Roma Invicta (5 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

A principios del año 148, cuando las noticias de los últimos contratiempos llegaron a Roma, el senado decidió recurrir a la ayuda de Masinisa, a quien hasta entonces habían tenido postergado. Pero este acababa de morir, a los noventa años. A lo largo de una vida tan activa había tenido tantos hijos que, incluso con los elevados porcentajes de mortalidad infantil de la época, siempre habían vivido simultáneamente al menos diez de ellos.

Tres de sus vástagos eran legítimos: Micipsa, Gulusa y Mastanábal. Al menos, según el punto de vista de los historiadores romanos; es posible que más que legítimos debamos considerarlos hijos de las esposas o concubinas favoritas. En cualquier caso, el último deseo de Masinisa era que, debido a los viejos vínculos de amistad y hospitalidad que había mantenido con el abuelo de Escipión Emiliano, este fuera el albacea de su testamento y se encargara de repartir el reino entre sus tres herederos.

Así pues, Escipión tuvo que ausentarse del campamento romano durante unos días para viajar a Cirta, donde se hallaba la corte real de Numidia. Cuando llegó, Masinisa ya llevaba tres días muerto.

Sobre lo que ocurrió con sus hijos y demás descendientes hablaremos con detenimiento más adelante, ya que fue el origen de otra guerra en la que los romanos se involucraron mucho más de lo que habrían deseado. Por el momento, baste con saber que Escipión organizó todo como quería Masinisa o como pensó que mejor convenía a Roma. Terminadas las gestiones, convenció a Gulusa, el más belicoso de los tres hermanos, para que lo acompañara a Cartago con tropas de refuerzo.

Cuando Escipión apareció de regreso con Gulusa, su prestigio entre la tropa creció todavía más. Gracias a los escuadrones de caballería númida y a sus unidades de infantería ligera, que eran capaces de aguantar el paso de los caballos, los romanos lograron acabar con las correrías de Himilcón Fámeas.

En la primavera, sabiendo que estaba a punto de llegar un nuevo cónsul, Manilio decidió resarcirse de su primer fiasco y atacó de nuevo el campamento de Asdrúbal en Néferis. En esta ocasión llevó comida para quince días y rodeó a su enemigo con una zanja y una valla, tal como debió hacer antes. Pero no consiguió nada y se retiró cuando se les acabaron las provisiones, con tanto descrédito como antes.

El único que sacó provecho de aquella operación fue, de nuevo, Escipión Emiliano, que consiguió que Himilcón Fámeas desertara con más de dos mil hombres. En casos como este, igual que había sucedido con las tropas de Gulusa, se establecía un vínculo personal entre patrón y cliente que, si bien resultaba beneficioso para Roma, aumentaba sobre todo el prestigio de Escipión.

Aprovechando el momento, Escipión, con permiso de Manilio, decidió regresar a Roma y presentar allí a Fámeas como nuevo aliado. Antes de embarcar, miles de soldados lo aclamaron en el puerto y le pidieron que regresara a África como cónsul, ya que estaban convencidos de que únicamente él podía acabar bien con aquel asedio.

Sin duda, se había convertido en el hombre del momento, por lo que no está de más que centremos nuestra mirada en él. Escipión era hijo de Emilio Paulo, el vencedor de Pidna, de modo que el nombre que recibió en su
dies lustralis
fue Lucio Emilio Paulo. A los pocos años su padre se lo entregó en adopción a Publio Cornelio Escipión, primogénito del vencedor de Zama, un hombre de mala salud que no había tenido hijos de su esposa.

La adopción era una práctica muy frecuente en Roma. Cuando un varón no tenía descendencia, adoptar al hijo de otro matrimonio era un modo de asegurar que no se perdiera el nombre de la familia y que los dioses domésticos siguieran recibiendo culto.

El procedimiento ritual era complicado y al mismo tiempo peculiar. El padre biológico llevaba a cabo una venta ficticia de su hijo hasta tres veces. En las dos primeras, el adoptante compraba literalmente a su nuevo hijo, después lo manumitía y el niño regresaba a la patria potestad de su padre.

Cuando se producía la tercera venta, según el código de las Doce Tablas («Si un padre vende tres veces a su hijo como esclavo, el hijo quedará libre del padre»), el hijo quedaba definitivamente emancipado de su progenitor. Entonces el adoptante lo reclamaba, y a partir de ese momento pasaba a formar parte de su familia y recibía su nombre, añadiendo como
cognomen
el apellido de su familia biológica más el sufijo -
anus
. De este modo, el hijo de Emilio Paulo pasó a llamarse Publio Cornelio Escipión Emiliano.

A todos los efectos, un hijo adoptado era igual que uno carnal. Sin embargo, solía mantener la
cognatio
o lazo de sangre con su familia biológica. En el caso de Escipión Emiliano, él y su hermano, que había sido adoptado por Fabio Máximo, acompañaron a su padre en la batalla de Pidna, demostrando las buenas relaciones que existían entre ellos.

