Fui hasta los escalones de mármol, subí en uno de los ascensores de hierro forjado y recorrí el pasillo hasta varios estantes de novelas de Dickens. Había, me di cuenta, veintinueve ediciones diferentes de
Grandes esperanzas,
desde borradores preliminares hasta las últimas ediciones revisadas por el propio Dickens. Tomé el tomo más reciente, lo abrí por el primer capítulo y oí el suave sonido del viento en los árboles. Pasé las páginas y el sonido fue cambiando al pasar yo de una escena a otra, página a página. Localicé la primera mención de la señorita Havisham, encontré un buen lugar para empezar y luego leí en voz alta para mí,
deseando
que las palabras cobrasen vida. Y vivieron.
La señorita Havisham
Dickens escribió
Grandes Esperanzas
en 1860-1861 para compensar las escasas ventas de
All the Year Round,
la publicación semanal fundada por el mismo autor. La novela fue todo un éxito. La historia de Pip, el aprendiz de herrero, y su ascenso hasta la posición de joven caballero gracias a un benefactor anónimo sirvió para presentar a los lectores una serie de personajes nuevos y variados: Joe Gargery, el herrero simple y honorable; Abel Magwitch, el prisionero al que Pip ayuda en el primer capítulo; Jaggers, el abogado; Herbert Pocket, que se convierte en su amigo y le enseña a comportarse en la sociedad londinense. Pero es la señorita Havisham, que tras ser abandonada en el altar vive en un terrible aislamiento vestida con lo que queda de su traje de novia, la estrella del espectáculo. Sigue siendo uno de los personajes más memorables del libro.
M
ILLON
D
E
F
LOSS
Grandes esperanzas,
un análisis
Me encontré en un salón grande y oscuro que olía a moho. Las ventanas estaban cerradas a cal y canto y la única luz provenía de algunas velas repartidas por la estancia; la iluminación hacía poco por el salón aparte de incrementar su atmósfera tenebrosa. En el centro, una larga mesa estaba cubierta por lo que en su momento había sido un banquete de bodas pero que ahora era un servicio triste de plata deslucida y porcelana polvorienta. En los cuencos y bandejas quedaban restos resecos de comida y, en medio de la mesa, una tarta cubierta de telarañas empezaba a desmoronarse como un edificio ruinoso. Había leído esa escena en múltiples ocasiones, pero era muy diferente verla de verdad.
Al otro lado de la habitación estaban la señorita Havisham, Estella y Pip. Permanecí en silencio y observé.
Pip y Estella acababan de terminar de jugar a las cartas, y la señorita Havisham, resplandecientemente desarrapada con su vestido de novia y su velo raído, parecía que intentaba tomar una decisión.
—¿Cuándo podré recibirte de nuevo? —farfulló—. Déjame pensar.
—Hoy es miércoles, señorita… —dijo Pip antes de que la señorita Havisham le hiciese callar.
—¡Alto, alto! No sé nada de los días de la semana; no sé nada de las semanas del año. Vuelve dentro de seis días. ¿Me oyes?
—Sí, señorita.
La señorita Havisham suspiró profundamente y se dirigió a la joven, que no parecía hacer otra cosa que mirar fijamente a Pip; la incomodidad del muchacho en aquel entorno extraño la regocijaba interiormente, por lo visto.
—Estella, llévale abajo. Que coma algo, que vague y mire mientras come. Ve, Pip.
Salieron de la habitación oscura y yo observé cómo la señorita Havisham miraba el suelo, luego los arcones medio llenos de ropa vieja y amarillenta que debería haberla acompañado en su luna de miel. La miré mientras se apartaba el velo, se pasaba los dedos por el pelo gris y se quitaba los zapatos. Miró a su alrededor, se aseguró de que la puerta estuviese cerrada y luego abrió un buró que, según pude ver, no estaba lleno de los artículos de su vida desdichada, sino de pequeños lujos que debían hacer, supuse, su vida en aquel libro mucho más soportable. Entre otras cosas, vi un
walkman
Sony, un montón de números de
National Geographic,
algunas novelas de Daphne Farquitt y uno de esos bates que tienen una pelota atada con un elástico. Rebuscó un poco más y sacó unas zapatillas deportivas que se puso con gran alivio, aparentemente. Estaba a punto de atarse los cordones cuando cambié de postura y golpeé una mesita. Havisham, sus sentidos agudizados por el largo encarcelamiento en silenciosa introspección, miró hacia donde yo estaba, sus ojos penetrantes atravesando las tinieblas.
—¿Quién anda ahí? —preguntó bruscamente—. ¿Eres tú, Estella?
Ocultarse no parecía una opción viable, así que salí de las sombras. Me miró de arriba abajo con ojo crítico.
—¿Cómo te llamas, niña? —preguntó severamente.
—Thursday Next, señora.
—¡Ah! —dijo—. La chica Next. Te ha llevado tu tiempo encontrar el camino hasta aquí, ¿eh?
—Disculpe.
