Punto de ruptura (14 page)

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Authors: Matthew Stover

Así supo Mace lo que era la Guerra del Verano.

***

Nick no estaba seguro de cómo había empezado. Creía que surgió de un choque inevitable entre diferentes estilos de vida. Los korunnai seguían a las manadas. Las manadas destruían la jungla hostil. La destrucción de la jungla hacía posible la supervivencia de los korun, reduciendo la cantidad de taladromitas, zumbogusanos, trepahojas y felinos de las lianas, así como el otro millón de maneras que tiene la jungla de matar a un ser vivo.

Los balawai, en cambio, cosechaban la jungla y la necesitaban intacta. Necesitaban promover el crecimiento de todas las especies, maderas y extractos de plantas exóticas que integraban la base de toda la economía civilizada de Haruun Kal. Y los herbosos eran especialmente aficionados a la corteza de thyssel y a la hoja de portaak.

Los guerrilleros korun llevaban casi treinta años luchando en la jungla contra unidades de la milicia balawai.

Nick creía que, probablemente, todo habría empezado con algunos exploradores selváticos perdedores y con mala suerte, que decidieron culpar de ello a los korunnai y sus herbosos. Suponía que esos jups se llenaron de licor y decidieron salir a cazar herbosos. Y suponía que tras acabar con la manada de algún desafortunado ghôsh, los hombres de ese ghôsh descubrieron que a las autoridades balawai no les interesaba investigar la muerte de simples animales. Así que los miembros del ghôsh decidieron que ellos también podían salir de cacería: una cacería de balawai.

—¿Por qué no iban a hacerlo? No tenían nada que perder —dijo Nick—. Después de todo, con la manada masacrada, su ghôsh estaba acabado.

Ambos bandos llevaban décadas sufriendo ataques esporádicos. Las Montañas Korunnai eran un lugar muy grande. El derramamiento de sangre podía desaparecer durante algunos años, pero entonces surgía una serie de provocaciones en uno u otro bando que volvía a desatar la chispa del conflicto. Los niños korun eran criados para odiar a los balawai: los niños balawai de las laderas aprendían a disparar contra los korunnai nada más verlos.

En el bando korun la guerra se libraba muy a la antigua. Los hongos comemetales les obligaban a usar armas muy sencillas, normalmente basadas en explosivos químicos de una u otra clase, y a usar monturas vivas en vez de vehículos. No podían ni emplear unidades de comunicación porque el Gobierno balawai tenía en órbita satélites detectores geosincrónicos que podían localizar al instante cualquier transmisión. Debían coordinar sus actividades mediante un sistema de comunicación a través de la Fuerza, que apenas era más sofisticado que las señales de humo.

Cuando Nick fue lo bastante mayor para luchar, la Guerra del Verano se había convertido en una tradición, casi en un deporte. Al final de la primavera, cuando ya había pasado el tiempo suficiente desde las lluvias invernales como para que las colinas volvieran a ser transitables, los hombres y mujeres jóvenes más aventureros de los korunnai se reunían en bandas y montaban sus herbosos pan iniciar su escaramuza anual contra los balawai. Estos, a su vez, subían a sus rondadores de vapor y salían a enfrentarse a ellos. Cada verano era un sueño febril de emboscadas y contraemboscadas, de sabotajes a rondadores de vapor y disparos contra herbosos. Más o menos un mes antes de que el otoño volviera a traer las lluvias, todo el mundo se retiraba a casa.

A prepararse para el año siguiente.

Mace se dio cuenta de que eso explicaba buena parte del deslumbrante éxito de llapa: no había tenido que crear un ejército de guerrilleros. Se había encontrado con uno ya creado.

Sanguinario y ansioso.

—¿Esas Guerras Clon tuyas? ¿A quién le importan? ¿Crees que a alguien de Haruun Kal le importa un puñado de mocos quién manda en Coruscant? Matamos a los
sepas
porque proporcionan armas y suministros a los balawai. Los balawai apoyan a los
sepas
porque les consiguen cosas como esas fragatas. Y gratis. Antes tenían que comprarlas y traerlas desde Opari. ¿Me sigues? Esta es nuestra guerra. Maestro Windu —Nick agitó la cabeza con divertido desdén—. Vosotros sólo estáis de paso.

—Lo dices casi como si fuera una diversión.

—¿Casi? —Nick le sonrió desde lo alto—. Es la mayor diversión que se puede conseguir estando sobrio. Y ni siquiera tienes que estar sobrio. Fíjate en Lesh.

—Admito que no sé gran cosa de la guerra. Pero sé que no es un juego.

—Sí que lo es. Y uno marca el tanteo con cadáveres.

—Eso es repugnante.

Nick se encogió de hombros.

—Oye, he perdido muchos amigos. Gente que era tan familia mía como podría serlo cualquiera. Pero si dejas que la rabia te roa por dentro acabas por hacer alguna estupidez y consigues que te maten. Puede que junto a otras personas que te importan. Y el miedo es igual de malo; un exceso de precaución mata tanta gente como un exceso de valor.