Esas relaciones se mantendrían toda la vida. Cuando Emilio Paulo murió, legó su fortuna a los dos hijos que había entregado en adopción, puesto que los otros dos nacidos de su segundo matrimonio habían muerto siendo niños. Escipión Emiliano renunció a su parte y se la entregó a su hermano natural Máximo Emiliano, a quien siempre estuvo muy unido.

Por herencia tanto de su familia natural como de la adoptada, y también por su viaje a Grecia, Escipión Emiliano fue siempre un gran amante de la cultura griega. Ya hemos comentado que fue alumno y amigo de Polibio, pero cultivó asimismo la amistad de otros intelectuales como el filósofo Panecio o los poetas Terencio y Lucilio.

Aunque podía pasar horas concentrado estudiando textos griegos, Escipión era también un gran amante de la caza y el ejercicio físico, y no vacilaba a la hora de pasar a la acción. Lo demostró durante su primer mando como tribuno en Hispania, donde mató en duelo singular a un cacique nativo y fue el primero en escalar la muralla de la ciudad de Intercacia.

Gracias a esa variedad de facetas, Escipión Emiliano se convertiría en modelo de conducta para personas de muy diferente talante. Lo fue para Cicerón, un intelectual sin nervio físico alguno; admiraba tanto como orador a Escipión que lo convirtió en personaje de varias de sus obras literarias. O para Cayo Mario, prototipo de militar chapado a la antigua que desdeñaba la cultura griega. Mario sirvió como tribuno de Escipión en Numancia e imitó toda su carrera, sus doctrinas, su disciplina férrea y su manera de inspirar a los soldados compartiendo sus peligros y sus penalidades.

Escipión no aplicó su intelecto privilegiado únicamente a cuestiones teóricas, sino que lo empleó con gran habilidad en el arte de la política. Las manifestaciones de apoyo de los legionarios que lo despidieron en el puerto eran en parte espontáneas y en parte orquestadas por él, y lo mismo podríamos decir de los cientos o miles de cartas que enviaron los soldados y oficiales del ejército a sus familiares en Roma poniendo a Escipión por las nubes. Todo estaba encaminado a un fin: conseguir el consulado y el mando del ejército africano.

Únicamente se le oponía un obstáculo, que no era baladí: todavía le faltaban cinco años para cumplir cuarenta y dos, la edad legal para ser cónsul, y además no había sido ni edil ni pretor, los peldaños anteriores del
cursus honorum
. Pero si su abuelo adoptivo había sorteado esas dificultades siendo incluso más joven, ya encontraría él alguna manera de hacer lo mismo.

Durante el resto del año 148, el asedio de Cartago no ofreció resultados espectaculares. Ni el nuevo cónsul Pisón ni su lugarteniente Mancino eran grandes generales. Ambos habían cosechado más derrotas que victorias durante su carrera previa en Hispania. Ahora que estaban en África, viendo que el asalto a las murallas de Cartago se antojaba imposible, intentaron tomar las ciudades de Aspis y de Hipagreta, y también fracasaron.

Roma seguía perdiendo prestigio a raudales, hasta el punto de que un tal Andrisco, supuesto hijo del rey macedonio Perseo, derrotó al ejército del pretor Publio Juvencio y se autoproclamó rey de Macedonia con el nombre de Filipo. En pleno asedio, Cartago aprovechó para firmar una alianza con este personaje.

Ahora, con el privilegio de mirar hacia atrás, el curso de la historia nos suele parecer inevitable (para una visión radicalmente opuesta, recomiendo leer el interesantísimo libro
El cisne negro
o el efecto de lo altamente improbable,
de Nassim Taleb). Pero en aquel momento, las legiones romanas estaban demostrando ser muy inferiores a las que habían vencido en Zama, Cinoscéfalos o Pidna ¿Qué impedía a los pueblos tantas veces humillados hacerse ilusiones y soñar con que el odiado conquistador estuviera a punto de hundirse?

La percepción del presente siempre es más confusa que la del pasado, lógicamente. Desde que puedo recordar, he oído predecir la inminente caída de Estados Unidos. No obstante, pese a reveses, errores y momentos muy difíciles (pensemos que al final del mandato de Carter el prestigio del país se arrastraba tanto como el de Roma en el año 148 a.C.), Estados Unidos todavía se mantiene como potencia hegemónica. Ahora bien, ¿qué ocurrirá en el futuro? Como siempre, acertarán quienes emitan su oráculo a toro pasado, un privilegio de los historiadores.

La campaña de Escipión

M
ientras en Cartago se combatía sin fruto alguno, en Roma todos opinaban que Escipión era el hombre del momento. Incluso antes de su regreso a la ciudad, un enemigo tradicional de su clan como Catón el Viejo lo había elogiado en público. Curiosamente, pese a sus prejuicios antihelenos, Catón escogió para hacerlo unos versos de Homero donde alababa al adivino Tiresias: «Solo él posee sabiduría y razón, los demás son sombras fugaces».

