—No según los criterios del mundo —dijo con voz alta e impetuosa.
—¿Quieres decir que debería dejar que te dediques a juegos peligrosos con mi dinero para tu propio beneficio?
—¡Típico! —se lamentó—. Esto es Roma, por supuesto. Vosotros sois hombres cautos. El buen romano vigila su patrimonio, buscando solamente seguridad, nunca beneficios.
Me senté en el taburete que había a su lado mientras que su barbero seguía ocupándose de forma obsesiva de los untados rizos faraónicos.
—Es lo que hay; en Roma, cuanto más alto llega un hombre en la escala social, más obligaciones se le imponen y menos libre es en realidad para gastar su dinero… No prometo nada, pero tengo un caso con probables honorarios cuando se termine. ¿Has oído hablar de Aurelio Crísipo?
—He oído que está muerto —Notócleptes me miró con dureza. Sabía la clase de trabajo que yo hacía.
—Sin duda, todo el mundo aquí en el pórtico estará ávido de detalles. —Mi banquero inclinó la cabeza con elegancia. Al mismo tiempo, frunció los labios carnosos como si reprobara mi grosera insinuación—. ¿Qué puedes contarme de él y de su negocio?
—¿Yo, Falco? ¿Ayudarte a ti? ¿En una de tus investigaciones? —Cuando estaba agitado, su voz se alzaba y solía hablar con una afectación que me sacaba de quicio.
—Sí. Murió de una forma bastante espectacular. ¿Habrás oído que estoy investigando?
Agitó la mano.
—¡Esto es el Foro! Las mismísimas piedras sueltan rumores. Es probable que lo supiera antes que tú.
—Haces que me pregunte si ya sabías que Crísipo estaba condenado antes incluso de que el hombre estuviera muerto.
—¡De mal gusto, amigo mío!
—Lo siento. Así que, ¿qué me dices?
Notócleptes estaba en un dilema. Su cautela profesional le aconsejaba ser poco comunicativo, pero a la vez estaba encantado de estar tan cerca de un caso célebre.
—¿Es cierto que… —empezó a decir.
Yo lo interrumpí.
—Tenía una varilla de pergamino metida por la nariz. Pero no lo has sabido por mí.
Soltó un silbido de terror.
—¡Es espantoso! ¿Había mucha sangre?
Me quedé mirándolo sin responder.
—¡Ooh, Falco! Bueno… —bajó el tono de voz. Por lo visto, teníamos un trato. El terror era una más de las mercancías de la banca; él estaba preparado para negociar—. ¿Qué quieres saber? —Miré al barbero. El hombre seguía impertérrito, tijereteando uno de los aladares—. No te preocupes; no habla latín.
Eso era poco probable, pero Notócleptes se aseguraría de su silencio.
—Necesito cualquier cosa que me puedas dar, Notócleptes. En especial si es escandalosa.
Notócleptes pareció encontrar un nuevo respeto por mi negocio, ya que podía ser tan divertido.
—No he oído mucho que sea suculento. Hace años que está aquí. Hay por medio una esposa temible que tiene arte y parte en todo.
—Divorciada.
Levantó las cejas.
—¡De verdad me sorprendes!
—Otra mujer, con la mitad de años que él. Ahora la otra es la segunda esposa. ¿Por qué te sorprende eso?
—Siempre había otras mujeres. Rubias de aspecto teatral que parecían luciérnagas, la mayoría. Lisa lo descubría, entraba en escena y cortaba el asunto por lo sano. Crísipo sollozaba y era un marido casto durante un tiempo. Lisa cedía y aflojaba los grilletes. Muy pronto volvería a encontrar alguna nueva trabajadora que riera tontamente y que lo adulara diciendo lo hábil que era con el ábaco. Después de que los hubieran visto demasiado en una fila del teatro, Lisa caía sobre él otra vez con una cara como el rayo de Júpiter y con un efecto similar.
