—Bien. ¿Me prestas esa chaqueta?
Se refería a la chaqueta de los Mazos de Swindon que pertenecía a Miles Hawke. Sin esperar respuesta, se la puso y se cambió el velo por una gorra de OpEspec. Satisfecha, preguntó:
—¿Se sale por aquí?
—No, eso es el armario de la limpieza. Se sale por aquí.
Abrí la puerta y me di de bruces con el casero, que alzaba el puño para llamar.
—¡Ah! —gruñó por lo bajo—. ¡Next!
—Dijo que tenía hasta el viernes —le dije.
—Voy a cortar el agua. El gas también.
—¡No puede hacerlo!
Me miró con lascivia.
—Si lleva seiscientas libras encima, es posible que me convenza de que no lo haga.
Pero su sonrisa se convirtió en miedo cuando la punta del bastón de la señorita Havisham salió disparada y le dio en la garganta. Le empujó con fuerza contra la pared del pasillo. Perdido el aliento intentó apartar el bastón, pero la señorita Havisham sabía qué presión exacta debía aplicar… Empujó con más fuerza y él detuvo la mano.
—¡Escúcheme! —Le soltó—. Toqué el gas y el agua de la señorita Next y tendrá que responder ante mí. Le pagará en su momento, despojo sin valor… ¡La señorita Havisham le da
su palabra!
El respiraba entrecortadamente. La punta del bastón de la señorita Havisham dio con fuerza contra su tráquea. Los ojos del casero se nublaron por el miedo a la asfixia; se limitó a asentir jadeando.
—¡Bien! —respondió la señorita Havisham, soltando al hombre, que cayó al suelo hecho un guiñapo—. Los malvados —anunció la señorita Havisham—. ¿Ves cómo son los hombres?
—No
todos
son así —intenté explicarle.
—¡Tonterías! —respondió la señorita Havisham, y bajamos—. Ése era uno de los mejores. Al menos no ha intentado mentir para ganarse tus favores. De hecho, llegaría incluso a decir que apenas era repulsivo. ¿Tienes coche?
La señorita Havisham alzó ligeramente las cejas cuando vio la curiosa pintura de mi Porsche.
—Ya estaba pintado así cuando lo compré —expliqué.
—Comprendo —respondió la señorita Havisham con desaprobación—. ¿Llaves?
—No creo…
—¡Las
llaves,
niña! ¿Cuál es la regla Número uno? —Que debo hacer exactamente lo que me diga.
—¡Quizá seas desobediente —respondió con una sonrisilla—, pero no eres olvidadiza!
A mi pesar le entregué las llaves. Havisham las agarró con un destello en los ojos y ocupó el asiento del conductor.
—¿Es el motor de cuatro árboles de leva? —preguntó emocionada.
—No —respondí—, el normal de 1,6.
—¡Oh, bien! —bufó Havisham, apretando dos veces al acelerador antes de darle al contacto—. Supongo que habrá que conformarse.
El motor arrancó. Havisham me dedicó una sonrisa y un guiñó mientras revolucionaba el motor hasta la línea roja antes de poner la primera y soltar el embrague. Se produjo un chirrido de goma mientras corríamos por la carretera. La parte posterior del coche derrapaba mientras las ruedas intentaban adherirse al asfalto.
Pocas han sido las ocasiones en que he pasado miedo. Cargar contra la artillería del Ejército imperial ruso me provocó un distancia—miento irreal que me resultó más sobrecogedor que temible. Enfrentarme a Hades primero en Londres y luego en el tejado de Thornfield Hall había sido muy desagradable, como también lo había sido dirigir un asalto policial armado y, las dos ocasiones en que había mirado de cerca la boca del cañón de una pistola tampoco habían sido como para echar cohetes.