—¿Y tu solución es simular que es divertido?

La sonrisa de Nick se volvió siniestra.

—No hay que simular nada. Tienes que dejar que sea divertido. Tienes que buscar la parte de tu ser que disfruta con ello.

—Los Jedi tenemos un nombre para eso.

—¿Sí?

Mace asintió.

—Se llama el Lado Oscuro.

***

Noche.

Mace estaba sentado con las piernas cruzadas ante su tienda portátil, cosiendo un desgarrón en los pantalones que le había provocado un encuentro con un latonbejuco.

Tenía su falso datapad apoyado en el muslo. Su pantalla proporcionaba luz suficiente para que pudiera coser sin hacerse sangre. Su estuche de duracero mostraba manchas negras y el inicio de una corrosión por hongos, pero estaba modificado para las junglas de Haruun Kal, y todavía funcionaba bastante bien.

Habían acabado de comer el queso y la carne ahumada. Los korunnai desmontaban las armas al tacto, y volvían a aplicar el ámbar de portaak a las superficies vulnerables. Hablaban entre sí en voz baja, compartiendo principalmente opiniones sobre el clima y el viaje del día siguiente, y si alcanzarían a la banda del FLM de Depa antes de ser interceptados por una patrulla aérea.

Cuando Mace terminó de parchear los pantalones, apartó el cosedor y contempló en silencio a los korunnai, escuchando su conversación. Al cabo de un rato cogió la varilla grabadora del datapad y lo conectó, toqueteándolo un momento para ajustar el protocolo de codificación. Cuando lo tuvo graduado como quería, se acercó la varilla a la boca y hablo en voz muy baja.

***

DE LOS DIARIOS PRIVADOS DE MACE WINDU.

He leído en los archivos del Templo narraciones bélicas pertenecientes a los primeros años de la República o antes. Según esas historias, se supone que los soldados que acampan hablan incesantemente de sus padres o de sus novias, o de la comida que les gustaría comer, o del vino que querrían estar bebiendo. Y de sus planes para después de la guerra. Los korunnai no mencionan ninguna de esas cosas.

Para los korunnai no existe el "después de la guerra".

La guerra es todo lo que existe. Ninguno de ellos es lo bastante mayor como para recordar otra cosa.

No se conceden ni la fantasía de la paz.

Como el hueco de muerte ante el que pasamos hoy...

En lo profundo de la jungla. Nick apartó a nuestro herboso de su camino para esquivar un profundo pliegue del suelo cubierto por un derroche de follaje increíblemente exuberante. No tuve que preguntar por qué. Un hueco de muerte es un punto bajo del terreno donde pueden depositarse los gases tóxicos más pesados que el aire que bajan por las laderas desde los volcanes.

El cadáver de un colmilludo de cien kilos yacía en su borde. Su trompa sólo estaba un metro por debajo del aire limpio que lo hubiera salvado. Otros cadáveres cubrían el suelo de los alrededores: cuervos de podredumbre, jacunas y otros carroñeros que no reconocí, atraídos a su muerte por la falsa promesa de comida fácil que les habla hecho la jungla.

Dije a Nick algo en ese sentido. Se rió y me llamó idiota balawai.

—No hay ninguna promesa falsa —dijo—. No hay ninguna promesa de nada. La jungla no promete. Existe. Nada más. Lo que mató a esos pequeños ruskakk no fue una trampa. Sólo que es así.

Nick dice que hablar de la jungla como si fuera una persona, darle el aspecto metafórico de una criatura, cualquier criatura, es propio de balawai. Eso es parte de lo que los mata cuando entran aquí.

Es una metáfora que oscurece tu forma de pensar. Si hablas de la jungla como si fuera una criatura, empezarás a tratarla corno a una criatura. Empezarás a pensar que puedes ser más listo que ella, confiar en ella, vencerla, hacerte su amigo, engañarla o negociar con ella.

Y entonces mueres.

—No porque la jungla te mate, ¿comprendes? Sólo porque es así —éstas son las palabras de Nick—. La jungla no hace nada. Sólo es un lugar. Un lugar donde viven muchas, muchas cosas... Y todas ellas mueren. Fantasear sobre ello, simular que es algo que no es, resulta fatal. Esta es tu lección gratis de hoy. No lo olvides.

No lo haré.

Tengo la sensación de que esa lección también es aplicable a esta guerra. Pero ¿cómo puedo dejar de simular que esta guerra es algo que no es? Aún no sé qué es una guerra de verdad.

De momento, sólo tengo impresiones...

Es vasta. Desconocida e incognoscible. Oscuridad viviente. Letal como esta jungla.

Y no puedo confiar en mi guía.

***

Día.

Mace se paró en un universo de lluvia.