—¿Ella nunca lo amenazó con abandonarlo?
—Era la esposa. No funcionaba así. —Notócleptes inclinó la cabeza a un lado, a punto de sacrificar un rizo por la curiosidad. El barbero esperó impasible a que se volviera a enderezar—. ¿Y cómo fue que al final la nueva desbancó a Lisa?
—Vibia Merula no es una arpía de clase obrera.
—¡Qué ingenioso!
—Y da la casualidad que tampoco es una de sus habituales rubias —dije, medio escondiendo una sonrisa.
—¡Fascinante!
—Bueno, sé desenmarañar los enredos con las mujeres.
—Tu ocupación favorita, Falco.
—Quizás es que he tenido práctica suficiente. Háblame del banco.
—Es griego.
—Un
trapeza
. O sea que toman dinero en depósito…
—Y ofrecen crédito. Es lo que nosotros llamamos un
argentarium
.
—¿Igual que tú?
—Con diferencias sutiles —Notócleptes eludió la pregunta con cautela. No me sorprendió. El mundo de las finanzas es complejo, y los servicios que se ofrecen varían según la condición social y las necesidades del cliente. Quiero decir que era el pez gordo el que sacaba el mayor provecho—. En mi opinión, el cambio y los préstamos griegos empezaron con templos que echaban una mano a los viajeros en los festivales —dijo Notócleptes—. En Roma siempre estuvimos más preparados para el comercio. Las subastas en los muelles…
—¡Subastas! ¿Te refieres a arte y antigüedades? —pregunté sorprendido, pensando en mi padre.
Él pareció indignado.
—Subastas de mercancía en los mercados y puertos.
—¡Ah! —entonces lo entendí. Lo había visto en funcionamiento en Ostia y aquí en el Emporio—. ¿Quieres decir que vas por ahí cuando se descargan los cargamentos y ofreces préstamos para poder adquirir las mercancías? ¿Los mayoristas obtienen el crédito y luego te lo devuelven cuando venden y sacan un beneficio? ¿Pero dices que el banco Aurelio no lo hacía?
—Oh, supongo que cubren lo que está a su alcance —pareció contenerse.
—¿Y entonces quién hace uso de ellos?
—El Aurelio es un asunto de familia. Quizás acudan a ellos gente de poca monta, pero para los grandes negocios tienes que ser alguien que conozcan de antemano. Si no, no te rechazarán abiertamente, pero nunca llegará a pasar nada. Trabajan en un círculo reducido.
—¿Cuestión de confianza?
Notócleptes dejó escapar una risa sardónica.
—¡Así es el mundo! Significa que aquí investigamos la solvencia de los desconocidos poniendo sus nombres en la columna Menia para ver si alguno de nuestros colegas nos puede hablar de su situación financiera. Los griegos quieren conocer a tu abuelo y a quince de tus tíos que salieron navegando del Pireo. Quieren creer que eres uno de ellos. Entonces el crédito será bueno. Podrías escaparte y omitir los pagos y todavía te verían como a uno de ellos… aunque, por supuesto, no osarías volver porque sería poco conveniente.
—¿Y qué hay de su propio crédito? —pregunté con dureza—. Los bancos pueden arruinarse.
—¡Oh, calla, no digas esas palabrotas!
—¿Algún indicio de problemas en el Aurelio?
—Ni un rumor, que yo sepa. Estaré atento por si escucho algo. —Su mirada se agudizó con intensidad con el aroma de una propina por información privilegiada. Abrir paso a la incertidumbre no era lo que yo quería conseguir, pero las preguntas siempre conllevan un riesgo.
—Hazlo, por favor. —Lo miré—. ¿Crísipo tenía mucho éxito? —Me dio la impresión de que Notócleptes estaba más predispuesto a abrirse—. Así, si no ronda por los embarcaderos con asuntos comerciales, ¿cuál es su especialidad?