Sin embargo, ninguna de esas situaciones se acercaba a la sensación de muerte inminente que experimenté mientras la señorita Havisham conducía. Debimos violar todas las normas de tráfico jamás escritas. Esquivamos por los pelos peatones, otros coches, bolardos de tráfico y nos saltamos tres semáforos en rojo antes de que la señorita Havisham tuviese que parar en un cruce para dejar pasar un camión descomunal. Sonreía para sí y, aunque su forma de conducir era errática y homicida, poseía algo de
genio idiota.
Justo cuando yo creía que era imposible evitar un buzón, ella frenaba, reducía una marcha y esquivaba por un milímetro la masa de hierro.
—¡El carburador parece ligeramente sucio! —gritó por encima de los aullidos de terror de los peatones—. Vamos a echar un vistazo, ¿eh? —Le dio al freno de mano y con un trompo subimos a la acera y nos detuvimos junto a una terraza; eso hizo que un grupo de monjas fuese a buscar refugio. Havisham salió del coche y abrió el capó.
—¡Dale gas, niña! —me gritó. Hice lo que me dijo y sonreí todo lo posible a los clientes del café, que me miraban con cara de pocos amigos.
—No lo saco mucho —le expliqué a Havisham cuando volvió al asiento del conductor, dio gas al motor con energía y a los clientes del café les dejó una apestosa nube de humo.
—¡Eso está mejor! —aulló Havisham—. ¿No lo oyes?
¡Mucho
mejor!
Yo sólo oía las sirenas de la policía.
—¡Oh, Dios! —murmuré. La señorita Havisham me dio un doloroso golpe en el brazo—. ¿Eso a qué ha venido?
—¡Blasfemia! Si hay algo que odie más que a los hombres es la blasfemia… ¡Salid de mi camino, paganos ateos!
Un grupo que cruzaba por un paso de peatones se dispersó presa del pánico mientras Havisham iba a toda mecha agitando el puño con furia. Miré atrás y vi aparecer un coche patrulla con las luces azules y la sirena en marcha. Vi que los ocupantes se agarraban al doblar la esquina; la señorita Havisham redujo y giró pegándose mucho a la izquierda, tocó el bordillo con las ruedas, evitó a una madre con un cochecito y nos encontramos en un aparcamiento. Aceleramos hacia las filas de coches aparcados, pero el único camino estaba bloqueado por una furgoneta de reparto. La señorita Havisham pisó a fondo los frenos, puso el coche marcha atrás e inició una perfecta maniobra de retroceso que nos llevó en dirección contraria.
—¿No cree que sería mejor parar? —pregunté.
—¡Tonterías, niña! —me soltó Havisham, buscando una salida mientras el coche patrulla se pegaba a nuestro parachoques trasero—. No cuando la liquidación está a punto de empezar. ¡Allá vamos! ¡Agárrate!
Sólo había una forma de salir del aparcamiento sin ser capturadas: una abertura entre dos bolardos de cemento que parecía
demasiado
estrecha para que pasara mi coche. Pero los ojos de la señorita Havisham eran mucho mejores que los míos y corrimos por el hueco, rebotamos en una zona de hierba, nos deslizamos dejando atrás la estatua de Brunel, fuimos en dirección contraria por una calle de sentido único, atravesamos un callejón trasero, dejamos atrás el monumento a Carer y cruzamos una zona peatonal para detenernos de golpe delante de una larga cola para la liquidación por cierre de Swindon Booktastic… justo cuando el reloj de la ciudad marcaba las doce.
—¡Casi mata a ocho personas! —logré decir en voz alta.
—Yo he contado unas doce —respondió Havisham abriendo la portezuela—. Y además, no se puede
casi
matar a alguien. O están muertos o no lo están; ¡y ni uno solo ha sufrido un rasguño!
El coche patrulla se paró detrás de nosotros; el vehículo tenía profundas abolladuras en ambos lados… de los bolardos, supuse.
