Authors: Matthew Stover
Una estrella cobró vida abajo y saltó en el aire. Era una bengala. Pendió detrás de las nubes, iluminando de intenso blanco actínico los rondadores de vapor, la jungla y el campamento en ruinas. Mace tuvo que protegerse los ojos contra el brillo repentino. Cuando oyó el crudo grito de triunfo del padre, la Fuerza le colocó el sable láser en la mano e hizo que la hoja cobrara vida. Mientras, un rifle láser canturreaba a un ritmo tan rápido como el que podía alcanzar una mano apretando un gatillo.
El padre no era ningún tirador de élite, así que, aunque ningún disparo se habría acercado a un brazo de distancia de Mace, habrían rebotado en el búnker; pero una luz amatista refulgió para recibir a la roja, y todos los disparos gritaron, alejándose por el cielo.
Mace se paró en el umbral, mirando a la pasmada cara de Rankin, al otro lado de la guarda de su sable láser. La boca de Rankin se movió en silencio, sin aliento: "Jedi...".
Parece que vamos a perder
, pensó Mace.
—Keela —dijo Mace sin volverse, con voz tensa pero átona—. Lleva a los niños al fondo. Tumbaros detrás de los cuerpos de los korunnai. Son vuestra mejor protección.
—¿Qué? —Keela se le quedó mirando boquiabierta—. ¿Qué? ¿Quién eres?
—¡Es un Jedi! —rugió fuera la voz del padre.
Un instante después se le unía otra voz, más aguda, medio rota y ronca por el dolor, la traición y una ira salvaje.
—¡Un apestoso Jedi! ¡Es un apestoso Jedi! ¡Matadlo! ¡Matadlo!
Era la voz de Terrel.
La Fuerza movió las manos de Mace más deprisa que el pensamiento. El sable láser de Depa voló a su mano izquierda, reflejo del suyo en la derecha, y juntos tejieron una pared en la boca del búnker, capturando y dispersando una lluvia de disparos láser.
Los disparos se astillaban en todas direcciones. El errático martilleo de los disparos mal apuntados requería toda su concentración y habilidad para ser interceptado. Mace se sumió cada vez más hondamente en la Fuerza, entregando más y más su pensamiento consciente al torbellino instintivo del vaapad, y, aun así, algunos rayos pasaron y rebotaron azarosamente por el interior del búnker.
Estaba demasiado sumido en el vaapad para formular un plan. demasiado dentro para pensar siquiera, pero era un Maestro Jedi; no tenía que pensar.
Él sabía.
Si se quedaba en el umbral, los niños morirían.
Paso a paso, Mace fue inclinándose hacia la galerna de disparos para dar a los tiradores tiempo de ajustar la puntería, y empezó a bajar la descubierta ladera situada bajo la puerta. Sus hojas se movían en cegadores giros de verde jungla y púrpura atardecer, dispersando un abanico de rayos interceptados hacia las estrellas amortajadas por el humo, atrayendo los disparos y alejándolos de la puerta del búnker. Lejos de sus propios hijos.
Un paso, luego otro.
Era consciente, de una forma abstracta y desconectada, del dolor de sus brazos y del sabor salado del sudor que goteaba en sus ojos. Era consciente de la quemadura caliente de los disparos que le habían rozado los flancos, y del pedazo de muslo que le había arrancado otro. Pero todo significaba para él menos que las nuevas trayectorias de los disparos, mientras continuaba su marcha incesante y los
jups
se ponían a cubierto. También era consciente de que no todos los
jups
le disparaban. Oía las órdenes desesperadas de Rankin para que cesara el fuego, y sintió en la Fuerza una sed de sangre irracional que hacia que los demás siguieran apretando el gatillo hasta que las armas empezaron a humear.
Una sed de sangre alimentada por la oscuridad.
No. No era una sed de sangre.
Era una fiebre de sangre.
Sentía personas moviéndose a su alrededor, personas nuevas, disparando, gritando y cayendo por entre las chozas derribadas. Sintió su pánico y su rabia feroz, y la desesperación sin aliento de su retirada. Enormes sombras acechaban en la Fuerza, tambaleantes gigantes que rugían con voz de fuego. Eran rondadores de vapor que retrocedían hasta el destrozado campamento. Sus orugas aplastaban pedazos de paredes prefabricadas, apelmazando la tierra sobre las tumbas que Mace había cavado apenas horas antes.
El campamento se inundó de humo y fuego, del fogonazo de los disparos y del ladrido de los cartuchos hipersónicos. Mace caminó a través de todo ello con una calma incesante, con un ligero fruncir de ceño provocado por la concentración como única expresión, tejiendo con sus armas una red impenetrable de relámpagos. Se entregaba más y más a la Fuerza, dejando que ésta moviera sus manos y sus pies, y permitiendo que le guiara en la batalla.
