si eso me ayudaba. Yo era un poeta que necesitaba un mecenas. Advertí que Eusquemonte miraba a su alrededor con aire de asombro. Vio que nuestro piso estaba atiborrado de objetos, que las paredes estaban pintadas de un solo color y que los suelos eran de planchas de madera. También se fijó en una escuálida mesa de trabajo artesanal y en los taburetes inclinados.

—Nuestra casa está fuera de la ciudad —dije con orgullo. Sonó a mentira, claro—. Pero nos vamos a trasladar enseguida, si los albañiles se deciden a terminar las obras de los baños. Este piso es sólo un refugio que tenemos para estar cerca de mi madre.

Expliqué a Helena que Eusquemonte se había ofrecido a editar mi obra y vi que ella fruncía el ceño con aire suspicaz.

—¿Ha visitado también a Rutilio? —le pregunté.

—No. ¿Debería hacerlo?

—No, no, evita toda publicidad. —Yo podía ser un aficionado, pero conocía las reglas de juego. El interés principal de un autor es aplastar a sus colegas a las primeras de cambio—. Bien, entonces, ¿de qué se trata? —Yo quería enterarme bien de la oferta pero fingir indiferencia.

—Como autor novel no puede esperar que se haga una gran tirada —dijo Eusquemonte, nervioso. Se le veía confiado, seguro que ya había hecho aquello muchas veces—. El número de ejemplares de la primera edición dependerá de cuántos amigos y parientes tenga usted.

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