Cuando Escipión llegó a Roma, Catón ya había muerto a la respetable edad de ochenta y cinco años. No tan viejo como Masinisa, pero con él también desaparecía uno de los últimos supervivientes de la Segunda Guerra Púnica.

Por la edad de Escipión, treinta y seis o treinta y siete años, y por los cargos que había desempeñado, su siguiente paso en la carrera política era presentarse a edil curul, y eso fue lo que hizo. Pero cuando llegó el día en que los comicios por centurias debían elegir a los dos nuevos cónsules, los ciudadanos se saltaron las normas y lo votaron en masa a él.

Era algo irregular se mirara como se mirara. Como ya hemos comentado, Escipión no tenía la edad requerida ni había pasado antes por los cargos inferiores. Pero lo más llamativo era que su nombre ni siquiera estaba en la lista de candidatos.

He utilizado el término «irregular», y no «ilegal». Pues en Roma la legalidad se basaba en la costumbre y solía supeditarse a un hecho: pese a que por muchas razones el régimen de la República no podía definirse como una democracia, lo cierto es que las asambleas del pueblo eran soberanas prácticamente para todo. Y ahora la asamblea por centurias se había empeñado en nombrar cónsul a Escipión.

Cuando Postumio Albino, el cónsul en ejercicio que presidía las elecciones, trató de convencer a los votantes de que así no se podía actuar, un tribuno de la plebe amenazó con anular todo el proceso electoral si no se respetaba la voluntad del pueblo. Ante este callejón sin salida, el senado permitió a los tribunos que durante un año anularan la
lex Villia Annalis
que fijaba la edad mínima para cada cargo.

El otro cónsul electo era Livio Druso, que también ambicionaba el mando de las tropas de África. Cuando propuso que el nombramiento se sorteara como era habitual, un tribuno, probablemente el mismo de antes, volvió a saltarse a la torera las costumbres y presentó ante la asamblea la asignación de las provincias, que hasta entonces había sido monopolio del senado, al igual que toda la política exterior.

Como cabía esperar desde el principio, fue Escipión quien recibió el mando. Además, se le permitió rellenar las bajas del ejército de África con reclutas y alistar a todos los voluntarios que se presentaran.

En cierto modo, la carrera de Escipión anticipaba la de su tribuno en Numancia, Cayo Mario, que cuarenta años después obtuvo el mando de una provincia del mismo modo, por votación de la asamblea popular. Pero no conviene extrapolar demasiado, pues en el año 148 no sucedió nada que pudiera definirse como «revolucionario». Mientras que Mario les echó más de un pulso a los demás senadores, para quienes él no era más que un advenedizo, Escipión, vinculado con dos poderosas familias, gozaba de mucho predicamento entre los
patres conscripti
.

Leyendo las fuentes antiguas, da la impresión de que lo ocurrido pilló por sorpresa a Escipión, quien se resignó modestamente a aceptar la voluntad del pueblo romano y ejercer de salvador de la patria. Pero es obvio que no hubo nada de improvisado en su elección como cónsul. Había realizado una hábil campaña que empezó con sus actuaciones como tribuno en Cartago y que continuó con el diluvio de cartas que llegaban del ejército de África, aquel peculiar
mailing
que durante varios meses invadió Roma.

Escipión y sus refuerzos tuvieron que entrar en acción el mismo día que llegaron a Cartago. Mancino, que mandaba la flota, había aprovechado un punto débil para tomar parte de la muralla. Pero luego se quedó aislado en las alturas de un parapeto asomado a un barranco, con quinientos soldados y tres mil marineros, y sin provisiones. Después de pasar una noche muy apurada, Mancino y sus hombres se vieron rodeados por los defensores y formaron un círculo defensivo, una maniobra desesperada. Cuando ya estaban a punto de ser arrojados desde lo alto, la flota de Escipión apareció a la vista.

El nuevo cónsul podría haber aprovechado aquella brecha en las defensas para lanzar un asalto. Pero sabía que era prematuro: todavía tenía que moldear al ejército para convertirlo en una herramienta de su voluntad. De modo que se limitó a rescatar del aprieto a los soldados y marinos de Mancino, y después evaluó la situación.

La disciplina de las legiones que le entregó Pisón dejaba mucho que desear. Seguramente ya era mediocre en el año 149, cuando Escipión sirvió como tribuno con Manilio. Pero entonces no podía hacer nada, mientras que ahora poseía el
imperium
de un cónsul de Roma y podía actuar con la contundencia que había heredado de su padre biológico, un hombre de carácter muy fuerte.

Para empezar, Escipión limpió el campamento expulsando a prostitutas, vendedores ambulantes y muchos supuestos voluntarios que se habían adherido a las legiones con el único propósito de conseguir botín. Todos aquellos que no eran militares tuvieron que abandonar el campamento ese mismo día. Tan solo se les permitiría venir a vender comida, y con la condición de que fuese apropiada para el ejército. Es decir, trigo sin moler, queso, panceta: nada de manjares refinados que solo servían para engordar el estómago y debilitar el espíritu.

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