Punto de ruptura (18 page)

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Authors: Matthew Stover

—Porque quiero saber qué pasa por tu cabeza.

—¿Qué te hace creer que algo pasa por mi cabeza? ¿Qué te hace creer que, sea lo que sea, podría marcar alguna diferencia? —su voz sonaba amargada y furiosa—. Tenemos a dos personas que están a punto de entrar en la segunda etapa de la infección de la avispa de la fiebre. Ningún herboso. Un akk. Un puñado de armas. La milicia pisándonos los talones. Y tú y yo.

Su mirada se deslizó lateralmente para encontrarse con la de Mace. Tenía los ojos rojos e irritados.

—Estamos muertos, ¿sabes? Como ese colmilludo en el hueco de la muerte, a pocos metros de distancia de donde teníamos que estar. No lo conseguiremos. Estamos muertos.

—Para estar muertos —observó Mace—, nos movemos muy deprisa.

Por un instante pensó que Nick sonreiría. En vez de eso, negó con la cabeza.

—Hay un lor pelek viajando con la banda de Depa. Es... muy poderoso. Más que poderoso. Si podemos llevar a Besh y a Chalk hasta él antes de que empiecen las convulsiones, podría salvarlos.

"Lor pelek" significa "maestro de la jungla". Chamán. Médico brujo. Hechicero. En las leyendas korun, el lor pelek es una persona de gran poder, y gran peligro. Tan impredecible como la jungla. Daba la vida o la muerte; un regalo o una herida. En algunas historias, un lor pelek no era en absoluto un ser, sino el pelekotan encarnado: el avatar de la mente jungla.

Mace estableció la conexión.

—Kar Vastor.

Nick le miró con ojos abiertos.

—¿Cómo sabes eso? ¿Cómo conoces su nombre?

—¿Cuánto falta para que los alcancemos?

Nick dio un par de pasos antes de contestar.

—Si todavía tuviéramos a los herbosos y a los akk para protegernos... Puede que dos días. Quizá menos. ¿A pie? ¿Con sólo un akk?

Su encogimiento de hombros era muy expresivo.

—¿Por qué, entonces, nos haces ir a este ritmo?

—Porque sí que me pasa algo por la cabeza —miró de soslayo a Mace—. Pero no te va a gustar.

—¿Me gustará menos que tener que hacer a Besh y a Chalk lo que tuve que hacer a Lesh?

—Eso no me corresponde decirlo a mí —la mirada de Nick se tornó remota, clavándose en el túnel lleno de penumbra por el que se movían—. Hay un pequeño campamento fronterizo a una hora al oeste de aquí. Suelen establecerse más o menos cada cien kilómetros a lo largo de estos caminos de rondadores de vapor. Tienen un búnker seguro y una unidad de comunicaciones. Aunque nosotros, el FLM, no empleamos los comunicadores, sí que controlamos las frecuencias. Si llegamos allí podremos enviar una señal codificada con nuestra posición. Entonces pondremos a Chalk y a Besh en suspensión por thanatizina. Podremos sentarnos y esperar lo mejor.

—¿Un campamento balawai?

Él asintió.

—Nosotros no tenemos campamentos. Los ACOA se ocupan de eso.

—Esos balawai... ¿nos acogerán?

—Claro —los dientes de Nick resplandecieron en el crepúsculo selvático, y ese brillo de locura centelleó en sus ojos—. Sólo hay que saber cómo pedírselo.

El rostro de Mace se ensombreció.

—No permitiré que hagas daño a civiles. Ni siquiera para salvar a tus amigos.

—No tienes por qué quemarte el cuero cabelludo pensando en eso —dijo Nick, acelerando el paso—. Aquí, los civiles son un mito.

Mace no quiso preguntarle lo que quería decir con eso. Se detuvo sobre las accidentadas huellas que conformaban el camino. Volvió a ver la carnicería holoproyectada sobre el escritorio del Canciller Supremo. Volvió a ver las imágenes de chozas derribadas y quemadas, y los diecinueve cadáveres en la selva.

