—Tengo demasiados y todos ellos querrán ejemplares gratuitos. —Pareció aliviado ante mi seca respuesta—. Bien, ¿cuál es su oferta?
—Oh, todo un negocio —me aseguró. En la amabilidad de su tono noté que quería indicarme que dejara los detalles en sus manos, que eran ellos quienes entendían de negocios. Pero a mí, en cambio, estar en manos de expertos siempre me había preocupado.
—¿Y cuáles serían las condiciones del contrato? —Helena lo presionó. Su tono de voz sonaba inocente. Era la hija de un senador que sentía curiosidad por aquel mundo de hombres. Sin embargo, Helena siempre había cuidado de mis intereses. Había habido un tiempo en el que lo que me pagaban (si me pagaban), tenía una relación directa no ya con lo que poníamos en la mesa sino con el hecho de si comíamos o no.
—Serán las normales —murmuró Eusquemonte con aire indiferente—. Nos pondremos de acuerdo en un precio y luego publicaremos. Así de sencillo.
Ambos lo miramos en silencio. Yo me sentía halagado, pero no lo suficiente como para comportarme como un estúpido.
Lo desarrolló un poco más:
—Bueno, adquiriremos sus manuscritos, Falco, por un precio adecuado. —¿Me gustaría a mí ese precio?—. Entonces haremos las copias y las venderemos desde nuestra distribuidora, que está directamente relacionada con nuestro scriptorium.
—¿En el Foro?
—Cerca del final de Clivus Publicius. —Se le veía evasivo—. Justo al lado del Circo Máximo, una situación privilegiada —me aseguró—. Una excelente zona comercial.
Yo conocía el Clivus Publicius. Era un rincón solitario, un callejón para atajar de camino del Aventino al Circo.
—¿Podría darme unas cifras realistas?
—No, no. Crísipo negociará el precio.
—Entonces, ¿cuáles son las opciones? ¿Qué tipo de edición será? —En esos momentos yo ya odiaba a Crísipo.
—Eso dependerá del valor que atribuyamos a los escritos. Como usted sabe, los clásicos se publican con las portadas de papiro y de pergamino de primera calidad para proteger los extremos exteriores de los rollos. Las obras menores tienen un acabado menos elaborado, claro, mientras que la obra de un autor novel suele presentarse como un palimpsesto. —Copiada en pergaminos ya usados en los que se había borrado lo escrito con anterioridad—. Eso sí, hecho con todo cuidado —murmuró Eusquemonte con aire persuasivo.
—Sí, tal vez quede muy bonito, pero quizá no quiera eso para mis trabajos. ¿Quién decide el formato?
—¡Nosotros, por supuesto! —Le había sorprendido que yo planteara esa pregunta—. Elegimos el tamaño del rollo, los materiales de acabado, la decoración y el tipo y el tamaño de la edición. Todo ello basado en nuestra larga experiencia.
Yo me hice el tonto.
—¿Y lo único que tengo que hacer es escribir algo y luego entregárselo?
—¡Exacto! —me respondió con una radiante sonrisa.
—¿Y podré hacer copias adicionales para mi propio uso?
—Me temo que no —dijo con cierto sobresalto—. Pero nos las puede comprar a nosotros con descuento. —¿Comprar mi propia obra?, pensé yo.
—Un trato un poco injusto —me aventuré a decir.
—No, es una sociedad —me regañó—. Trabajaremos juntos para beneficio de ambos. —Sus palabras sonaban tan dignas de confianza como las de un buscón barato—. Además, nosotros nos encargamos de la promoción y corremos con todos los riesgos.
—Querrá decir si la obra no se vende.
—Exacto. La casa de Aurelio Crísipo no se dedica a éste negocio para proporcionar leña a los hornos de las termas cuando nos vemos obligados a afrontar los fracasos. Nos gusta hacer las cosas bien desde el principio.
—Así me gusta.
