Sin embargo, estos hombres libres no podían competir con los esclavos como mano de obra. Había que pagarles más, no se los podía azotar ni encerrar en los
ergastula
y, para colmo, en cualquier momento el Estado podía reclutarlos para las legiones.
Expulsados del campo por la concentración de tierras en manos de los más ricos y por la competencia de los esclavos, los pequeños propietarios acababan emigrando a la ciudad. El destino más buscado era la propia Roma, donde se calcula que acudía una media de al menos seis mil personas al año. De ahí que en los dos últimos siglos de la República su población pasara de ciento cincuenta mil a más de quinientos cincuenta mil, y que en época imperial alcanzara y quizá superara el millón. Una auténtica monstruosidad para la época que se puede comparar, salvando las distancias, a megalópolis actuales como Ciudad de México, Bombay o Yakarta.
Es cierto que la urbe ofrecía muchas posibilidades. Era un centro de poder y de negocios por el que corría cada vez más dinero. Los miembros de la élite que se dedicaban a estas actividades tan lucrativas necesitaban personas que les ofrecieran servicios de todo tipo, incluido el abastecimiento de víveres. Además, gran parte de la riqueza que entraba en la ciudad se empleaba en levantar y reparar calzadas, acueductos, templos y edificios públicos, por no hablar de los senadores y caballeros que encargaban lujosas mansiones. Este
boom
de la construcción daba trabajo a albañiles, carpinteros y todo tipo de artesanos.
A pesar de esto, no todo el mundo encontraba empleo, e incluso quienes lo conseguían se topaban con condiciones de vida muy difíciles. Había una inflación constante y de cuando en cuando fallaba el abastecimiento de víveres, pues Roma era como un inmenso estómago con una boca muy pequeña, el río Tíber.
La vivienda era otro de los problemas acuciantes. Conforme llegaba más gente a la ciudad y aumentaba la demanda, su precio no dejaba de subir. A mediados del siglo
II
, los alquileres estaban ya tan caros que un rey exiliado, Ptolomeo VI de Egipto, tuvo que compartir alojamiento en la ciudad con un tal Demetrio para dividirse los gastos.
E
n la ciudad existían dos tipos principales de viviendas: la
domus
y la
insula
.
La primera era una casa individual, propia de los más acomodados. Su planta era cuadrangular y se organizaba alrededor del
atrium
, un patio central con una abertura en el techo por la que se recogía el agua de la lluvia en un pequeño estanque o
impluvium
. Este atrio era el núcleo original de la casa, donde se rendía culto a los dioses del hogar y se conservaban los retratos de los antepasados. En los primeros tiempos había en él un fuego siempre encendido cuyo humo ennegrecía el techo alrededor de la abertura: su nombre provenía precisamente del adjetivo
ater
, «negro, oscuro».
A los lados del atrio se abrían estancias usadas para diversos fines. Entre ellas estaban los dormitorios o
cubicula
. Pasado el
atrium
, en línea recta con la puerta de entrada, se encontraba el
tablinum
, un despacho donde el paterfamilias atendía visitas y resolvía sus asuntos. Junto a él se hallaban el comedor o comedores, según el nivel económico de la casa. El nombre latino era
triclinium
, que en origen se refería al diván de tres plazas donde los romanos se reclinaban para comer. Al principio las mujeres comían sentadas y con la espalda estirada, pues no se consideraba decoroso que se recostaran, pero esa diferencia fue cayendo en desuso.
Desde la época de las Guerras Púnicas, por influencia griega, los romanos empezaron a construir también un segundo patio, el
peristilum
, rodeado de columnas y adornado con plantas y una o varias fuentes. Dependiendo del espacio disponible y la fortuna de los dueños, la casa podía contar incluso con más patios.
Por fuera, estas casas apenas ofrecían ventanas, ya que estaban volcadas hacia el interior. Con todo, en el siglo
I
a.C. empezaron a fabricarse ventanas de cristal. Las primeras eran claraboyas de vidrio oscuro y grueso que apenas dejaban pasar la luz, pero con el tiempo se refinaron, aunque en Italia su uso nunca llegó a extenderse tanto como en la Galia.
Las viviendas más numerosas de Roma eran las
insulae
, «islas» o bloques de apartamentos. En la época de las Guerras Púnicas ya se construían al menos de tres plantas: Livio cuenta cómo en el año 218 un buey se escapó del mercado, subió por las escaleras de una
insula
y cayó a la calle desde el tercer piso. Con el tiempo se intentó limitar la altura de estos bloques: Augusto prohibió levantarlos a más de veinte metros, aunque se sabe que la norma se saltaba a menudo. La razón de estas leyes era que, por defectos en los materiales —la corrupción de los constructores no es un invento de nuestra época—, se derrumbaban con cierta facilidad.