—Estoy
más
acostumbrada a mi Bugatti —dijo la señorita Havisham mientras me daba las llaves y cerraba las puertas—. Pero no está tan mal, ¿verdad? Sobre todo me gusta la caja de cambios.
La policía no parecía muy amistosa. Miraron atentamente a la señorita Havisham, sin estar seguros de cómo expresar con palabras el ultraje que representaba su flagrante indiferencia por la normativa de tráfico.
—Usted —dijo uno de los agentes con una voz que apenas podía controlar—, usted, señora, tiene muchos problemas.
Ella miró al joven con una mirada imperial.
—¡Muchacho, no tiene ni idea de lo que significa esa palabra!
—Escuche, Rawlings —le interrumpí—, ¿podríamos…?
—Señorita Next —respondió el agente, firme pero constructivamente—, tendrá su oportunidad, ¿vale?
Salí del coche. La policía local no tenía mucho aprecio por OpEspec y nosotros no sentíamos mucho aprecio por ellos. Estarían encantados de poder cargarnos algo.
—¿Nombre?
—Señorita Dame—rouge —anunció Havisham, mintiendo con descaro —, y no se moleste en pedirme el carné ni el seguro… ¡no tengo nada de eso!
El agente lo meditó un momento.
—Me gustaría que subiese a mi coche, señora. Voy a tener que llevarla a comisaría para hacerle algunas preguntas.
—¿Estoy arrestada?
—Sólo si se niega a venir conmigo.
Havisham me miró y formó con la boca: «A la de tres.» Luego suspiró con fuerza y caminó con histrionismo hasta el coche patrulla, estremeciéndose y en general comportándose como la persona mayor que no era. Miré su mano y me mostró, sin que los agentes lo viesen, un dedo, luego dos, y finalmente, mientras descansaba un momento contra la aleta delantera del coche, el tercero y último.
—¡MIREN! —grité, señalando al cielo.
Los agentes, conocedores del accidente del Hispano—Suiza sucedido dos días antes, debidamente alzaron la vista. Entonces Havisham y yo saltamos al comienzo de la cola fingiendo que conocíamos a alguien. Los dos agentes fueron por nosotras sin pérdida de tiempo, pero nos perdieron entre la multitud cuando se abrieron las puertas de la Swindon Booktastic y un mar de bibliófilos entusiastas de todas las edades y gustos literarios avanzó, derribando a los dos agentes y propulsando a la señorita Havisham y a mí hacia las entrañas de la librería.
En el interior la situación era casi de motín, y no tardé en separarme de la señorita Havisham; delante de mí un par de caballeros de mediana edad discutían por un ejemplar firmado de
En el camino,
de Kerouac, que acabó rompiéndose por la mitad. Luché por abrirme paso en la planta baja a través de Cartografía, Viajes y Autoayuda. Renunciaba ya a la idea de volver a ver a Havisham cuando entreví un largo y vaporoso vestido rojo sobresaliendo bajo una gabardina beige. Contemplé cómo el dobladillo carmesí barría el suelo y llegaba al ascensor. Corrí y metí el pie entre las puertas justo antes de que se cerrasen. El ascensorista neandertal me miró con curiosidad, abrió las puertas para dejarme pasar y las volvió a cerrar. La Reina Roja me miró altiva y se movió un poco para adoptar una postura más regia. Era muy fornida; el pelo lo tenía de un caoba reluciente, atado en un moño perfecto bajo la corona, que había ocultado a toda prisa debajo de la capucha de su capa. Iba vestida de rojo de pies a cabeza, y yo sospechaba que bajo el maquillaje su piel también era roja.
—Buenos días, Su Majestad —dije todo lo cortésmente que pude.
—¡Vaya! —respondió la Reina Roja. Luego, tras una pausa, añadió—: ¿Eres la nueva aprendiza de esa hortera de Havisham?
—Desde esta mañana, señora.
—Una mañana malgastada, no me extrañaría. ¿Tienes nombre?