—
Nunca
te disculpes, niña… Es una pérdida de tiempo, créeme. Si al menos hubieses intentado en serio llegar hasta Jurisficción después de que la señora Nakajima te mostrase cómo hacerlo en Haworth… Bien, ya veo que estoy malgastando la saliva.
—¡No tenía ni idea!
—No suelo aceptar aprendices —continuó, pasando por completo de mí—. Pero iban a asignarte a la Reina Roja. La Reina Roja y yo no nos llevamos bien. Supongo que ya te lo han contado.
—No, la verdad…
—La mitad de lo que dice son tonterías y la otra mitad es irrelevante. La señora Nakajima te recomendó muy favorablemente, pero ya se ha equivocado otras veces; cáusame problemas y te expulsaré de Jurisficción más rápido de lo que tardas en decir
ketchup.
¿Cómo se te da atar zapatos?
Así que le até los cordones a la señorita Havisham, allí, en Satis House, en medio de los restos de un matrimonio abandonado. Si sólo una hora antes alguien me hubiese dicho que iba a acabar haciéndolo le habría tratado de loco.
—Hay tres reglas simples si quieres quedarte conmigo —comenzó a decir la señorita Havisham con una voz que no admitía réplica—. Regla uno: harás
exactamente
lo que yo te diga. Regla dos: nada de hacerme sufrir la condescendencia de tu piedad. No tengo ningún deseo de que nadie me ayude. Lo que me hago a mí misma y hago a otros es asunto mío y exclusivamente mío. ¿Comprendes?
—Sí, señora. ¿Cuál es la regla tres?
—Todo a su tiempo. Yo te llamaré Thursday y tú puedes llamarme señorita Havisham cuando estemos solas; acompañadas, me llamarás «señora». Podré llamarte en cualquier momento y tú vendrás corriendo. Sólo los funerales, los nacimientos y los conciertos de Vivaldi tienen prioridad. ¿Está claro?
—Sí, señorita Havisham.
Me puse en pie y ella me acercó una vela a la cara y me examinó con atención. Lo que también me permitió verla de cerca a ella. A pesar de su piel pálida, sus ojos eran brillantes y no era ni de lejos tan mayor como yo suponía… no precisaba más que quince días de buena comida y un poco de aire fresco. Me sentí tentada de decir algo para alegrar la atmósfera lúgubre, pero su personalidad de hierro me detuvo; me sentía como si me encontrase por primera vez con mi profesora del colegio.
—Ojos inteligentes —murmuró Havisham—, entregada y sincera. Exasperantemente petulante. ¿Estás casada?
—Sí—murmuré—, es decir… no.
—¡Venga, venga! —dijo Havisham furiosa—. Es una pregunta muy simple.
—
Estuve
casada —respondí.
—¿Murió?
—No —murmuré—, es decir… sí.
—En el futuro te haré preguntas más difíciles —anunció Havisham—, porque es evidente que las fáciles no se te dan bien. ¿Has conocido al personal de Jurisficción?
—He conocido al señor Snell… y al gato de Cheshire.
—Cada cual más inútil —comentó cortante—. Todos los miembros de Jurisficción son o charlatanes o imbéciles… excepto la Reina Roja, que es ambas cosas. Iremos a Norland Park y los conoceremos a todos, supongo.
—¿Norland? ¿Jane Austen? ¿La mansión de los Dashwood?
¿Sentido y sensibilidad?
Pero Havisham ya estaba en otra cosa. Me agarró de la muñeca para mirar la hora, me sujetó por el codo y, antes de que pudiera darme cuenta, pasamos con un estremecimiento de Satis House a la biblioteca. Todavía no me había repuesto de aquel súbito cambio de entorno cuando la señorita Havisham ya leía un libro que había tomado de un estante. Se produjo otro estremecimiento extraño y nos encontramos en una pequeña cocina.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté ligeramente alarmada; todavía no estaba acostumbrada al traslado repentino de libro a libro, pero Havisham, ducha en tales maniobras, ni se inmutó.
—Eso —respondió la señorita Havisham— ha sido una transferencia estándar de libro a libro. Cuando saltas en solitario puedes viajar a veces sin pasar por la biblioteca… es mucho mejor; los comentarios banales del gato dan dolor de cabeza. Pero dado que te llevo a ti conmigo, lamentablemente es necesario realizar una breve parada. Ahora estamos en el trasfondo de
El proceso
de Kafka. Tras la puerta siguiente se desarrolla la vista de Josef K; tú vas después.
—Oh —comenté—, sólo eso.
La señorita Havisham no captó el sarcasmo, lo que probablemente fue mejor, y miré a mi alrededor. La habitación era espartana; en el centro había una tina para lavar y en la puerta de al lado, al menos por lo que se oía, parecía estar celebrándose una reunión política. Procedente de la sala de audiencias entró una mujer, se alisó las faldas, hizo una reverencia y se puso a lavar.
—Buenos días, señorita Havisham —dijo amablemente.
