Tiempo más tarde, sobre las ruinas renació una nueva Cartago que, aunque dependía de Roma, creció y prosperó mucho con los emperadores. Algo perduró también de su sabiduría, ya que Escipión le regaló a Micipsa, hijo de Masinisa, miles de volúmenes que encontró en Cartago, y los romanos copiaron los tratados de agricultura de Magón. Para nuestra desgracia esos libros, como tantos otros tesoros del mundo antiguo, acabaron perdiéndose en la marea del tiempo.
En cuanto a Escipión Emiliano, regresó a la urbe y celebró su triunfo. Después de tantos años de guerras contra tribus hispanas a las que no se les podía saquear gran cosa, el pueblo romano disfrutó contemplando un botín como los que habían traído en su día los conquistadores de Grecia. Escipión tomó el mismo
cognomen
de su abuelo, Africano, que en su caso fue una herencia bien merecida.
Pero, a diferencia del primer Africano, Escipión Emiliano no entró en declive político después de aquel éxito. Al contrario, se mantuvo durante años en la cima de la República como núcleo de una influyente facción. Además, no tardaría en llegarle el momento de echarse a la espalda de nuevo la capa roja de general y tomar el mando de las tropas. Su nuevo destino sería un lugar muy familiar para nosotros: Numancia.
L
a conquista de Hispania empezó solapándose con la Segunda Guerra Púnica, y la inició Publio Cornelio Escipión, que todavía no se había ganado el sobrenombre de Africano. En el año 206 derrotó a los generales Magón Barca y Asdrúbal Giscón en la batalla de Ilipa (situada cerca de Sevilla), una obra maestra táctica que supuso prácticamente el fin de la presencia cartaginesa en la Península Ibérica.
Muchas tribus hispanas habían apoyado a Escipión como un modo de echar a los cartagineses. Pronto comprendieron que los romanos no habían venido para liberarlos y marcharse, sino que tenían intenciones de quedarse allí. Uno de los principales señuelos de la península era la ciudad púnica de Cartago Nova, donde cerca de cuarenta mil esclavos extraían, en unas condiciones durísimas, más de mil talentos de plata al año. En general, los antiguos consideraban que Hispania era un lugar rico en metales.
En el año 197, considerando la gran extensión del territorio que debía controlar, el senado decidió dividir la Península Ibérica en dos provincias: la Hispania Citerior o «más cercana», situada al nordeste y centrada en el Ebro, y la Ulterior o «más lejana» cuyo núcleo era el fértil valle del Guadalquivir. En el centro y al norte quedaban vastos territorios sin conquistar y prácticamente sin explorar, más atrasados y menos atractivos para la conquista.
Ese mismo año estalló una rebelión en ambas provincias. La situación se complicó tanto que el senado decidió enviar al cónsul Marco Porcio Catón, que sería conocido más tarde como Catón el Censor y de quien ya hablamos en el capítulo sobre Cartago. Catón, que añadió las dos legiones que traía a las tropas pretorianas ya acantonadas en Hispania, recorrió con su enorme ejército la Citerior aplastando revueltas con extrema dureza (la misma que exigía a sus soldados, a los que alanceaba sin piedad si reculaban ante el enemigo) y exigiendo tributos. La Ulterior se le rindió sin tan siquiera combatir. Catón alardearía después de que había tomado más ciudades que días había pasado en Hispania, hasta cuatrocientas. Una afirmación bastante exagerada, ya que fuera de la costa del Mediterráneo apenas había poblaciones dignas de tal nombre.
Tras las campañas de Catón, Roma controlaba el tercio meridional y oriental de la península, que se correspondía más o menos con la zona poblada por tribus iberas, más desarrolladas que las del interior. En este moraban diversos pueblos muy belicosos —carpetanos, vetones, lusitanos y celtíberos entre otros— que no dejaban de causar problemas con sus incursiones de saqueo en las fronteras de las jóvenes provincias.
Las guerras en aquella zona eran continuas, hasta que llegó a Hispania el cónsul Tiberio Sempronio Graco —padre de los famosos hermanos que presentaron sendas reformas agrarias décadas después—. Como general, cosechó varios éxitos contra celtíberos y lusitanos que le valieron a su regreso a Roma un triunfo en el que exhibió un botín de casi quince toneladas de plata. Pero su labor más importante fue la de pacificador. Graco firmó alianzas con las tribus independientes del exterior de las provincias, por las que se comprometían a no formar grandes coaliciones y a prestar ayuda militar a la República cuando esta se lo exigiera. También procedió a repartir tierras cultivables entre los indígenas, asentando así a poblaciones enteras que dejaron de ser seminómadas y de lanzar expediciones de pillaje contra los vecinos.