—Entonces, ¿tengo que suponer que le interesa? —preguntó con algo más de dureza.
Miré a Helena, que se encontraba detrás de él, y sacudía la cabeza con vehemencia y apretaba los dientes.
—Sí, me interesa —sonreí, animado. Helena había cerrado los ojos—. De todas formas, me gustaría ver algunas publicaciones suyas. —Yo esperaba que Helena se tranquilizara ante mis precauciones y, en cambio, actuó movida por una desesperación obsesiva. Helena sabía muy bien lo que sería de mí si caía en manos de vendedores de pergaminos. Era una lectora tan ávida como yo, aunque cuando se trataba de comprar libros, no compartíamos los mismos gustos. Como hasta hacía muy poco mis gustos se habían visto limitados a lo que podía encontrar en los mercados de segunda o tercera mano, mi compañera tenía toda la razón de mostrarse escéptica. Durante casi toda mi vida, sólo había tenido acceso a pergaminos sin estuche y después de leerlos, los cambiaba por otros.
—Bien, venga a vernos cuando desee —asintió Eusquemonte de mala gana.
—Lo haré —dije. Helena hizo el gesto de lanzarme un cuchillo a la cabeza. Fue una imitación excelente. Yo ya olía el imaginario caldo caliente y notaba los bordes afilados del cuchillo en el interior de mi sesera.
—Tráigame sus manuscritos —replicó Eusquemonte. Luego, calló unos instantes—. Si tiene pensado escribir algo especial, permítame que le dé unos cuantos consejos. Ni nuestras mejores obras superan la longitud de los pergaminos griegos, es decir, unos diez metros. Sin embargo, eso sólo se aplica a obras de gran mérito literario. Por norma general, es un libro de Tucídides, dos de Homero, o una obra de teatro de mil quinientos versos. Pero no hay muchas obras modernas que alcancen tal extensión. Para un autor popular, siete metros es un buen tamaño. —Con esas palabras quería darme a entender que mi obra no sería popular—. Así que, lo mejor es que sea corta. Más larga, podría ser un castigo. Y si quiere que lo tomen en serio, sea práctico en su presentación. Un rollo tendrá entre veinticinco y cuarenta y cinco versos por columna, y de dieciocho a veinticinco letras por verso. Intente acomodarse a estas normas. Estoy seguro de que usted quiere parecer un profesional.
—Sí, claro —dije y tragué saliva.
—Cuando calcule, no olvide contar las ayudas modernas al lector.
—¿Qué?
—La puntuación, los espacios después de las palabras, las marcas de final de verso…
Al parecer, aquello había sustituido los conceptos obsoletos como la intensidad de los sentimientos, la métrica, la agudeza y la elegancia estilística.
Eusquemonte había caído en la vieja trampa, pensaba que me había tomado el pelo. Los informantes teníamos fama de estúpidos, todo el mundo lo sabía. La mayor parte lo eran: meticulosos en no ver y en no escuchar informaciones valiosas y luego malinterpretarlas. Sin embargo, algunos de nosotros también sabíamos tomar el pelo.
Por lo tanto, contuve el impulso de acudir inmediatamente al scriptorium de Crísipo y entregarle mis más inspiradas creaciones por una tarifa irrisoria. Ni siquiera en el caso de que me ofreciera un derecho contractual que me autorizara a comprar ejemplares con un descuento miserable. Ni aunque me hubiera ofrecido hojas de palmito doradas en su gráfica de previsión de ventas. Como yo era un informante, decidí hacer averiguaciones sobre ellos. Dado que no tenía clientes (como era habitual) disponía de todo el tiempo libre del mundo para dedicarme a ello. Y también tenía los contactos adecuados.