—Buenos días, Esther —respondió la señorita Havisham—. Te he traído algo —le pasó una caja de pastel de Pontefract y luego preguntó—: ¿llegamos a tiempo?
Tras la puerta se oyeron risas, que rápidamente se transformaron en voces excitadas.
—No tardará mucho —respondió la lavandera—. Snell y Hopkins ya han entrado. ¿Les gustaría tomar asiento?
La señorita Havisham se sentó, pero yo me quedé de pie.
—Espero que Snell sepa qué está haciendo —murmuró Havisham siniestra—. El magistrado encargado del caso es una variable desconocida.
En la sala, al otro lado de la puerta, los aplausos y las risas de pronto se convirtieron en silencio y oímos cómo giraba el pomo. Una voz profunda dijo:
—Sólo deseo señalar, ya que es posible que todavía no se haya dado cuenta, que hoy ha rechazado todas las ventajas que una vista concede, en todos los casos, a un hombre arrestado.
Miré a Havisham consternada, pero ella cabeceó, como diciéndome que no me preocupase.
—¡Sinvergüenzas! —gritó una segunda voz, todavía detrás de la puerta—. ¡Podéis quedaros todas vuestras vistas judiciales!
La puerta se abrió y un joven con la cara roja y traje oscuro salió en tromba, temblando de furia. Mientras se iba, el hombre que había hablado —yo suponía que era el magistrado— agitó la cabeza con tristeza y la sala se llenó de comentarios sobre el estallido de Josef K. El magistrado, un hombre bajito y gordo que respiraba pesadamente, me miró y dijo:
—¿Thursday N?
—¿Sí, señor?
—Llega tarde. —Y cerró la puerta.
—No te preocupes —dijo la señorita Havisham con amabilidad—, siempre dice lo mismo. Es para ponerte nerviosa. —Funciona. ¿No me acompaña? Negó con la cabeza y me cogió una mano. —¿Has leído
El proceso?
Asentí.
—Entonces ya sabes a qué atenerte. Buena suerte, querida. Le di las gracias, agarré el pomo y, con el corazón desbocado, entré.
El proceso de
Fräulein
N
El proceso
, la obra maestra de Franz Kafka sobre la paranoia burocrática, no se publicó en vida del autor. Es más, Kafka vivió su breve vida de relativa oscuridad trabajando en una agencia de seguros y legó sus manuscritos a un amigo con la condición de que los destruyese. Uno se pregunta cuántos grandes autores escribieron obras maestras que fueron destruidas efectivamente tras la muerte de éstos. Para obtener respuesta hay que mirar en los subsótanos de la Gran Biblioteca: veintiséis pisos de manuscritos inéditos. Entre un montón de basura autoindulgente e intentos valientes pero fallidos de escribir prosa, encontrarás obras de puro genio. Para disfrutar de la más grandiosa no obra de no ensayo, debes ir al subsótano 13, categoría MCML, estante 2919/B12, donde te espera un placer poco común y maravilloso:
La estregadera de Bunyan
, de John McSquurd. Pero, una advertencia: los viajes al Pozo de las Tramas Perdidas deben realizarse en compañía de alguien…
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ATO DE
AU
DE
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Guía de Jurisficción a la Gran Biblioteca
La sala estaba completamente atestada de hombres vestidos de negro que charlaban y gesticulaban continuamente. Había una galería justo debajo del techo, donde más gente permanecía de pie, también hablando y riendo, y el ambiente estaba caliente y viciado hasta la asfixia. Recorrí el pasillo estrecho que dejaban los hombres. La multitud se reagrupaba a mi espalda y casi me empujaba. Mientras caminaba, los espectadores comentaban el tiempo, el caso anterior, lo que yo llevaba puesto y hasta el más insignificante detalle de mi caso, del que, aparentemente, no sabían nada. Al otro extremo de la sala había una tribuna en la que estaba sentado, justo detrás de una mesa baja, el magistrado. Detrás de él se encontraban los funcionarios del tribunal que hablaban con la multitud y entre sí. A un lado de la tarima se hallaba el hombre lúgubre que había llamado a mi puerta en Swindon y me había engañado para que confesase. Sostenía un montón impresionante de documentos de aspecto oficial. Supuse que se trataba de Matthew Hopkins, abogado de la acusación. Snell se me acercó y me susurró al oído:
—Se trata sólo de una formalidad para decidir si hay un caso que merezca la pena juzgar. Con un poco de suerte, conseguiremos aplazar su caso para que se ocupe de él un tribunal más amistoso. Pase de los espectadores: sólo están aquí como recurso narrativo destinado a incrementar la sensación de paranoia y no tienen ninguna relación con su caso. Negará todos los cargos.
—
Herr
magistrado —dijo Snell, mientras dábamos los últimos pasos hasta la tarima—, me llamo Akrid S y defiendo a Thursday N en
Jurisficción contra la Ley,
caso número 142.857.
El magistrado me miró, sacó el reloj y dijo:
—Debería haber estado aquí hace una hora y cinco minutos.