Perdida en un buen libro (23 page)

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Authors: Jasper Fforde

Tags: #Aventuras, #Humor, #Policíaco

La multitud emitió un murmullo de excitación. Snell abrió la boca para decir algo pero respondí yo.

—Lo sé —dije—. Es culpa mía. Ruego el perdón de la sala.

Al principio, el magistrado no me oyó y se puso a repetirse para deleite de la multitud.

—Debería haber estado aquí hace una hora y… ¿Qué ha dicho?

—He dicho que lo siento y que ruego el perdón de la sala, señor —repetí.

—Oh —dijo el magistrado. Se hizo el silencio—. En
ese
caso, ¿le gustaría irse y volver dentro de, digamos, una hora y cinco minutos, para llegar tarde sin que sea culpa suya?

La multitud aplaudió, aunque yo no entendía por qué.

—Como desee su señoría —respondí—. Si el tribunal dictamina que debo hacerlo, entonces obedeceré.

—Muy bien —me susurró Snell.

—¡Oh! —volvió a decir el magistrado. Conferenció brevemente con los funcionarios, durante un momento pareció nervioso, me volvió a mirar y dijo:

—¡El tribunal decide que se retrase una hora y cinco minutos!

—¡
Ya
me he retrasado una hora y cinco minutos! —anuncié entre los aplausos dispersos del público.

—Entonces ha cumplido con el dictamen del tribunal y podemos proseguir.

—¡Protesto! —dijo Hopkins.

—Se rechaza —respondió el magistrado recogiendo una libreta manoseada que tenía sobre la mesa. La abrió, leyó algo y se la pasó a uno de los funcionarios.

—Se llama Thursday N. ¿Es pintora de brocha gorda?

—No, ella… —dijo Snell.

—Sí —le interrumpí—. He
sido
pintora de brocha gorda, señoría.

Se produjo un silencio conmocionado en la sala, puntuado por alguien del fondo que gritó «¡bravo!» antes de que otro espectador le diese una torta. El magistrado me miró con más atención.

—¿Esto es relevante? —exigió saber Hopkins, dirigiéndose al estrado.

—¡Silencio! —aulló el magistrado, hablando despacio y con extrema seriedad—: ¿Quiere decir que, en algún momento, ha sido pintora de brocha gorda y que pintaba casas?

—Efectivamente, señoría. Después del instituto y antes de la universidad, pinté casas durante dos meses. Opino que se puede afirmar con seguridad que fui efectivamente, aunque no permanentemente, una pintora de brocha gorda.

Se produjo un estallido de aplausos y murmullos de emoción.


¿Herr
S? —dijo el magistrado—. ¿Es eso cierto?

—Disponemos de varios testigos para corroborarlo, señoría —respondió Snell, pillándole el tono al extraño proceso judicial.

Se volvió a hacer el silencio en la sala.


Herr
H —dijo el magistrado, secándose la frente cuidadosamente con el pañuelo y hablándole directamente a Hopkins—. Creía que me había dicho que la acusada
no
era pintora de brocha gorda.

Hopkins parecía alterado.

—No dije que
no fuese
pintora de brocha gorda, señoría, me limité a decir que
era
agente de OpEspec 27.

—¿Con la exclusión de todas las demás profesiones? —preguntó el magistrado.

—Bien, no —tartamudeó Hopkins, ya completamente confundido.

—Sin embargo, en su declaración no afirmó que
no
fuese pintora de brocha gorda, ¿no?

—No, señor.

—¡Bien! —dijo el magistrado, recostándose en la silla mientras que sin ninguna razón estallaba otra espontánea ráfaga de aplausos y risas—. Si se presenta un caso ante mi tribunal,
Herr
H, espero que se haga con todo detalle. Primero la acusada se me disculpa por llegar tarde, luego admite sin reparos haber pintado casas.
No
permitiré que se comprometan los procedimientos de este tribunal… Su acusación es tremendamente defectuosa.

Hopkins se mordió el labio y se puso carmesí.

—Ruego el perdón del tribunal, señoría —respondió entre dientes, bien apretados—, pero mi acusación
es
válida… ¿Podemos proceder a leer los cargos?

—¡Bravo! —repitió el hombre del fondo.

El magistrado meditó un momento y me pasó su libreta sucia y una pluma.

—Demostraremos la Habilidad del representante de la acusación por medio de una simple prueba —anunció—.
Fräulein
N, hágame el favor de escribir el color preferido para pintar casas cuando usted era… —Se volvió hacia Hopkins y escupió las palabras—: Pintora de brocha gorda.

Estalló en la sala una salva de vítores y gritos mientras yo escribía la respuesta en la parte posterior de la libreta de ejercicios y se la devolvía.

—¡Silencio! —ordenó el magistrado—.
¿Herr
H?

—¿Qué? —respondió enfurruñado.

—¿Tendría usted la amabilidad de decirle al tribunal qué color ha escrito
Fräulein
N?