—Tenías razón —dijo—. No me gusta. No me gusta nada.

Nick siguió caminando. Ni siquiera miró por encima del hombro mientras dejaba atrás a Mace.

—Ya, bueno, en cuanto se te ocurra una idea mejor —dijo en la oscuridad que había delante—, procura hacérmela saber, ¿vale?

6
Civiles

DE LOS DIARIOS PRIVADOS DE MACE WINDU.

En este búnker, el aire es lo más parecido a fresco que he sentido desde la sala de interrogatorios en el Ministerio de Justicia. Esta construido en la piedra ígnea de la ladera de la montaña, y es sólo una puerta de duracero instalada en la boca de una burbuja formada en el granito mediante alguna bolsa de gas o de piedra más blanda. Aunque está por encima de los restos del campamento que hay más abajo, es evidente que nunca se pensó en utilizarlo como posición de combate, ya que carece de troneras para cañones. Tal y como está construido —excavado—, creo que más bien es un lugar seguro en el que refugiarse en caso de ataque. Un lugar seguro en el que esperar a que llegue la ayuda de la milicia.

De ser así, no funcionó.

El aire nocturno se enrosca suavemente en las retorcidas astillas de la puerta que quedan, su susurrante paso refleja siniestramente la violencia que todavía vibra en la Fuerza, a mi alrededor.

No me atrevo a meditar. La oscuridad es demasiado profunda aquí. Tiene el tirón del abismo, es un agujero negro. Yo me he instalado en una órbita demasiado cercana a él y me está desgarrando en dos. La gravedad tira de la mitad de mi ser en dirección a un horizonte del suceso que tengo miedo hasta de atisbar.

Detrás de mí, perdidos en las sombras de la noche, Besh y Chalk yacen inmóviles en la roca, casi tan fríos como la piedra sobre la que reposan, sumidos en la suspensión de la thanatizina. Sólo la Fuerza me permite ver que siguen con vida, sus corazones laten menos de una vez por minuto, y apenas tienen más de diez o doce respiraciones leves cada hora. Las larvas de la avispa de la fiebre que invaden sus cuerpos pasan por una animación suspendida similar. Besh y Chalk pueden sobrevivir así una semana o más.

Siempre que nada se los coma antes.

Mi trabajo consiste en asegurarme de que están a salvo. En este momento es mi único trabajo. Por eso me siento entre los restos de esta puerta y miro hacia la noche infinita.

El Trueno reposa en su bípode junto a la puerta, con el cañón inclinado hacia el cielo. Chalk mantenía bien cuidada su querida arma. Insistió en desmontarla una última vez antes de permitir que le pusiera la inyección. He hecho varios disparos de prueba a intervalos y sigue funcionando bien. Aunque estoy intentando aprender a sentir en la Fuerza la aparición de los hongos comemetales, tal y como hacen los korunnai, prefiero depender de la experiencia práctica.

Ahora tengo poco que hacer. Paso el tiempo grabando esto y pensando en mi discusión con Nick.

En el camino, Nick dijo que los civiles son un mito. He descubierto que quería decir que aquí no hay civiles, que estar en la jungla es estar en la guerra. El Gobierno balawai ha difundido un mito de exploradores selváticos inocentes masacrados por salvajes partisanos korun. No es más que propaganda, dice Nick.

Esa idea resulta extrañamente consoladora aquí, en las ruinas de este campamento balawai, pero en ese momento la rechacé de forma instintiva. Me pareció una simple racionalización. Una excusa. Un consuelo para las conciencias atormentadas por las atrocidades cometidas. Nick y yo lo discutimos un poco durante el paseo por el camino creado por las orugas de los rondadores de vapor que nos condujo hasta aquí.