En el primer piso a veces había
tabernae
—locales comerciales de todo tipo, no solo para vender vino—, y en otras ocasiones viviendas de cierto lujo que ocupaban toda la planta y se consideraban
domus
. Las condiciones empeoraban conforme se ascendían las escaleras, que solían ser angostas y empinadas. Mientras que al nivel de la calle podía haber agua corriente, los inquilinos de los pisos superiores debían subírsela ellos mismos en cubos, con lo que la higiene de las viviendas era inversamente proporcional a su distancia al suelo. Además, en esos apartamentos, que eran más baratos, los vecinos más pobres vivían apiñados, porque en muchas ocasiones subarrendaban habitaciones a otros inquilinos para que les ayudaran a pagar el alquiler.
Vivir en las alturas no reducía solo la higiene o la comodidad, sino también la seguridad. Así lo refleja el poeta satírico Juvenal. Aunque escribió a finales del
I
d.C., por comentarios de otros autores sabemos que las condiciones que describe eran extrapolables a finales de la República:
¿Quién teme o ha temido que se le cayera la casa en la fría Preneste o en Bolsena? Pero nosotros vivimos en una ciudad construida sobre endebles vigas. Cuando una vieja grieta se ensancha mucho, el casero la tapa y nos dice que durmamos tranquilos mientras la ruina amenaza nuestras cabezas.
Mejor vivir donde no haya incendios ni miedos nocturnos. ¡El tercer piso humea ya bajo tus pies y tú ni te enteras! Pues como el fuego empiece por los pisos de abajo, el último que arderá será aquel a quien solo protegen de la lluvia las tejas donde las blandas palomas ponen sus huevos (Sátiras, 3.190 y ss.).
No obstante, en Ostia, el puerto de Roma, se han encontrado
insulae
muy sólidas de hormigón recubierto de ladrillo, lo que demuestra que no todos los constructores eran iguales y que había edificios de tanta calidad que se han mantenido en pie hasta nuestros días.
Debido a estas dificultades, empezó a formarse en la urbe una clase social cada vez más numerosa, la
plebs
urbana. Para ese proletariado que vivía apenas por encima del nivel de la subsistencia, las mayores preocupaciones eran poder llevarse un trozo de pan a la boca y, como hemos visto, tener un techo bajo el cual alojarse. El problema de la vivienda en Roma no hizo sino agravarse con el tiempo, pero el del pan —literalmente— era más perentorio. Algunos políticos, con una mezcla de humanidad y oportunismo, lo comprendieron y aprovecharon para sus propios fines.
En Roma habitaba, pues, una plebe cada vez más numerosa que veía cómo se ensanchaba año tras año la brecha que la separaba del nivel de vida de la élite. ¿No parece un caldo de cultivo ideal para una revolución? Pues no fue así. El pueblo llano nunca llegó a organizarse, y las ansias de vivir mejor que sin duda sentían sus miembros no se concretaron en deseos políticos determinados. Por lo general, los miembros de la plebe, más que actuar, reaccionaban a las acciones de otros.
La verdadera lucha que ensangrentó las calles de Roma y los campos de batalla de Italia no se libró entre los proletarios y la nobleza, sino entre facciones rivales de senadores, e incluso a veces entre el senado e individuos que pertenecían a sus filas, pero que en lugar de seguir el procedimiento habitual para alcanzar poder y gloria preferían recurrir a métodos menos ortodoxos.
E
n realidad, las luchas que se produjeron entre 133 y 33 a.C. —un siglo especialmente convulso— tuvieron su origen dentro de las propias filas del senado. En
Roma victoriosa
ya hablé de la nueva élite que se había formado en Roma en el siglo
III
, conocida como la
nobilitas
. Formaban parte de esta nobleza aquellos senadores que tenían entre sus antepasados algún cónsul, y había en ella por igual familias patricias y plebeyas.
Los miembros de la nobleza tenían como objetivo seguir el camino de sus antepasados y mantener a su linaje en lo más alto. Para ellos, el consulado era el gran premio final. Pero muchos eran los llamados —decenas de aristócratas que empezaban su carrera política como cuestores— y pocos los elegidos que alcanzaban ese galardón, ya que únicamente se designaba a dos cónsules al año.
La competencia entre los nobles por acaparar los puestos de poder no dejó de crecer con el tiempo. Al principio, para destacar tan solo servían los triunfos militares, por lo que si no existía una causa justa para declarar la guerra, se la inventaban. Pero a partir del año 200, cuando los romanos empezaron a conquistar inmensos botines y conocieron por primera vez el opulento y fabuloso mundo helenístico donde la norma era «el tamaño sí que importa», los aristócratas descubrieron una nueva forma de competir entre sí: exhibir en público sus riquezas. Por eso empezaron a construir mansiones más grandes, a forrarlas de mármol y a decorarlas con obras de arte que expoliaban sobre todo en Grecia y Asia Menor (ya le tocaría el turno a Egipto).