—Préstamos con interés —me dijo Notócleptes. Su tono de voz habría sido más apropiado para decir que el hombre había tenido relaciones sexuales con su mula preferida.
—Perdona, pero… ¿cuál es la diferencia?
—Depende de los porcentajes. La usura da asco.
—¿Qué porcentajes exige el banco Aurelio?
—El doce por ciento es el máximo legal, Falco.
—Y hoy en día un cinco es más correcto. ¿Insinúas que son injustos? —Él insinuaba algo peor—. ¿A cuánto iría un préstamo del Caballo Dorado?
—No puedo hacer comentarios.
—¡Claro, por supuesto que no! —me burlé—. No dejes que te arrastre hacia nada que sea comercialmente comprometido. —Él persistía en un silencio pertinaz. Lo solté—. Está bien. ¿Qué puedes decirme del liberto que dirige la parte de los préstamos?
—No hay nada extraño en ello. —Debió de pensar que estaba cuestionando el acuerdo—. Es una estratagema habitual.
—¿Una estratagema?
—Bueno, los hombres que luchan por llegar a ser alguien en la escala social no tocan con sus propias manos suaves el mugriento material de la casa de la moneda, ¿no? —Notócleptes se burlaba de los arribistas con pretensiones. Él poseía su propio negocio, aunque era de un escalafón bajo. Y como resultado arribistas, sus clientes también lo eran. Pero claro, eso no lo convertía en pobre, ni tampoco lo eran la mayoría de sus clientes. Él mismo disfrutaba manejando el dinero de la misma manera que los sastres acariciaban la tela—. Los esclavos libertos pueden comerciar —continuó—. Un banquero puede usar a un esclavo para que actúe por él. Muchos tienen un liberto de confianza de la familia que organiza el día a día en el banco, de manera que así ellos pueden ir a cenar fuera con los patricios como la respetable élite romana.
Lancé un silbido.
—¡Una confianza bastante grande si el liberto trata con miles… o millones!
—Será recompensado.
—¿Con dinero?
—Con respeto.
—¿Posición social? ¿Eso es todo?
Notócleptes se limitó a sonreír.
—¿Y si un día se largase? ¿O sencillamente si no tuviera las condiciones necesarias para el trabajo? ¿Qué pasaría si el agente que usaba Crísipo hubiera cometido serios errores en las inversiones, o hubiera juzgado mal a la hora de confiar en los acreedores?
—Crísipo se iría a la bancarrota. Y el resto de nosotros nos llevaríamos un buen susto.
—Así que, ¿conoces a Lucrio?
—Oh, sí, conozco a Lucrio —comentó Notócleptes—. Y además, no lo conozco, si sabes a qué me refiero.
—No. Necesito una pista que me sirva de hilo para orientarme por este laberinto de Creta.
—Sé quién es. Pero yo sólo me acercaría a Lucrio —dijo mi banquero, que nunca antes había parecido maniático— a un metro de distancia y con un pincho de calentar la carne. —Frunció el ceño en lo que probablemente pasaría por una advertencia paternal—. Te recomiendo que sigas en la misma línea, Marco Didio.
—Gracias por el consejo. —Era interesante—. ¿Qué sabes del hijo de Crísipo? Se llama Diómedes.
—He oído el nombre, pero nunca le he visto. Tiene aficiones propias de una persona culta, creo. No está en el mismo juego.
Me sorprendí.
—¿Por qué no? Tiene veinticinco años, o casi; ha alcanzado la mayoría de edad. Yo esperaría que siguiera los pasos de las sandalias de su padre. Y me imagino que ahora heredará algo. Al menos, su madre me dijo que tendría suficiente para ir viviendo… a su entender, o sea que a mí me parece que debe ser más que suficiente.
—Tendremos que esperar y ver qué pasa —Notócleptes se estaba refrenando. De alguna manera esto era algo demasiado íntimo, algún truco profesional que él no traicionaría.