Mi padre era subastador. Aunque en el fondo era un hombre que trataba con arte y mobiliario de calidad, en ocasiones se permitía algún devaneo con el singular mercado de pergaminos; consideraba la literatura de segunda mano lo peor de su negocio. Mi padre y yo casi no nos hablábamos. Se marchó cuando yo tenía siete años, aunque en estos momentos, afirmaba que había prestado apoyo económico a mi madre para que pudiera alimentar a las alborotadoras criaturas que él había engendrado. Debió tener buenas razones para marcharse; en cualquier caso, motivos mejores que los encantos de cierta pelirroja. Pero yo todavía pensaba que, ya que había crecido sin la figura paterna, en estos momentos podía continuar mi existencia sin ese inconveniente.
Él disfrutaba fastidiándome y yo me preguntaba por qué no había aparecido en mi lectura de anoche. El hecho de que no lo hubiera invitado no lo habría disuadido. En otra época, Helena sí lo habría hecho, porque se llevaba estupendamente bien con ese viejo bribón; pero eso era antes de que nos recomendara a Gloco y Cota, los contratistas de los baños que habían hecho de nuestro hogar un lugar inhabitable. Al tiempo que los caballetes, el polvo y sus mentiras y escabullidas de los términos contractuales provocaban en Helena la ira frustrada de cualquier cliente repetidamente defraudado, su opinión sobre mi padre se iba acercando más a la mía. En estos momentos, el único riesgo era que pudiera decidir que yo me parecía a él. Eso podía acabar con nosotros.
Mi padre era dueño de dos propiedades, al menos que yo supiera, aunque como era adinerado a la vez que reservado, es probable que fueran más. Su almacén, que le servía a la vez de oficina, se hallaba en la Saepta Julia, un recinto habitado por toda clase de joyeros que siempre andaban con dobles juegos y por anticuarios farsantes con semblante de culpabilidad. Era demasiado temprano para encontrarle allí. Las subastas se llevaban a cabo in situ, en residencias privadas o, a veces, en los Pórticos, pero yo no había visto escrito en el Foro, recientemente, ningún anuncio de las ventas de Didio Gémino. Así que sólo quedaba su casa, un edificio alto con una magnífica azotea y un sótano húmedo situado en el Aventino, en el frente que da al río. Era el sitio más cercano en el que podía buscarle, aunque siempre me sentía incómodo cuando me dirigía allí, por el asunto de la pelirroja que ya he mencionado. Yo sabía cómo tratar a las pelirrojas, especialmente si eran ancianas que habían perdido el color, pero prefería evitar el problema que habría tenido con mi madre si alguna vez llegaba a enterarse de que conocía a Flora. De hecho, sólo había hablado con ella una vez, cuando entré a beber algo en una taberna que ella regentaba. Esa mujer podía llevar veinticinco años con mi padre, pero tal detalle no nos proporcionaba nada que decirnos.
Era difícil descender hasta el río desde la colina del Aventino debido a los escarpados peñascos que cubren el Trastévere. Podía escoger entre descender por la Puerta de Laverna hacia los bulliciosos alrededores del Emporio y doblar entonces hacia la derecha, o subir por delante del templo de Minerva, bajar por una pendiente hacia el puente de Probo y volver hacia el otro lado por el margen del río. La casa de mi padre tenía vistas sobre las aguas, más o menos cerca de la vieja Naumaquia, lo cual hubiera sido un privilegio si le hubieran interesado las tentadoras visiones de los simulacros de batallas navales que allí se representaban durante los festivales. Es probable que, para un sinvergüenza corriente de la propiedad inmobiliaria, eso fuese considerado como una ventaja para el comprador.
Ésta era una zona ruidosa y animada, con el aroma de cargamentos exóticos y las quejas de marineros y estibadores de los muelles. Si el viento soplaba en dirección opuesta, flotaba en el aire una tenue cortina de polvo proveniente de los enormes graneros que había tras el Emporio. El propio hecho de estar tan cerca del río provocaba un inquietante entusiasmo. Estar por ahí, entre los tramposos tiburones que trabajaban allí, me mantenía alerta.
