—¿Una sola persona? —preguntó Fúsculo, mirándome.
—¡Por Júpiter!, no lo sé. ¿Tú qué crees? Se encogió de hombros. —¿Y el motivo, entonces? —El motivo primario: pura y maldita ira. —¿Y el motivo subyacente? —Negocios o placer, Falco.
—Las lindas excusas habituales. De todos modos, en este momento, no podemos decir cuál fue de las dos.
Caminamos por allí, desconcertados y un poco sin rumbo.
Me di cuenta de por qué Petronio Longo le había dicho a Helena que ésta era la biblioteca de griego; una mampara formada a partir de dos enormes puertas plegables que permanecían abiertas, quizá de forma permanente, separaba la parte donde Crísipo había muerto de un anexo con el mismo estilo que parecía contener obras en latín. Al menos reconocí al bueno de Virgilio entre los polvorientos bustos.
—¿Pueden llevarse ya el cadáver? —Fúsculo no se estaba quieto. A los vigiles les gustaba ver cómo los escenarios de los crímenes volvían a la normalidad. De ese modo, la gente imaginaba que se conseguía algo con la presencia de la ley.
—En cuanto haya oído qué dice la gente de la casa. Entonces ya podrán limpiar el desastre. Vas a ver cómo la lechada del precioso mosaico va a quedar manchada.
—La solución es volver a darle otra capa —dijo Fúsculo igualando mi tono reflexivo—. Se limpian a conciencia las piezas de mármol, se baña todo con el cemento nuevo en una fina mezcla y se le pasa una esponja.
—Eso es caro.
—Oh, pero vale la pena. Si no, van a estar toda la vida viendo la sangre de ese hombre.
—Es cierto. Pero, Tiberio Fúsculo, sean quienes sean, seguramente no nos agradecerán estos prudentes consejos domésticos, así que… —En estos momentos yo ya estaba preparado para la próxima situación desagradable—. Me pregunto de quién estamos hablando. Averigua si tus hombres han descubierto algo del personal de la casa, ¿quieres? Yo intentaré desentrañar quién es quién entre los parientes más cercanos.
—Di órdenes de que a ninguno de los que estaban aquí se le permitiera cambiarse de ropa antes de ser interrogado. El asesino podría llevar encima evidencias de esa hemorragia nasal forzosa, si no otra cosa.
—¡Por todos los dioses, sí! El asesino debía de estar cubierto de sangre. ¿Pediste un registro del edificio?
—Por supuesto. ¿Por qué clase de aficionados nos tomas, Falco?
Fúsculo era muy consciente de que, la mayoría de las veces, los asesinatos ocurren por razones domésticas. Estaba en lo cierto. Quienquiera que fuera la persona o personas que vivían allí, ellos serían los primeros sospechosos, y quizá no tuvieran ni el momento ni la oportunidad para ocultar cualquier prueba de su participación. Así que yo estaba muy alerta mientras me disponía a descubrir quién, de entre los asociados domésticos del muerto, había sido el culpable.
Las bibliotecas gemelas tenían unas enormes dimensiones pero una atmósfera austera. Fuera había un pequeño vestíbulo en el que destacaba una mesa auxiliar vacía con soportes de mármol y un elaborado sistema de estantes de madera en los que se exponía un juego de cerámica ateniense que no entusiasmaba. La puerta de salida estaba apartada y custodiada por dos obeliscos egipcios de granito rosado en miniatura. Un ancho rastro de pisadas pegajosas, de varios tamaños y todas bien borrosas, conducían justo al otro extremo del vestíbulo.
—Demasiados turistas pisotearon continuamente el lugar de los hechos, Fúsculo.
—Ocurrió antes de que yo llegara —se justificó.
—Bueno, gracias por sacar de aquí a la muchedumbre.
—Eso lo hizo el jefe.
Me imaginé a la perfección cuál había sido la reacción de Petro ante todo un torbellino de gente.