—Señoría —dijo Hopkins exasperado—, ¿qué tiene esto que ver con el caso que nos ocupa? He venido aquí de buena fe para acusar a
Fräulein
N del cargo de Infracción Ficticia de Clase II y me encuentro inmerso en una tontería lunática sobre pintores de brocha gorda. No creo que este tribunal represente la justicia…

—Usted
no
comprende —dijo el magistrado, poniéndose en pie y alzando los cortos brazos para dar énfasis a sus palabras— cómo funciona este tribunal. Es responsabilidad de la acusación no sólo presentar un caso claro y conciso ante el estrado, sino también informarse de los procedimientos por los que debe pasar para lograr su objetivo.

El magistrado se sentó entre aplausos.

—Bien —dijo ya más tranquilo—, o me dice lo que
Fräulein
N ha escrito o me veré obligado a arrestarle por malgastar el tiempo de este tribunal.

Dos guardias se habían abierto paso entre la multitud y se encontraban detrás de Hopkins, dispuestos a agarrarle. El magistrado agitó la libreta y atravesó al abogado con mirada acerada.

—¿Bien? —preguntó—. ¿Cuál era el color preferido entonces?

—Azul —dijo Hopkins con voz de desdicha.

—¿Qué ha dicho?

—Azul —repitió Hopkins en voz más alta.

—¡Azul, ha dicho! —aulló el magistrado. La multitud guardaba silencio y empujaba para acercarse a la acción. Lenta y dramáticamente el magistrado abrió la libreta para enseñar la palabra «verde» escrita en la página. La multitud gritó de emoción, se oyeron algunos vítores y los sombreros llovieron sobre nuestras cabezas.

—No azul,
verde
—dijo el magistrado cabeceando apenado e indicándoles a los guardias que agarrasen a Hopkins—. Es una vergüenza para su profesión,
Herr
H. ¡Está arrestado!

—¿De qué se me acusa? —quiso saber Hopkins arrogante.

—No estoy autorizado a comunicárselo —dijo triunfal el magistrado—. Se ha iniciado un procedimiento y se le informará en su debido momento.

—¡Pero esto es absurdo! —gritó Hopkins mientras se lo llevaban.

—No —respondió el magistrado—, esto es Kafka.

Cuando Hopkins se hubo ido y la multitud dejó de parlotear, el magistrado se giró hacia mí y me dijo:

—¿Es usted Thursday N, de treinta y seis años, que llegó tarde una hora y cinco minutos y de profesión pintora de brocha gorda?

—Sí.

—Se presenta ante este tribunal acusada de… ¿de qué se la acusa? —Silencio—. ¿Dónde está el representante de la acusación?

Uno de los funcionaros le susurró algo al oído y la multitud se echó a reír espontáneamente.

—Efectivamente —dijo el magistrado muy serio—. Tremendamente negligente por su parte. Me temo que en ausencia del representante de la acusación, este tribunal no tiene más alternativa que conceder un aplazamiento.

Y diciendo esto se sacó un enorme sello de goma del bolsillo y con estruendo lo hizo caer sobre unos papeles que Snell, rápido como el rayo, tuvo el acierto de colocar debajo.

—Gracias, señoría —logré decir antes de que Snell me agarrase por el brazo y me susurrase al oído:

—¡Salgamos deprisita de aquí!

Me empujó por delante para atravesar la multitud de trajes oscuros hasta la puerta.

—¡Bravo! —gritó un hombre de la galería—. ¡Bravo…! ¡Bravo una vez más!

Nos encontramos a la señorita Havisham conversando con Esther sobre la naturaleza pérfida de los hombres en general y del marido de Esther en particular. No éramos los únicos presentes en la habitación. Un griego broncíneo estaba sentado huraño junto a un cíclope con un vendaje ensangrentado en la cabeza. Los abogados que los representaban discutían tranquilamente el caso en una esquina.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Havisham.

—Ha habido un aplazamiento —dijo Snell, secándose la frente y dándome la mano—. Bien hecho, Thursday. Me ha pillado desprevenido con su defensa, «pintora de brocha gorda». ¡Muy bien, la verdad!

—Pero ¿sólo un aplazamiento?

—Oh, sí. No he conocido ni una sola sentencia absolutoria de este tribunal. Pero la próxima vez se presentará ante el juez adecuado… ¡Uno escogido por
mí!

—¿Y qué será de Hopkins?

—¡Tendrá que buscarse un abogado
muy
bueno! —rió Snell.

—¡Bien! —dijo Havisham, poniéndose en pie—. Es hora de ir a las rebajas. ¡Vamos!

Mientras nos dirigíamos a la puerta, el magistrado llamó a la cocina.

—¿Odiseo? ¿Acusado de daños físicos graves a Polifemo el Cíclope?

—¡Devoró a mis compañeros! —gruñó Odiseo con furia.

—Ése es el caso de mañana. De eso no hablaremos hoy. Es usted el siguiente… y llega tarde.

Y el magistrado cerró la puerta.