La lluvia golpeaba a través de hojas y ramas con un rugido que sólo permitía la conversación a gritos, como si los árboles, helechos y flores de la jungla hubieran crecido a los pies de una enorme catarata. Ningún atuendo impermeable podía soportar aquello. Las ropas de Mace quedaron empapadas en menos de un minuto. Se enfrentó a ello al estilo korun: ignorándolo. Su ropa se secaría, y él también. Le preocupaban más sus ojos; tenía que protegérselos con ambas manos para poder mirar a través del torrente. La visibilidad era de sólo un puñado de metros.

Apenas suficiente para poder ver los cadáveres.

Colgaban bocabajo, con los codos doblados en un extraño ángulo porque aún tenían las manos atadas a la espalda. Estaban suspendidos a seis metros del suelo mediante trepadores de hojas vivos enrollados alrededor de sus tobillos, y lo bastante bajos como para que sus cabezas quedaran al alcance del salto de un felino de las lianas como el que había acechado a un akk cuando Mace y Nick se acercaron.

Mace contó siete cuerpos.

Pájaros e insectos habían hecho presa en ellos, además de los felinos de las lianas. Llevaban un tiempo colgados en esa húmeda penumbra que se alternaba con atronadores chaparrones. El metal no era el único alimento de los hongos y mohos de la zuna. A través de los descoloridos harapos que quedaban de sus ropas, resultaba imposible decir si fueron hombres o mujeres. Mace sólo estaba razonablemente seguro de que habían sido humanos.

Se paró bajo ellos, mirando las cuencas vacías de los ojos de los dos que aún tenían cabeza.

—¿Lo sientes? —le gritó Nick desde la silla.

Su herboso buscó los trepahojas que sujetaban los cuerpos, y Nick le pinchó la pata con la aguijada de latonbejuco. El herboso optó por unos vidriohelechos cercanos. En ningún momento paró de masticar.

Mace asintió. El eco de esas muertes aullaba en la Fuerza que le rodeaba. Había podido sentirlos a cientos de metros de distancia.

Ese lugar apestaba al Lado Oscuro.

—Bueno, ya lo has visto. No tenemos nada que hacer aquí. ¡Vamos, monta ya!

Los cadáveres sin ojos miraron a Mace.

"
¿Qué harás
por
nosotros?
", le preguntaban.

—¿Son...? —Mace tenía la voz ronca. Tuvo que toser para aclarársela, y en su boca entró tanta agua que se pasó unos segundos tosiendo de verdad—. ¿Son balawai?

—¿Cómo voy a saberlo?

Mace se apartó de debajo de los cuerpos y miró de reojo a Nick. Un relámpago sobre las copas de los árboles orló de oro el cabello negro del joven korun.

—¿Quieres decir que pudieron ser korunnai?

—¡Claro! ¿Qué te pasa? —parecía desconcertarle que a Mace le importara una cosa u otra.

Mace tampoco estaba seguro de por qué le importaba. Ni siquiera si le importaba. Las personas son personas. Los muertos son muertos.

Nada podría hacer que eso estuviera bien, ni siquiera que resultaran ser del enemigo.

—Debemos enterrarlos.

—¡Debemos irnos de aquí!

—¿Qué?

—¡Que montes! ¡Nos vamos!

—Si no podemos enterrarlos, al menos podemos bajarlos. Incinerarlos. Algo.

Mace cogió la cuerda de montar como si su simple fuerza de humano pudiera retener al herboso de dos toneladas.

—Claro. Incinerarlos —Nick escupió una bocanada de abrumadora lluvia por el flanco del herboso—. Otra vez ese sentido del humor Jedi...

—¡No podemos dejarlos aquí, a merced de los carroñeros!

—Claro que podemos. Y lo haremos.

Nick se inclinó hacia él, y en su rostro había algo que podía haber sido compasión. Por Mace, claro. No parecía sentir nada por los muertos.

—Si son korunnai —gritó Nick, no sin amabilidad—, darles algún tipo de entierro decente seria como encender una publipantalla gigante de
esta
mos-aquí
dirigida a la siguiente tropa de civiles o patrulla de milicianos, y darles una buena idea del momento en que pasamos. Si son balawai...

Alzó la mirada hacia ellos. En su rostro no había nada humano.

Bajó la voz, pero Mace pudo leerle los labios.

—Si son balawai —murmuró—, eso ya es menos de lo que se merecen.

***

Noche.

Mace despertó de los malos sueños sin abrir los ojos.

No estaba solo.

No necesitaba que la Fuerza se lo dijera. Podía olerlo. Sudor rancio. Babas y thyssel crudo.

Lesh.

—¿Por qué aquí, Windu? ¿Por qué vienes aquí?

Su voz apenas era un murmullo.

La tienda portátil estaba oscura como la pez. Lesh no debía de saber ni que Mace estaba despierto.

—¿Qué quieres aquí, tú? ¿Vienes a quitárnosla, tú? Dijo que lo harías, ella.

Debido a la droga, hablaba con torpeza y con un desconcierto infantil y lloroso, como si sospechara que Mace podía romperle su juguete favorito.

—Lesh —dijo Mace con voz profunda. Calmada. Segura como la de un padre—. Tienes que salir de mi tienda. Lesh. Hablaremos de esto por la mañana.

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