Salimos a lo que debía de ser el eje principal de la casa. Las bibliotecas y el vestíbulo seguían la línea de la calle; entrando por la puerta de la entrada principal, que estaba a mi izquierda, esta sala cruzaba dicha línea en ángulo recto. Hacia la derecha, se extendía un impresionante conjunto de salones de techo alto.
El estilo cambió. Nos encontrábamos entre paredes pintadas con motivos que se repetían y cálidos tapices de imitación de color dorado y carmesí, cuyas divisiones estaban formadas por un filigranado de follaje trepador y llenas de róeles o pequeñas figuras de baile. Enfrente y a cada uno de los lados, se extendían espléndidos suelos con surtidos cortes de mármol, círculos infinitos y triángulos de elegantes tonos grises, negros y rojos. Por supuesto, más pisadas manchadas de tinta estropeaban las estupendas piedras. Como ya dije, la entrada formal de la casa estaba cerca, a la izquierda. Y a la derecha, de manera destacada, había una enorme sala, como una basílica privada, que constituía la perspectiva central en esta serie de espacios públicos formales.
Allí era donde los vigiles ultimaban los interrogatorios del personal. Los esclavos tendían las manos para que se las inspeccionaran, levantaban los pies para mostrar la suela de sus sandalias, como hacen los caballos con el herrador, y temblaban cuando los hombres, corpulentos y rudos, al intentar examinar sus vestiduras, les hacían girar sobre sí mismos y, en general, los aterrorizaban. Seguimos andando hasta unirnos al grupo.
—¡Vaya un sitio! —exclamó Fúsculo.
Dentro de las enormes dimensiones de la sala, unas columnas interiores sostenían un tejado abovedado. Eso creaba una especie de simulacro de pabellón en el centro de la habitación. La decoración de las paredes exteriores era oscura y dramática: frisos, campos y dados de proporciones formales y pinturas caras que representaban tensas escenas bélicas. Las columnatas hacían que todo el conjunto pareciera la sala de audiencias de algún rey oriental. Debería haber lacayos serviles moviéndose por los pasillos laterales con los pies enfundados en zapatillas. Debería haber un trono.
—¿Era aquí donde Crísipo pensaba masticar sus huevos duros, Falco? —Fúsculo estaba atrapado entre la admiración y el desprecio plebeyo—. ¡Mi abuela no me crió con eso! Fue con panecillos que comía sentado en un cojín lleno de bultos en un patio de nuestra casa. Los primeros que llegaban ocupaban el pequeño espacio en sombra. Yo siempre parecía quedarme atascado a pleno sol.
Curiosamente, un esclavo consternado aún tenía agarrada la bandeja de bronce con lo que debía ser el almuerzo que Crísipo no se había comido. Lo estaban vigilando de cerca. Otros esclavos que ya se habían sometido al interrogatorio se apiñaban en ese momento en grupos asustados, mientras los pocos especimenes que quedaban pasaban por la técnica de interrogatorio de los vigiles, famosa por su sensibilidad.
—Así que, ¿dónde estabas? ¡Ya basta de mentiras! ¿Qué es lo que viste? ¿Nada? ¿Y por qué no vigilabas? ¿Te estás burlando de mí o es que eres tonto de remate? ¿Entonces, por qué querías matar a tu amo? —Ya la llorosa súplica de que los pobrecitos no le deseaban ningún daño a Crísipo, venía la cruda respuesta—: ¡No fastidies! ¡Los esclavos son los principales sospechosos, tú ya lo sabes!
Mientras Fúsculo consultaba para ver qué clase de alhajas les había proporcionado este sofisticado sistema, yo me dirigí hacia el esclavo de la bandeja. Le hice señas a su guardián para que se mantuviera a distancia.
—¿Eres tú quien encontró el cuerpo?