—Thursday Next, señora.
—Puedes hacer una reverencia si lo deseas.
Así lo hice.
—Lamentarás no aprender conmigo, querida… Pero no eres, claro está, más que una niña, y lo correcto y lo incorrecto son
tan
difíciles de valorar a tu tierna edad.
—¿A qué piso, Su Majestad? —preguntó el neandertal.
La Reina Roja le sonrió, le dijo que si jugaba bien sus cartas le convertiría en duque y luego se le ocurrió añadir:
—Al tercero.
A continuación se produjo una de esas curiosas pausas que sólo parecen darse en los ascensores y en las salas de espera de los dentistas. Miramos atentamente el indicador de pisos mientras el ascensor subía lentamente y se detenía en el segundo piso.
—Segundo piso —anunció el neandertal—. Histórica, Alegórica, Históricoalegórica, Poesía, Teatro, Teología, Análisis crítico y Lápices. —Alguien intentó entrar pero la Reina Roja aulló:
—¡Ocupado! —Con tal ferocidad que se echaron atrás—. ¿Y cómo le va a Havisham últimamente? —preguntó la Reina Roja con aire inseguro mientras el ascensor subía.
—Bien, creo —respondí.
—Debes preguntarle por su boda.
—No creo que eso fuese muy inteligente —respondí.
—¡Definitivamente, no lo sería! —dijo la Reina Roja, riendo a carcajadas como un león marino—. Pero provocaría un efecto divertido. ¡Como el Vesubio, si no recuerdo mal!
—Tercer piso —anunció el neandertal—. Ficción, Popular. Autores A-J. —Las puertas se abrieron para mostrar a una masa de fans de los libros peleándose de la forma más inapropiada por lo que, incluso yo debía admitirlo, eran muy buenas ofertas. Ya había oído hablar de este tipo de «frenesíes de ficción», pero nunca había sido testigo de uno.
—¡Vaya, esto es más lo que debería ser! —anunció con regocijo la Reina Roja, frotándose las manos y derribando a una ancianita al salir de golpe del ascensor.
—¿Dónde estás, Havisham? —gritó, mirando a derecha e izquierda—. Tiene que estar… ¡Sí! ¡Sí! ¡A la vista, Stella vieja pendón!
La señorita Havisham se detuvo de inmediato y miró a la reina. Con un único movimiento rápido, sacó una pistolita de los pliegues de su vestido de novia andrajoso y disparó contra nosotras. La Reina Roja se agachó y la bala dio en la esquina de una cornisa de yeso.
—Qué mal humor, qué mal humor —gritó la Reina Roja. Pero Havisham ya no estaba allí—. ¡Ja! —Se metió de golpe en el fregado—. Que el diablo se la lleve… ¡se dirige hacia Novela romántica!
—¿Novela romántica? —repetí, pensando en el odio que Havisham sentía por los hombres—. ¡No me parece muy probable!
La Reina Roja pasó de mí y se desvió por Fantasía para evitar una refriega cerca del mostrador de Agatha Christie. Yo conocía la tienda un poco mejor y me metí entre Hergé y Haggard por lo que llegué justo a tiempo para ver cómo Havisham cometía su primer error. Con las prisas había empujado a una ancianita que sopesaba una oferta de tres por el precio de dos en ficción contemporánea. La anciana, que se sabía todas las tácticas de batalla de los grandes almacenes, paró hábilmente el golpe de Havisham y le pilló el tobillo con su paraguas de bambú. Havisham se dio un porrazo y se quedó inmóvil, sin respiración. Yo me arrodillé a su lado mientras la Reina Roja se alejaba saltando, riéndose a pleno pulmón y repitiendo «na, na, na».
—¡Thursday! —La señorita Havisham jadeaba mientras varios pies con medias pasaban a su lado—. Las novelas de Daphne Farquitt en una caja de nogal para exposición… ¡corre!