Durante algo más de dos décadas los pactos de Graco se mantuvieron mal que bien, y las fronteras permanecieron donde estaban; entre otras causas porque Roma estaba más centrada en sus guerras en Macedonia y Grecia. Pero la mayoría de los gobernadores romanos que sucedieron a Graco no poseían su altura de miras y tan solo buscaban enriquecerse. El senado acabaría comprendiendo que la corrupción excesiva resultaba perjudicial para la República, ya que le granjeaba los odios de la población sometida y provocaba levantamientos constantes. Eso explica que en el año 149 se creara por la ley Calpurnia un tribunal especial para procesar a los magistrados corruptos, la
quaestio perpetua de repetundis
, presidida por un pretor. El problema era que quienes juzgaban a los exgobernadores provinciales pertenecían a su misma clase, el orden senatorial, y casi siempre acababan absolviéndolos.
Pero incluso antes de que se creara ese tribunal, las revueltas habían vuelto a estallar en Hispania, protagonizadas por dos pueblos: los lusitanos y los celtíberos. El resultado fueron veinte años de guerras de los que Roma sacó muy poco provecho material y en los que perdió a miles de hombres. Debido a la mortandad entre sus jóvenes, el rechazo de estos a ser reclutados y los problemas políticos que suscitaron estas guerras, hay autores que han denominado a Hispania «el Vietnam de los romanos».
A
unque las campañas contra celtíberos y lusitanos coincidieron en el tiempo, las trataré por separado. En el año 154, un caudillo llamado Púnico lideró una serie de incursiones lusitanas contra Hispania Ulterior. El cuestor Terencio Varrón le salió al paso, pero fue derrotado y seis mil hombres y él mismo perdieron la vida. Los vetones se sumaron a esta razia, y ambos pueblos hicieron una incursión juntos más allá del Guadalquivir hasta las ciudades de la costa. Sus victorias los hicieron tan osados que incluso cruzaron el estrecho de Gibraltar para saquear el norte de África. Allí el pretor Lucio Mumio —el mismo que poco después arrasaría Corinto— los persiguió y logró derrotarlos.
En el año 152, el pretor de la provincia Ulterior, Atilio Serrano, decidió llevar la guerra al territorio enemigo e internarse en Lusitania, una región que comprendía el Portugal actual hasta el Duero y parte de Extremadura. El lugar no ofrecía demasiados alicientes, pero a Atilio le pareció conveniente sojuzgarlo para detener las incursiones, en la típica forma de expandir las fronteras romanas. El pretor tomó la ciudad más importante de los lusitanos, Oxtracas. No se sabe dónde se hallaba, pero no debía de ser muy grande, pues en la campaña Atilio solo mató a setecientos enemigos. Como resultado, los lusitanos y sus vecinos los vetones acabaron pidiendo la paz.
Al año siguiente ocurrió uno de los hechos más infames de la conquista de Hispania. El nuevo pretor, Publio Servilio Galba, recibió a unos embajadores de los lusitanos que le solicitaron renovar el tratado firmado con Atilio. En realidad, ellos mismos se habían saltado sus propios pactos, pero las campañas de Galba y de Lúculo por el norte los habían disuadido de seguir guerreando.
Galba se mostró muy comprensivo y dijo a los enviados que comprendía la razón de que se dedicaran al pillaje y al robo. «Lo que os obliga a cometer esas tropelías es la pobreza de vuestro suelo. Si aceptáis ser amigos de Roma, yo entregaré tierras a vuestra gente».
En la fecha convenida, miles de lusitanos se presentaron divididos en tres grupos y Galba los condujo a otros tantos valles. A continuación, se dirigió al primer grupo y convenció a sus miembros de que, como amigos y aliados del pueblo romano, debían dejar las armas porque ya no las necesitaban. Cuando ellos le obedecieron, el pretor ordenó excavar una zanja a su alrededor de modo que no pudieran escaparse y luego mandó a sus soldados al interior del recinto para asesinar a todos aquellos lusitanos por igual, hombres, mujeres y niños. Después actuó del mismo modo con los otros dos grupos.
Aquella brutal traición horrorizó a los propios romanos. Cuando Galba regresó a la urbe, el tribuno de la plebe Escribonio Libón lo denunció. Durante el juicio, Galba recurrió al patético expediente de llevar a sus hijos para conmover al tribunal con sus llantos. Mas si salió absuelto no fue por eso, sino porque gastó en sobornos buena parte del botín conseguido en Hispania.
Según Apiano, entre los pocos lusitanos que escaparon de la trampa que les había tendido Galba se hallaba un noble llamado Viriato. Es posible que se trate de una tradición para embellecer su historia, y que simplemente Viriato fuese uno de tantos lusitanos que por unas razones u otras no participaron en el reasentamiento propuesto por el pretor y se salvaron así del exterminio.
En un resumen muy sucinto de sus libros perdidos conocido como
Periochae
, Tito Livio informa de que Viriato empezó siendo pastor y luego se convirtió en cazador, bandido y caudillo militar. Dicho así, da la impresión de que sus orígenes fueron muy humildes y que ascendió poco a poco en sociedad. En realidad, todas esas ocupaciones eran propias de la élite guerrera de las tribus seminómadas dedicadas al pastoreo: algo parecido se dijo tiempo después de Espartaco el tracio, y se podría haber afirmado exactamente lo mismo de Rómulo, el fundador de Roma.