Según Nick, los civiles se quedan en las ciudades, y los únicos civiles auténticos de Haruun Kal son los camareros, los conserjes, los tenderos y los porteadores de taxicarros. Dijo que había una razón para que los exploradores selváticos cargaran con un armamento tan pesado, y que tenia más que ver con los perros akk que con los felinos de las lianas. Los balawai no entran en la selva a no ser que vayan preparados, dispuestos y capacitados para matar korunnai. Ninguno de los dos bandos espera a que el otro ataque. En la jungla, si no se ataca primero es porque eres la presa.

Entonces le pregunté por los niños muertos.

Es la única vez que he visto a Nick furioso. Se volvió hacia mí como si quisiera darme un puñetazo.

—¿Qué niños? —dijo—. ¿Qué edad hay que tener para apretar un gatillo? Los niños son grandes soldados. Apenas saben lo que es el miedo.

Está mal hacer una guerra contra niños —o con ellos—, y así se lo dije. Sea cual sea el caso. No son lo bastante mayores para comprender las consecuencias de sus actos. Me replicó en términos abrumadoramente obscenos que debía decir eso a los balawai.

—¿Y qué pasa con nuestros niños? —se estremeció con furia apenas contenida—. Los jups pueden dejar a sus niños en casa, en la ciudad. ¿Dónde dejamos nosotros a los nuestros? Tú has visto Pelek Baw. Ya sabes lo que le pasa a un niño korun en esas calles. Yo sé lo que les pasa. Fui uno de ellos. Es preferible que te revienten aquí de un tiro a tener que sobrevivir como hice yo. ¿Cómo se le dice a los artilleros de esas naves que los korunnai cuyos brazos y piernas revientan alegremente son sólo niños?

—¿Acaso eso justifica lo que les pase a los niños balawai? ¿A los que no se quedan en las ciudades? Los korunnai no disparan al azar desde lo alto de una fragata. ¿Cuál es vuestra excusa?

—No necesitamos ninguna excusa —dijo—. Nosotros no asesinamos niños. Somos los buenos.

—Los buenos —repetí. No pude ocultar un toque de amargura en la voz. Las imágenes holográficas que nos mostraron a Yoda y a mí en el despacho de Palpatine no estaban profundamente enterradas en mi mente—. He visto lo que queda cuando tus buenos acaban con un campamento de exploradores selváticos. Por eso estoy aquí

—Sí, claro. Ja. Deja que te informe de algo, ¿vale? —la ira de Nick, voluble como una tormenta de verano, había desparecido entre un parpadeo y el siguiente. Me clavó una mirada de divertida compasión—. Llevo días esperando a que saques ese tema.

—¿Qué?

—Vosotros, los Jedi, vuestros secretos y toda esa mierda de colmilludo. ¿Creéis que nadie más puede mantener ocultas sus cartas chip? —puso los ojos en blanco y agitó los dedos cerca de su cara—. ¡Oooh cuidado, soy un Jedi! ¡Sé cosas demasiado peligrosas para los simples mortales! ¡Cuidado! ¡Si no retrocedes, podría enseñarte algo que no deben saber los seres humanos!

Reflexionando, me ha dado por pensar que Nick Rostu podría considerarse como una prueba para mis convicciones morales. Un Jedi bien podría precipitarse al Lado Oscuro sólo con el sencillo deseo de darle un rapapolvos.

En su momento me las arreglé para contenerme, y hasta para mantener un tono educado, mientras Nick me explicaba que lo sabía todo sobre la masacre de la selva y el óvalo de datos.

No me resultó fácil.

Me dijo que él no sólo había estado allí, en el mismo escenario que Yoda y yo habíamos presenciado en el despacho de Palpatine, sino que había estado en compañía de Depa y Kar Vastor cuando concibieron todo el plan. Había ayudado a decorar la escena, y luego, él mismo había informado al Servicio de Inteligencia de la República.

Incluso ahora, horas más tarde, me cuesta expresar con palabras cómo me sentí entonces. Desorientado, desde luego: casi mareado. Incrédulo.

Traicionado.