Muchos senadores contemplaban con alarma esta escalada de ostentación; especialmente los que no podían mantenerse a la altura o los que, como Catón el Viejo, eran tan tacaños que sabían cuántos cominos entraban en un puñado. En el año 182 el propio Catón defendió la
lex Orchia
, que limitaba el número de invitados que podían asistir a un banquete, y después se dictaron normas para reducir el dinero que gastaban los magistrados al celebrar fiestas o espectáculos públicos.
Pero no sirvió de nada. Los nobles romanos necesitaban conquistar prestigio ante sus iguales y, sobre todo, ante el pueblo llano que votaba en las asambleas. Por eso invertían buena parte de su patrimonio en ofrecer festejos públicos en los que la gente comía hasta hartarse (y a veces bebía vino de más de cuarenta años, como el que ofreció Sila en una ocasión) y en organizar espectáculos teatrales o luchas de gladiadores.
Esta escalada en la competencia coincidía con la época de mayor influencia del senado. En teoría, esta cámara formada por aristócratas era únicamente un órgano consultivo, mientras que la soberanía residía en las asambleas. Pero el senado poseía muchos recursos para controlar lo que votaba el pueblo.
En primer lugar, el sufragio no era secreto. A la hora de votar, un individuo podía recibir todo tipo de presiones: halagos, sobornos, amenazas o directamente coacción física.
En segundo lugar, el sistema no contabilizaba los sufragios de todos los ciudadanos. Primero, los hacía votar en tribus o centurias y después contaba cada una de estas como un solo voto. Si una tribu con cinco mil miembros decía
SÍ
y dos tribus que sumaban trescientas personas decían
NO
, el resultado final era que ganaba el
NO
por dos a uno. Esto hacía que la élite contara con mucho más peso electoral del que le correspondía, pues se repartía en más tribus y, sobre todo, en más centurias.
Si a pesar de todo esto, el pueblo votaba una ley que a la aristocracia senatorial no le gustaba, todavía existían medios para echarla atrás. Los miembros de los diversos colegios sacerdotales —pontífices, augures y flámines, todos ellos pertenecientes a la élite— tenían la potestad de anular cualquier ley o derogar cualquier votación con pretextos religiosos. ¿Que los pollos sagrados se negaban a salir de la jaula para comer? Adiós al reparto de trigo barato. ¿Que había caído un rayo en el templo de Saturno o que el hígado del ternero que acababan de sacrificar tenía un tumor? Se anulaba el reparto de tierras para los ciudadanos pobres.
En los primeros años de la República, el pueblo había encontrado su propio defensor contra los abusos de la aristocracia en los tribunos de la plebe. No poseían
imperium
, pero sí una herramienta muy poderosa para impedir los abusos de la élite: el veto. Bastaba con que uno de ellos dijera «¡Veto!» para echar por tierra cualquier actuación o decisión del resto de los magistrados. Era como un hechizo, una especie de rayo mágico que al brotar de las manos del tribuno lo paralizaba todo.
Pero con el tiempo, la sociedad romana había cambiado. Las magistraturas ya no eran monopolio exclusivo de los patricios y la distinción entre estos y el estrato superior de los plebeyos se había desdibujado. El pueblo llano apenas hacía distingos entre todos aquellos senadores ricachones que vestían togas con franjas púrpura: para ellos eran básicamente los de arriba.
Una consecuencia de esto fue que los tribunos, que antes constituían casi un estado aparte, fueron absorbidos por el sistema. El puesto seguía vedado para los patricios, pero no para los miembros de las familias plebeyas más importantes. Muchos de los jóvenes de esa aristocracia plebeya empezaban su carrera en el
cursus honorum
como tribunos para acabar llegando a pretores o a cónsules. ¿Podía un humilde estibador del Tíber presentarse a tribuno de la plebe, presidir la asamblea plebeya y vetar una ley propuesta por un cónsul? En teoría, sí. En la práctica, jamás ocurría.
Con tales premisas, se comprende que los tribunos no se buscaran demasiados problemas con el resto de senadores, pues compartían con ellos intereses e ideales y podían pensar: «Hoy por ti, mañana por mí». En cierto modo, el sistema había conseguido «domesticar» a los tribunos.
Sin embargo, las cosas empezaron a cambiar a mediados del siglo
II
. Como ya vimos en el capítulo anterior, en el año 151 había tan pocos jóvenes dispuestos a aliarse para la guerra en Hispania que los cónsules Lúculo y Galba intentaron reclutarlos a la fuerza. Aquello provocó un rechazo popular tan grande que los tribunos de la plebe tomaron cartas en el asunto arrestando y encarcelando a ambos cónsules.