Corrí el riesgo de lastimarme un tendón al manipular la aldaba de la puerta. Ese pedazo de bronce parecía un trozo de pata de caballo sacada de una escultura múltiple de las que representan alguna enredada escena bélica. La puerta en sí era de una magnitud imponente y de una importancia que hubiera sido más apropiada para el santuario secreto de algún templo muy afectado. No ocurría lo mismo con el pálido alfeñique que al final contestó a mi llamada; era un esclavo tímido que parecía esperar que lo acusara de un delito incestuoso de especial vileza.
—Ya me conoces. Soy Falco. ¿Está Gémino en casa? Dile que su encantador hijo pregunta si puede salir a jugar.
—¡No está aquí! —gritó el esclavo.
—¡Por el ombligo de Neptuno! ¿Cuándo salió? —No hubo respuesta—. Date prisa. Necesito hablar con él ahora y no la semana que viene.
—No sabemos dónde está.
—¿Qué? ¿Ese viejo pillo ha desaparecido de nuevo? ¿Con quién crees que se habrá fugado esta vez? Ya es bastante madurito para fornicar, aunque sé que él no considera que eso lo frene.
El esclavo temblaba. Quizá pensaba que la bien amada de mi padre podía aparecer por detrás y escuchar mis groserías.
Yo ya estaba acostumbrado a encajar excusas en los umbrales de las puertas. Me negué a abandonar.
—¿Sabes a dónde ha ido mi querido padre, o para cuándo se espera que esté de vuelta ese excelentísimo pedazo de estiércol de mula?
—No ha estado aquí desde el funeral —susurró el hombre mientras me miraba más asustado que nunca.
Esa figura temblorosa estaba dispuesta a desconcertarme. Los obstáculos eran una cosa común en mi profesión, así como una reacción habitual en los miembros de mi familia.
—¿Quién ha muerto? —lo apremié yo, tan pancho.
—Flora —respondió.
No tenía nada que ver conmigo, pero aun así supe que acabaría involucrándome, a pesar de mí mismo.
No había escapatoria. Ahora tendría que pegarme la caminata para cruzar el centro de la ciudad hacia el complejo de edificios públicos situados al lado del campo de Marte, donde mi padre tenía su almacén y oficina en la Saepta Julia. Se trataba de un edificio de dos plantas, emplazado en una zona abierta donde se podía comprar toda clase de bisutería y baratijas, o donde maestros de la fraternidad de subastadores como mi padre te desplumaban con sus muebles y lo que ellos llamaban arte. A no ser que uno estuviera desesperado por adquirir un trono plegable de lo más común, de quinta mano y con una pata menos, era mejor dejarse el monedero en casa. Por otra parte, si uno ansiaba tener una reproducción de la Venus de Cos con la nariz encolada al bies, aquí es donde tenía que dirigirse. Incluso te la envolverían y esperarían a que casi te hubieras marchado de la tienda para reírse de tu credulidad.
Marco Didio Favonio, que adoptó el nombre de Gémino tras escaparse de casa, el ancestro paterno según el cual yo tenía que modelar mi vida y mi carácter, siempre se escondía entre el desorden. Escogí el camino que debía seguir por el almacén en tanto me llenaba de polvo y me procuraba un gran moretón con un candelabro del tamaño de una persona, que estaba desatado y que volcó cuando pasé. Encontré a mi padre desplomado sobre un montón de piezas de los armazones metálicos de varios catres, detrás de una pequeña Artemisa de piedra. Aunque ésta estaba cabeza abajo, en un saco de retazos de cerámica, se veía que era de juguete y el viejo estaba metido en un horrible y faraónico cofre del tesoro, con los pies hacia arriba. Por fortuna, no llevaba las botas puestas. Así quedaría a salvo ese barniz turquesa y dorado tan ordinario. No estaba borracho, pero lo había estado. Probablemente durante varios días.