Después de la traición de Galba, Viriato no tardó en llegar a ser el principal líder de los lusitanos, y se dedicó a hostigar a los romanos con expediciones de guerrillas, aunque también los derrotaría más de una vez en campo abierto.
El primer ataque en el que participó Viriato, todavía como un guerrero más, fue contra la vecina Turdetania. Allí les salió al paso el pretor Cayo Vetilio con diez mil hombres. Tras acabar con las patrullas de forrajeadores lusitanos, Vetilio consiguió acorralar a los hombres de Viriato en un paraje donde no tenían manera de conseguir provisiones. Desesperados, los lusitanos enviaron emisarios con ramas de olivo para pedirle a Vetilio tierras donde asentarse. A cambio, le prometieron que obedecerían sus órdenes.
El pretor aceptó. Pero Viriato reunió a los demás y les explicó que aquel acuerdo se parecía demasiado al de Galba. Si seguían sus instrucciones, añadió, él los sacaría de aquella encerrona.
Cuando los lusitanos se mostraron de acuerdo, Viriato los desplegó frente a los romanos en orden de batalla. Él tomó a mil jinetes y se puso delante de los demás, que luchaban a pie. En lugar de entrar en combate, cuando Viriato les hizo una señal todos los guerreros de infantería salieron corriendo en diversas direcciones. El plan era dispersarse y después seguir rutas separadas para reunirse en la ciudad de Tríbola, donde debían esperar a Viriato.
Lo normal habría sido que los romanos siguieran a aquellos fugitivos y los exterminaran. Pero Viriato consiguió mantener clavado en el sitio a Vetilio con cargas y retiradas constantes de su caballería; el pretor no se atrevía a lanzar patrullas de persecución porque también habría tenido que dividirlas, algo que no era recomendable dejando a su espalda una fuerza de mil jinetes.
Cuando habían pasado dos días de escaramuzas constantes, Viriato calculó que los suyos ya habrían llegado a Tríbola. A una orden suya, sus jinetes volvieron grupas y huyeron. Los romanos no pudieron darles alcance, como explica Apiano, «por el peso de su armadura, porque no conocían los senderos y porque sus caballos eran peores» (
BH
, 62).
Aquella fue la primera hazaña de Viriato, y gracias a ella su prestigio creció tanto que los lusitanos lo eligieron como caudillo y muchas tribus vecinas le enviaron refuerzos. Pero no sería la última. Cuando Vetilio llegó a las inmediaciones de Tríbola, Viriato le tendió una emboscada entre una espesura y unos barrancos. Allí perecieron cuatro mil romanos, casi la mitad del ejército. Entre ellos se hallaba el propio pretor: un lusitano lo capturó y, «al verlo viejo y gordo, creyó que era un hombre que no merecía la pena y lo mató», en palabras de Apiano (
BH
, 63).
Vetilio no fue la única víctima de Viriato, que derrotó a varios comandantes romanos más. Curiosamente, fue enfrentándose con generales que eran hermanos de diversas maneras. En el año 144 luchó contra Fabio Máximo Emiliano, hijo natural de Emilio Paulo, el vencedor de Pidna, que había sido adoptado por los Fabios. A decir verdad, Máximo Emiliano estuvo rehuyéndolo casi todo el año, pues sus tropas eran bisoñas y no se fiaba de ellas; pero al final de la campaña consiguió poner en fuga a Viriato y obligarlo a salir de la provincia Ulterior.
Dos años después, volvemos a encontrar al jefe lusitano combatiendo de nuevo en la provincia romana, en esta ocasión contra el procónsul Fabio Máximo Serviliano, que por nacimiento pertenecía a los Servilios, pero que también había sido adoptado por los Fabios y por eso era hermano legal de Fabio Máximo Emiliano. A esas alturas, los romanos habían comprendido que no se las tenían con un vulgar bandolero, sino con un líder militar de gran talento, de modo que enviaron a Serviliano con dos legiones y dos
alae
de aliados, más mil seiscientos jinetes y varios elefantes que aportó el rey númida Micipsa.
Gracias a este potente ejército, Serviliano logró expulsar de nuevo a Viriato de la provincia. Tras tomar represalias contra algunos de sus aliados, el procónsul entró en Lusitania y asedió una de sus ciudades llamada Erisana, cuya localización se desconoce.
Por la noche, Viriato y sus tropas lograron introducirse en la fortaleza burlando a los romanos, lo que indica que el cerco no estaba bien cerrado. Al amanecer, los hombres de Viriato y los defensores de Erisana hicieron una salida con la que sorprendieron a sus enemigos, que pensaban que dentro de la ciudad no había tantos soldados.