He llevado esas imágenes conmigo como si fueran una herida. Se han ensañado en mi mente de forma tan ardiente y dolorosa que tuve que envolverlas en capas de negación. Un dolor así hace preciosa una herida; cuando el menor toque supone una agonía, uno debe mantener la herida tan protegida, tan secuestrada, que se convierte en objeto de reverencia. Algo sagrado.

Pero Nick me contó la historia como si hubiera sido sólo una especie de broma pesada.

Hmm. Ahora se me ocurre otra palabra para definir cómo me sentí. Cómo me siento.

Furioso.

Eso también hace más difícil la meditación. Y arriesgada.

Menos mal que hace algunas horas que Nick se fue sobre Galthra. Quizás antes de que él vuelva, si vuelve, yo haya encontrado un lugar en mi mente donde poder colocar todas las cosas que me contó, donde dejen de susurrarme violencia al corazón.

Toda la masacre era un montaje.

No era falsa. Los cadáveres eran reales, la muerte era real, pero era un montaje. Era una broma pesada. A mi costa.

Depa quería que yo viniera.

En eso había consistido todo. Desde el principio.

Ese óvalo de datos no era una trampa, ni una confesión: era un cebo. Quería sacarme de Coruscant, traerme a Haruun Kal y arrojarme a esta selva de pesadilla.

Muchos de los cadáveres pertenecían en realidad a exploradores selváticos, me dijo Nick. Los jups, cuando no cosechan la jungla, trabajan como tropas de civiles para la milicia balawai. Son mucho más peligrosos que las fragatas, los satélites detectores, todos los ACOA, los cazas droides y los ejércitos de separatistas juntos. Conocen la jungla. Viven en ella. La usan.

Son más implacables que el FLM.

Los demás cadáveres de esa escenita montada eran prisioneros korun. Capturados por los jups. Capturados, torturados y maltratados más allá de mi capacidad de descripción. Cuando atacó el FLM, lo primero que hicieron los balawai fue ejecutar a los pocos prisioneros que seguían con vida. Nick me dijo que no escapó ninguno. Ninguno de los prisioneros. Y ninguno de los jups.

Los niños...

Los niños eran korunnai.

Ese Kas Vastor... ¿Qué clase de hombre será? Nick me dijo que fue Kar Vastor quien metió el óvalo de datos en la boca de la mujer muerta y la cerró con espinas de latonbejuco. Nick me dijo que fue Kar Vastor quien convenció al FLM para dejar los cadáveres en la selva. Y el que dijo que hacer la escena tan espantosa aseguraría que yo viniese a investigar, y que dejar a niños muertos —a sus propios hijos muertos— a merced de los jacunas, los gusanos taladradores y de las apestosas moscas negras carroñeras, tan llenas de sangre que sólo podrían arrastrarse por la carne podrida...

Alto. Tengo que dejarlo. Tengo que dejar de hablar de esto. Dejar de pensar en ello.

No puedo... Esto no es...

Nada es de fiar en este planeta. Lo que se ve no tiene relación con lo que se obtiene. Parezco incapaz de comprender nada de él.

Pero estoy aprendiendo. Y al aprender, cambio; y cuanto más cambio, más comprendo. Eso es lo que me aterra. Me estremezco al pensar en lo que pasará cuando por fin empiece a comprender este lugar.

¿Quién seré cuando por fin lo entienda?

Temo que el hombre que fui despreciaría al hombre en que me estoy convirtiendo. Siento el espantosa temor de que lo que pretendía Depa al atraerme hasta aquí fuera que pasara por esta transformación. Dijo que no había nada más peligroso que un Jedi que por fin ha encontrado la cordura.

Creo que Depa es peligrosa.

Y temo que quiera que yo también me vuelva peligroso.

Debería —necesito cambiar de tema— pensar en otra cosa que no sea...

Porque pregunté a Nick por ella.