Era delgado, un canijo con aspecto de galo de unos cincuenta años. Se encontraba conmocionado, pero fue capaz de reaccionar a un planteamiento civilizado. Enseguida lo convencí para que me contara que llevarle un refrigerio a Crísipo era su obligación diaria. Si Crísipo quería trabajar, ordenaba que le trajeran una bandeja de la cocina, que este hombre dejaba en una mesa auxiliar que había en el vestíbulo de la biblioteca de latín. El señor interrumpía su trabajo, se ocupaba de los víveres y luego volvía a su lectura. Ese día la bandeja estaba intacta cuando el esclavo fue a retirarla, así que se la había llevado hasta la biblioteca de griego para ver si Crísipo estaba tan enfrascado en su trabajo que se la había olvidado. Lo cual era raro pero no inaudito, según me habían dicho.
—Cuando viste lo que había pasado, ¿qué hiciste exactamente?
—Me quedé ahí plantado.
—¿Paralizado?
—No podía creerlo. Además, llevaba la bandeja. —Se ruborizó, consciente de lo irrelevante que sonaba eso, y deseó sencillamente no haberlo dicho—. Retrocedí. Otro muchacho echó un vistazo y salió gritando, a toda prisa. La gente vino corriendo. Un minuto después todos pululaban por ahí como locos. Yo estaba aturdido. Los soldados irrumpieron y me dijeron que me quedara aquí y esperara.
Al pensar en lo silenciosa que era la biblioteca, me quedé confundido. Ningún sonido habría alcanzado la calle desde el interior.
—Los hombres de rojo se presentaron muy deprisa en el lugar de los hechos. ¿Alguien salió corriendo de la casa?
—Creo que sí —parecía distraído.
—¿Sabes quién fue?
—No. Una vez se dio la alarma, todo se desarrolló de una manera confusa.
—¿Había alguien en alguna sección de la biblioteca cuando entraste?
—No.
—¿Nadie que se marchara al llegar tú?
—No.
—¿Había alguien allí la primera vez que fuiste? Quiero decir, ¿la primera vez que trajiste la bandeja?
—Solamente entré en el vestíbulo. No oí hablar a nadie.
—¿Oh? —lo observé con desconfianza—. ¿Estabas atento a ver si oías alguna conversación?
—Sólo por educación. —Se mantuvo tranquilo ante la sugerencia de que escuchaba a escondidas—. A menudo el amo está en compañía de alguien. Por eso dejo la comida fuera para que él la recoja una vez se han ido.
—Entonces retrocede un poco, hazme el favor: hoy le llevaste el almuerzo como de costumbre; pusiste la bandeja en la mesa auxiliar y entonces, qué, ¿llamaste o entraste para decirle a tu señor que estaba ahí?
—No. Nunca lo molesto. Él la estaba esperando. Normalmente sale a por ella antes o después.
—Y una vez dejaste la bandeja, ¿cuánto tiempo pasó antes de que volvieras a recogerla ya vacía?
—Estuve comiendo yo, eso es todo.
—¿Qué comiste?
—Pan, vino con miel y una pequeña porción de queso de cabra —dijo esto sin mucho entusiasmo.
—¿Eso no te llevó mucho tiempo?
—No.
Retiré la bandeja de entre sus dedos que se resistían y la dejé a un lado. El almuerzo del amo era más variado y sabroso que el suyo, aunque no lo suficiente para un sibarita: hojas de lechuga debajo de un pescado frío en adobo, olivas verdes grandes, dos huevos en hueveras de madera y vino tinto en una jarra de cristal.
—Ya ha terminado todo. Intenta olvidar lo que viste.
Se echó a temblar. Le empezaba a afectar la conmoción con retraso.
—Los soldados dicen que los esclavos siempre cargan con las culpas.
—Siempre dicen lo mismo. ¿Atacaste a tu amo?
—¡No!
—¿Sabes quién lo hizo?
—No.
—Entonces no tienes de qué preocuparte.