Consideré que ya había presionado bastante.
Le insistí al banquero para que mantuviera los oídos abiertos por mí, le conté algunos espantosos detalles del crimen como justo pago y lo dejé para que lo envolvieran con toallas antes de afeitarlo. Su barbero se puso blanco en cuanto describí la violencia del suceso. Estaba claro que, al fin y al cabo, entendía el latín.
No podía soportar ver el proceso del afeitado. Notócleptes tenía preferencia por el método egipcio de la piedra pómez: le sacaron la barba rascando con fuerza, junto con varias capas de piel.
Bajé saltando los cuatro escalones que había entre el Pórtico y el Foro principal y me dirigí hacia la tribuna de los oradores con la intención de salir por el otro lado. En ese momento, una voz me llamó, con el tono de satisfacción personal de alguien que sabía que yo lo habría esquivado si lo hubiera visto primero.
¡Por el Hades! Era Anacrites.
—¡Marco, viejo amigo!
Cuando se ponía tan afable, lo hubiera colgado cabeza abajo allí donde los perros salvajes van a mear y me hubiese quedado tan pancho.
—Anacrites. Estás aquí, de pie junto a la Piedra Negra. Bueno, la gente dice que ésta es una zona de malos augurios. —La Piedra Negra era un sector de pavimento oscuro que señalaba un lugar obviamente muy antiguo, aunque si era en realidad la tumba de Rómulo, como creían algunos, ¿quién podía saberlo? En cualquier caso, las supersticiones se cernían sobre ese lugar, y ver allí al jefe de los Servicios Secretos haría que muchos se agarraran a sus amuletos y mascullaran algún conjuro contra el mal de ojo.
—El mismo Falco de siempre.
Sonreí a regañadientes, reconociendo mi antiguo deseo de hacerlo matar. En los últimos quince meses lo había visto dos veces a punto de morir, y las dos veces frustró mis esperanzas. En al menos una de esas ocasiones, la culpa sólo la tuve yo.
En estos momentos se le veía más saludable que de un tiempo a esta parte. Era un personaje extraño, incluso para un liberto de palacio. Podría pasar por alguien de verdadera importancia, o por uno de los deformes guijarros del camino. Se fundía en silencio en situaciones normales aunque, si uno lo observaba de cerca, sus túnicas rayaban la ostentación. Bordados singulares en colores al gusto rodeaban los ojales del cuello, hechos por encargo, que estaban confeccionados para quedar perfectos. Conseguía parecer neutral e invisible mientras mantenía su propio estilo, provocativamente caro. Este sutil doble papel social era, con toda probabilidad, lo que hacía con más éxito.
—Anacrites, estoy ocupado. ¿Qué quieres?
—Nada en particular. —Estaba mintiendo, porque acto seguido propuso—: ¿Te apetece beber algo? —Así que algo quería.
—Apenas he desayunado —y eché a andar.
Lo llevé pegado a mis talones hasta el Poste Dorado. Ése era un sitio mejor para que se quedara por allí. A los espías les gusta pensar que son el centro del mundo.
—¿Cómo llevas la agenda hoy en día? —suplicó; estaba desesperado por que confiara en él.
—Un mecenas —me digné a informarle. Pensó que me refería a que yo buscaba el favor de alguno, lo cual no estaba del todo fuera de la línea de fuego, porque lo había hecho hacía muy poco. Hizo un comentario que en estos momentos desentonaba, porque mi recital de poesía parecía haber tenido lugar hacía un siglo.
—Nos gustó mucho tu actuación la otra tarde. —Con ese «nos» se incluía él agarrado a mi familia, mi madre y Maya, para ser concretos—. Una ocasión refrescante. Me hizo recordar que tengo que salir mucho más. La vida no se reduce sólo al trabajo, ¿no? Bueno —intentó hacer una broma—, ¡es la actitud que tú siempre tomas!