El poder oscuro que había sentido congregarse en la Fuerza se alzaba ahora a su alrededor y se tragaba las estrellas, rompiéndose sobre él en una oleada que lo derribó y lo levantó. Cuando sintió que una presencia hostil se lanzaba hacia su espalda, giró velozmente, sin esfuerzo, y una luz amatista salpicó fuego por la larga hoja de duracero de un cuchillo sostenido por una pequeña mano. Un pedazo cortado rebotó en el suelo, y energía verde cayó como un hacha para matar...
Y se detuvo, temblorosa...
A un centímetro de una cabeza de cabellos castaños.
Los cabellos castaños se encogieron, se chamuscaron y ennegrecieron ante el fuego verde. El tocón de un cuchillo, cuyo filo recién cortado brillaba al rojo, cayó de una mano sin nervios. Aturdidos ojos castaños con lágrimas que centelleaban con brillos verdes le miraban a ambos lados del sable láser de Depa.
—Apestoso Jedi —sollozó Terrel—. Mátame ya. Mátanos a todos...
—Aquí no estás a salvo —dijo Mace.
Saltó hacia atrás y, con un empujón de la Fuerza, envió a Terrel resbalando hacia la puerta del búnker. Un chorro de fuego aulló, atravesando el espacio donde habían estado un instante antes.
Mace rodó hasta ponerse en pie, con las hojas situadas en ángulo defensivo y mirando hacia la torreta de un rondador que se dirigía hacia él. Alguien en el interior del vehículo había decidido que valía la pena sacrificar a Terrel para acabar con Mace. A éste no le preocupaba mucho ese tipo de matemáticas. Tenía una ecuación diferente en mente.
Cuatro rondadores de vapor divididos por un Jedi es igual a un humeante montón de chatarra.
Los puntos de ruptura de los rondadores eran evidentes. Ni las orugas ni los engranajes transversales que hacían girar las torretas soportarían un único golpe de sable láser. En menos de un segundo podía convertir a cada uno de esos gigantes blindados en poco más que huecas piedras metal..., pero no lo hizo.
Porque eso no les dolería lo bastante.
Quería hacerles más daño del que le producía a él su negra migraña.
Esa gente le habían atacado cuando sólo quería ayudarlas, cuando intentaba salvarlos. Le habían atacado sin pararse a pensar en sus propias vidas, o en las vidas de sus hijos. Casi le habían hecho matar a uno de sus hijos.
Eran estúpidos. Eran malvados. Merecían ser castigados.
Merecían morir.
Vio todo eso en un único estallido de imágenes: un recuerdo de algo que todavía no había pasado. Se vio lanzándose de cabeza bajo el rondador de vapor y rodando hasta ponerse de espaldas, hundiendo las hojas gemelas en la escasamente blindada parte inferior del vehículo. Entraría en el compartimento de pasajeros, donde habría, a lo sumo, uno o dos hombres armados cuidando de los heridos, y emplearía sus propios disparos para derribarlos. Después se abriría paso, cortando, hasta la cabina, y acabaría con el conductor. Luego bañaría el campamento con las llamas proyectadas por el cañón de la torreta. Los
jups
que iban a pie correrían y chillarían mientras se quemaban. Entonces emplearía la Fuerza para hacer girar los sables láser en el aire y abriría agujeros en el blindaje del otro rondador de vapor, por los que poder verter el fuego de su torreta, quemando a conductores, pasajeros y heridos. El espeso humo con olor a carne saldría a bocanadas...
Morirían todos. Hasta el último.
No le llevaría más de un minuto.
Y disfrutaría con ello.
Ya corría hacia el rondador de vapor, preparándose para saltar de cabeza, cuando por fin pensó:
¿qué
estoy
haciendo?
Apenas pudo convertir su zambullida en un salto hacia arriba. Giró en el aire y aterrizó en la cubierta externa del vehículo, junto a la torreta lanzallamas. Se dejó caer agazapado, empleando la masa del rondador para cubrirse contra los disparos de los balawai del suelo. Y, cuando intentó alejar su mente de la Fuerza, todo su cuerpo se desplomó.
Todo estaba demasiado oscuro. La oscuridad estaba por todas partes; espesa, cegadora y asfixiante como el penacho de humo negro que se alzaba del volcán situado más arriba. No conseguía encontrar ninguna luz aparte de la flama roja que ardía en su corazón. La cabeza le latía como si fuera él quien tenía a las avispas de la fiebre incubando en su cerebro. Como si se le fuera a abrir el cráneo.
La fatiga y el dolor acudieron a él, precipitándolo hacia la inconsciencia. Recurrió a la Fuerza para mantenerse en pie, despertando con ella su ira. Se aferró a la cubierta del rondador, apretando el rostro contra su blindaje abollado por las balas. Cada segundo que pudiera mantenerse inmóvil era un segundo de vida para algunos de esos hombres y mujeres.
Un aullido se acumuló en su interior, un rugido de oscura furia elevada a la exaltación. Apretó los dientes para combatirlo; pero, aun así, resonó en sus oídos, reverberando en las montañas como la llamada de los akk presos de la fiebre de sangre...