Estaba a punto de comprobar con Fúsculo qué más había ocurrido, pero algo me instó a detenerme. El esclavo que hacía de camarero parecía estar mirando fijamente la bandeja del almuerzo. Me quedé mirándolo con ojos escrutadores, cuestionándolo.
—Tenía otra cosa —me dijo.
—¿Qué quieres decir?
El esclavo parecía un poco culpable y en verdad preocupado, como si hubiese algo que no pudiera comprender.
Esperé con semblante neutral. Él parecía intrigado.
—Había un trozo pequeño de tarta de ortiga. —Imitó el tamaño con su pulgar y otro dedo, un par de dedos de exquisito postre, cortado como un triángulo; me lo podía imaginar. Los dos contemplamos la comida. No había ningún trozo de tarta.
—¿Es posible que cayera al suelo cuando te entró pánico y saliste corriendo?
—No estaba ahí cuando fui a buscar la bandeja. Me fijé.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—No le gusta la repostería. Lo había visto cuando entré la bandeja. Pensé que lo dejaría.
—¿Esperabas comértelo tú?
—A él no le hubiera importado —murmuró, a la defensiva.
Yo no dije nada, pero era interesante. No me refiero solamente a que el cocinero sirviera un tipo de almuerzo con bastante huevo. Nadie interrumpía su trabajo, investigaba su bandeja, se comía lo único que no le gustaba y se dejaba el resto. ¿Y agarrar un puñado de la comida de su víctima con toda serenidad? Para eso había que tener valor. Si no, es que se trataba de un asesino despiadadamente cruel.
Quizá si alguien lo vio al salir, el hecho de tener un puñado de tarta en la mano y la boca llena de migas lo hizo parecer despreocupado.
Fúsculo se acercó, seguido de uno de sus hombres.
—Éste es Paso, Falco. Es probable que no lo conozcas. Hace poco que se unió a nuestro equipo.
Paso me miró con recelo. Era un hombre bajo, con el pelo largo, de los que van bien arreglados, con un cinturón del que se sentía orgulloso y manos pequeñas y gruesas. Tenía un talante tranquilo y no era un recluta novato. Supuse que lo habían trasladado temporalmente de alguna otra cohorte. Tenía un aire competente pero no demasiado altanero. Llevaba un juego de tablillas enceradas y en la oreja derecha un punzón de hueso para tomar notas que se la doblaba hacia delante.
—Didio Falco —me presenté con educación. Yo siempre respetaba a los hombres que Petro reunía a su alrededor. Él tenía buen ojo para la gente y siempre le respondían bien—. Petronio Longo me dijo que viniera para ayudar en calidad de asesor. —Paso no dijo nada todavía y miró de reojo a Fúsculo. Le habían dicho, o había deducido, que yo era un informante; y eso no le gustó—. Sí, da asco —asentí—. A mí tampoco me hace feliz. Tengo cosas mejores que hacer. Pero Petro sabe que soy competente. Deduzco que tu pelotón se está atrancando con la delincuencia veraniega y necesitan encargar a otros el excedente. —Ya estaba bien de justificarme. O eso, o es que mi querido amigo Lucio ya está demasiado ocupado con una nueva amante.
—¿Anda detrás de otra? —Fúsculo se sobresaltó. La vida amorosa de Petro fascinaba a sus hombres.
—Son sólo conjeturas. Él no me ha dicho nada. Ya sabéis lo reservado que es. Sólo estaremos seguros cuando el próximo marido ultrajado venga a preguntar si sabemos por qué su tortolita está siempre cansada… Así que, Paso, ¿qué es lo que cuenta aquí el personal?
El nuevo oficial de investigación dio su informe con un poco de fría formalidad al principio, para luego calentarse a medida que avanzaba.
—Aurelio Crísipo había estado ocupado en sus asuntos habituales. Por la mañana hubo visitas; apunté los nombres. Pero lo vieron vivo (cuando pidió el almuerzo) después de que la última visita supuestamente se había marchado.