19

Libros de saldo

En Jurisficción pasé por la curva de aprendizaje más rápida que hubiese experimentado nunca. Creo que esperaban que llegase mucho antes. Poco después de mi llegada la señorita Havisham valoró mi capacidad de saltar a los libros y me dio un deprimente 38 sobre 100. La señorita Nakajima tenía un 93 y Havisham un 99. Yo siempre necesitaría un libro físico para saltar, por muy bien que hubiese memorizado el texto. Tenía sus desventajas, pero no todo eran malas noticias. Al menos yo podía leer un libro en voz alta sin desvanecerme en su interior…

T
HURSDAY
N
EXT

Las crónicas de Jurisficción

Ya fuera de la sala, Snell se tocó el sombrero y se fue a defender a un cliente que se pudría en la prisión para deudores. El día estaba cubierto pero era agradable. Me apoyé en el balcón y miré al patio de abajo donde jugaban los niños.

—¡Bien! —dijo Havisham—. Pasemos a tu entrenamiento ahora que hemos superado
ese
obstáculo. La liquidación por cierre de Swin—don Booktastic empezará a mediodía y me apetece encontrar algunas gangas. Llévame allí.

—¿Cómo?

—¡Usa la cabeza, niña! —respondió Havisham severa agarrando el bastón y blandiéndolo un par de veces—. ¡Vamos, vamos! Si no puedes llevarme directamente, entonces llévame a tu apartamento y conduciremos desde allí… pero date prisa. La Reina Roja nos lleva ventaja y hay un estuche de novelas que tiene especial interés en conseguir…
¡
debemos
llegar primero!

—Lo siento —balbucí—. No puedo…

—¡No existe el
no puedo!
—explotó la señora Havisham—. ¡Usa el libro, niña, usa el
libro!

De pronto lo comprendí. Saqué del bolsillo el volumen encuadernado en piel de Jurisficción y lo abrí. La primera página, la que ya había leído, se refería a la biblioteca. En la segunda página había un fragmento de
Sentido y sensibilidad
de Austen y, en la tercera, encontré una detallada descripción de mi apartamento de Swindon… buena además, no faltaban ni las manchas de humedad en el techo de la cocina ni las revistas acumuladas bajo el sofá. El resto de las páginas estaban llenas de normas y reglamentos apretadamente escritos, indicaciones y trucos, consejos y lugares que había que evitar. También había ilustraciones y mapas completamente diferentes a cualquier mapa por mí conocido. De hecho, había
muchas
más páginas en el libro de las que cabían entre las tapas, pero eso no era lo más raro. En las últimas diez hojas, más o menos, había huecos en los que encajaban dispositivos demasiado voluminosos para caber en el libro. Una de las páginas contenía un dispositivo similar a una pistola de señales con el rótulo «Mk IV Marcatexto» a un lado. Otra página contenía un cristal que protegía una palanca como de alarma de incendios. En el vidrio ponía: «RÓMPASE EN CASO DE EMERGENCIA SIN PRECEDENTES.»* El asterisco, vi con un estremecimiento, era la llamada de la nota al pie: *«Por favor, téngalo en cuenta: la destrucción personal NO se considera una emergencia sin precedentes.» Las últimas páginas estaban en blanco… para notas propias, supuse. —¿Bien? —dijo Havisham impaciente—. ¿Nos vamos?

Pasé a las páginas que contenían la breve descripción de mi apartamento de Swindon. Me puse a leer y sentí la mano huesuda de Havisham agarrándome el codo mientras los tejados y los envejecidos edificios de apartamentos de Praga se desvanecían y mi apartamento se materializaba.

—¡Ah! —dijo Havisham, mirando la cocina despreciativa—. ¿Y esto es lo que llamas hogar?

—Ahora mismo. Mi marido…

—¿Ese que no estás segura de si está vivo o muerto, casado contigo o no?

—Sí —dije con firmeza—,
ese
mismo.

Sonrió al oírlo y añadió ceñuda:

—¿No tendrías algún otro motivo para verte conmigo en
Grandes esperanzas,
verdad?

—No —mentí.

—No fuiste en busca de alguna otra cosa.

—En absoluto.

—Mientes sobre algo —anunció lentamente—, pero no estoy segura sobre
qué.
A los niños se les da muy bien mentir. ¿Tus sirvientes te abandonaron hace poco?

Miraba los platos sucios.

—Sí —volví a mentir, para no tener que soportar su desdén—. El servicio doméstico no es cosa fácil en 1985.

—Tampoco es un campo de rosas en el siglo XIX —respondió la señorita Havisham, apoyándose en la mesa de la cocina para sostenerse—. Encuentro buenos sirvientes, pero nunca se quedan… Les atrae, ¿sabes?, a los mentirosos, a los
malvados.

—¿Malvados?


¡Los hombres!
—siseó Havisham con desprecio—. El sexo mentiroso. Recuerda lo que te digo, niña, porque no te sucederá nada bueno si sucumbes a sus encantos… ¡y poseen el encanto de una serpiente, créeme!

—Intentaré mantenerlos a raya —le dije.

—Y defiende tu castidad
a toda costa
—me dijo severamente.

—Eso se sobrentiende.

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