Mace contuvo la respiración en la garganta. Una voz en su interior... ¿podía ser un eco?
Alzó la cabeza.
Al final, los aullidos resultaron ser voces de akk.
Salieron de la jungla, con enormes ganas que excavaban surcos en la piedra y subiendo por las empinadas laderas de lava del saliente. Cinco, ocho, una docena; gigantescos, acorazados, con las espinas de la cresta erizadas en completa amenaza, con espumosas cuerdas de babas colgando de las comisuras de sus bocas repletas de dientes como navajas.
Balawai fuertemente armados caían ante ellos. Los akk se movían con la velocidad deliberada de criaturas que no tenían nada que temen Las torretas de los rondadores de vapor los ducharon con fuego, pero los animales las ignoraron. Como ignoraron los picotazos de los disparos láser. Cuando llegaron a lo alto del saliente empezaron a moverse por el perímetro del campamento, caminando en círculo por las chozas derribadas, convirtiendo su paso en un trote y después en un galope, formando un círculo de depredadores acorazados que se cerraba gradualmente.
Mace reconoció la conducta del rebaño de akk. Empleando la intimidación, estaba obligando a los balawai a agruparse en la parte central del campamento como si fueran herbosos indisciplinados conducidos a un corral. Cualquier balawai que intentara escapar del cerco era empujado de vuelta a él con el empellón de un enorme flanco o el barrido de una cola acorazada. Ningún akk clavó los dientes en carne humana, ni siquiera en un
jup
que disparó inútilmente el rifle a bocajarro contra la garganta de uno de ellos. Por toda reacción recibió el empellón de unas mandíbulas que podrían fácilmente haberlo partido en dos de un bocado.
Mace sintió que el oscuro tronar aumentaba en la Fuerza, y lo supo: el campamento no se había convertido en un corral. Se había convertido en un matadero.
En un campo de muerte.
Y entonces sintió la sombra del carnicero.
Mace miró ladera arriba. Allí estaba, parado en la roca, sobre la puerta del búnker.
Un korun.
Ardía de poder en la Fuerza.
Era enorme. El pecho, desnudo y reluciente por el sudor, podría estar formado con bloques de granito. Su cráneo afeitado relucía a más de dos metros por encima de sus pies desnudos. Sus pantalones se habían cosido a partir de la piel de un felino de las lianas. Alzaba sobre su cabeza brazos que eran como los contrafuertes de una torre espacial.
Llevaba algo parecido a unos escudos sujetos a cada antebrazo, asemejando lágrimas alargadas de metal pulido como un espejo. Los extremos de achatada curva se extendían sobre sus enormes puños y se estrechaban hasta formar una punta de aguja a un palmo debajo de los codos.
Las venas se retorcieron en sus antebrazos cuando cerró los puños. Los bordes de los escudos se tornaron borrosos, y un chirrido maligno resonó en los dientes de Mace.
Los perros akk se volvieron hacia el hombre como si eso fuera una especie de señal. Los perros y el hombre alzaron las cabezas a la vez hacia las apagadas estrellas, y liberaron otro oscuro aullido de fiebre de sangre que retumbó en el pecho de Mace, arrancando ecos de su propia rabia, haciéndole comprender al fin.
La rabia no era toda suya.
Su fiebre de sangre era la forma que tenía su corazón de responder a la llamada de la selva. Al aullido de los akk.
Al poder de ese hombre.
Los balawai no habían huido en esa dirección por propia voluntad: habían sido conducidos hasta aquí. Conducidos hasta un terreno que sólo unos días antes había quedado empapado en violencia, maldad y salvaje fiebre de sangre. Lo que se había hecho en ese lugar era deliberado, el oscuro reflejo en un espejo de una santificación religiosa. La masacre que había ocurrido allí sólo había sido un preludio, una forma de preparar a la jungla para este oscuro rito.
Mace lo supo entonces. Debía de ser el lor pelek.
Era Kar Vastor.
El hombre alzó los brazos, y seis korunnai entraron al cerco, saltando tanto como un Jedi, pero carentes de la gracia Jedi. Los empujones de la Fuerza que los propulsaban eran como un gemido de dolor. Agitaban los brazos como si se abrieran paso a zarpazos en el aire, pero aterrizaron agazapados, equilibrados y dispuestos a atacar. Los seis iban vestidos de forma idéntica a Vastor, y todos llevaban esos escudos en forma de lágrima que zumbaban como altavoces de comunicador sobrecargados.
Los balawai los recibieron con una tormenta de disparos. Los rayos refulgían, salpicaban y se astillaban hacia las nubes cuando los escudos gemelos que llevaba cada hombre se movían más veloces que el pensamiento.
Los balawai dejaron de disparar.
No había caído ni un solo korun. Sus refulgentes escudos habían bloqueado todos los disparos.
Sólo podían haber aprendido eso de un Jedi.
De un Jedi concreto.