No pude evitarlo. La esperanza floreció codo con codo con mi ira. Si el holograma era un montaje, puede que lo que dijo sólo fuera... parte de la ambientación. Color local. Algo.

Pese a mi decisión de mantenerme imparcial hasta que pudiera verla, hablar con ella, sentir su esencia en la Fuerza; pese a mi decisión de no preguntar nada, de no oír nada; pese a todos mis años de disciplina y autocontrol...

El corazón tiene fuerzas que ninguna disciplina puede controlar.

Así que le pregunté. Le comenté las palabras que Depa grabó en el óvalo de datos, que se llamó a sí misma la oscuridad de la jungla, y que dijo que por fin se había vuelto cuerda.

Que temía que hubiera cedido ante la oscuridad, y que estuviera irremediablemente loca.

Y Nick...

Y Nick...

—¿Loca? —dijo con una carcajada—. Tú eres el loco. Si ella estuviera loca, no la seguiría nadie, ¿no crees?

Pero cuando le pregunté si quería decir que estaba bien, él me dijo:

—Eso depende de lo que quieras decir con bien.

—Necesito saber si la has visto actuar movida por la ira, o por el miedo. Necesito saber si emplea la Fuerza para su gratificación personal: en beneficio propio o por venganza. Necesito saber hasta qué punto está en poder del Lado Oscuro.

—No tienes que preocuparte por eso —me dijo—. Nunca he visto a nadie más amable o cariñoso que la Maestra Billaba. No es mala. No creo que pueda serlo nunca.

—No se trata del bien y el mal —le dije—. Sino de la naturaleza fundamental de la misma Fuerza. Los Jedi no somos moralistas. Ése es un error común. Somos básicamente pragmáticos. Los Jedi son altruistas no porque serlo sea bueno, sino más bien porque serlo es seguro. Emplear la Fuerza con fines personales es peligroso. Ésa es la trampa en la que puede caer hasta el más bueno, generoso y amable de los Jedi, y conduce a lo que llamamos el Lado Oscuro. El poder de hacer el bien acaba siendo sólo poder. Poder desnudo. Un fin en sí mismo. Es una forma de locura a la que los Jedi son especialmente susceptibles.

Nick respondió, encogiéndose de hombros.

—¿Quién sabe cuáles son los verdaderos motivos por los que alguien hace algo?

No era una respuesta consoladora, y el resto de lo que me contó era peor aún.

Dice que las palabras del cristal reflejan cómo habla Depa ahora: dice que tiene pesadillas, que los gritos que brotan de su tienda se oyen por todo el campamento; dice que nadie la ve comer, que se está consumiendo como si algo la devorara por dentro...; dice que tiene dolores que los calmantes no pueden atenuar, que a veces no sale de su tienda en días, y que cuando sale a la luz del día se venda los ojos porque no soporta la luz del sol.

Lamento haber preguntado. Lamento lo que me dijo Nick.

Lamento que no me mintiera.

Es impropio de un Jedi temer la verdad.

Continuaré con la historia. Convertir la experiencia en palabras es una forma de ganar perspectiva. Cosa que necesito. Y es una forma de pasar las horas de la noche, cosa que también necesito. Incluso un Maestro Jedi, acostumbrado a la meditación y la reflexión —entrenado para ello—, no debe pasar demasiado tiempo a solas con sus propios pensamientos.

Sobre todo aquí.

Este campamento se construyó en la cima de una colina perteneciente al mismo grupo de montañas de antes. Desde aquí no parecen una cordillera, sino una pared inclinada de montículos volcánicos. El campamento se alza en un saliente salpicado de verde. A ambos lados de ese puño de piedra ahogado por la selva hay sendas explanadas ennegrecidas por donde fluye ocasionalmente la lava desde un cráter situado a unos seiscientos metros de donde yo estoy grabando esto. Si se escucha atentamente, puede oírse su rugido. Puede que este micrófono no sea lo bastante sensible. Ahí está..., ¿lo oyes? Se prepara para otra erupción.

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