Estos dos actos eran prueba de valor, pero también formaban parte de una operación destinada a ganar popularidad, gracias a la cual pudo convertirse en cónsul antes de tiempo. Durante esta misma campaña, Lúculo aprovechó los lazos que unían a los Escipiones con la familia real númida para enviarlo a África por elefantes. Fue entonces cuando Emiliano presenció la batalla entre las tropas del anciano Masinisa y los cartagineses.
Merced a sus pactos con Marcelo, la ciudad de Numancia se mantuvo en paz durante unos años. Pero en el año 143, animados por el éxito de Viriato, los arévacos se sumaron a la revuelta lusitana. El cónsul Cecilio Metelo Macedónico los atacó con un poderoso ejército y consiguió que la mayoría de ellos se rindieran. Con todo, mantuvieron la resistencia algunas pequeñas fortalezas y, sobre todo, Numancia, que poco a poco se estaba convirtiendo en un símbolo de la oposición al invasor.
Numancia aguantaría todavía diez años la presión de Roma, algo que parece una heroicidad sobrehumana considerando que su enemiga era la mayor potencia del Mediterráneo. Pero hay que tener en cuenta que la crisis social y política de la República estaba a punto de estallar. Por complejas razones que detallaremos al hablar de los hermanos Graco, cada vez resultaba más complicado encontrar reclutas.
En general, el ejército romano había entrado en una fase de decadencia. Como señala Adrian Goldsworthy, en el capítulo dedicado a Escipión Emiliano, en
Grandes generales del ejército romano
(p. 14):
La generación de la Segunda Guerra Púnica estaba muerta o era demasiado mayor para el servicio activo y una buena parte de la experiencia acumulada había caído en el olvido. El sistema de milicia romano hacía difícil conservar los conocimientos por alguna vía institucional y ese problema se agravó aún más por la escasa frecuencia de conflictos en el segundo cuarto del siglo. En el año 157 a.C., el senado se mostró especialmente dispuesto a enviar una expedición a Dalmacia porque temía que una paz prolongada podía volver afeminados a los italianos.
Estos problemas que afectaban a la tropa se agravaban porque el mando cambiaba todos los años y unos generales deshacían lo que habían hecho los otros. Buena culpa de ello la tenía la lucha de facciones en el senado. Las dos principales en aquel momento eran las que orbitaban en torno a los Claudios y los Escipiones, más tradicionalistas los primeros —y en cierto modo «nacionalistas»— y más filohelenos y abiertos a la influencia exterior los segundos.
En las sucesivas campañas contra Numancia, los ejércitos romanos sufrieron reveses de todo tipo. El más humillante fue el del Cayo Hostilio Mancino, cónsul del año 138, al que acompañaba como cuestor Tiberio Graco, hijo del hombre que había firmado aquella paz tan duradera para Hispania.
Tras fracasar en varios asaltos contra la ciudad, Mancino recibió la falsa información de que hordas de cántabros y vacceos venían en ayuda de los numantinos. Temiendo verse rodeado de enemigos, el cónsul hizo que sus hombres apagaran los fuegos del cuartel y todos huyeron en la oscuridad de la noche a un lugar donde Nobilior había acampado unos años antes.
Cuando se hizo de día, los romanos se vieron rodeados por los numantinos, que los habían perseguido. A esas alturas, los legionarios apenas habían podido excavar una zanja para fortificar el campamento, por lo que se hallaban prácticamente indefensos. Según Apiano, los numantinos no tenían más que ocho mil guerreros, aunque todos de primera clase. Es muy posible que aquí recibieran ayuda de otros pueblos vecinos, y en cualquier caso contaban con la ventaja de conocer el terreno y de haber atraído a los enemigos a una posición desfavorable.
Mancino envió heraldos para pactar una tregua. Los numantinos respondieron que únicamente lo harían si el mediador era Tiberio Graco, en quien confiaban por ser hijo de su padre. Cuando Graco negoció las condiciones, Mancino las aceptó aunque eran humillantes: aparte de firmar la paz con Numancia, los romanos debían entregar como botín de guerra todas sus pertenencias.
Era la única forma de que el cónsul pudiera salvar a sus veinte mil hombres. Pero cuando regresó a Roma, el senado se negó a aceptar las condiciones de paz pactadas.
El problema era que Mancino había prestado un juramento, por lo que, si se rompía, había que contentar a los dioses de algún modo. Por orden del senado, los sacerdotes feciales, encargados de los rituales relativos a la guerra, llevaron al cónsul de regreso a Hispania. Con el consentimiento de Mancino, lo dejaron desnudo y con las manos atadas a la espalda ante los muros de Numancia para que sus habitantes hicieran con él lo que quisieran. Era una forma de expiar la ofensa religiosa que suponía romper el tratado.
Los numantinos, por su parte, se negaron a aceptar aquella extraña ofrenda. Cuando Mancino volvió a su casa, lejos de avergonzarse por lo ocurrido, hizo que le esculpieran una estatua en la que aparecía desnudo y encadenado: era un modo de demostrar que había aceptado sacrificarse por Roma en lugar de huir. Una consecuencia inesperada de estos hechos fue que Tiberio Graco, garante del pacto con los numantinos, se quedó muy resentido con el resto del senado, algo que influiría en sus posteriores actuaciones políticas.
Tras el fracaso de Mancino, los numantinos vivieron unos años de tregua. No era oficial, puesto que el senado había decretado que la guerra debía continuar, pero los tres cónsules que sucedieron a Mancino prefirieron concentrar sus campañas en la tribu de los vacceos.
A estas alturas, Numancia constituía una ofensa para Roma. Convencido de que únicamente el destructor de Cartago podía librarlos de aquel baldón, en 134 los ciudadanos votaron a Escipión Emiliano como cónsul.
Consciente de que la ciudad se hallaba exhausta, el nuevo general prefirió no hacer más levas. En su lugar pidió voluntarios, y se presentaron cuatro mil. Su núcleo duro lo formaban quinientos allegados y clientes a los que Escipión denominó «la tropa de amigos». Entre ellos había personajes de los que se oiría hablar más adelante, como Cecilio Metelo, Rutilio Rufo y, sobre todo, Cayo Mario. También se encontraban allí Cayo Graco, hermano menor de Tiberio, y el historiador Polibio. No tardaron en llegar refuerzos de Numidia, mandados por un príncipe llamado Yugurta que también daría mucho que comentar en el futuro.
Cuando llegó a Hispania y recibió las tropas de su predecesor en el cargo, Escipión se encontró con que la moral estaba incluso más hundida y las costumbres se habían relajado más que en el sitio de Cartago.
Lo primero que hizo el nuevo cónsul fue reinstaurar las ordenanzas de forma tan expeditiva como solía hacerlo. Para empezar, expulsó a las prostitutas —nada menos que dos mil— y también a mercaderes y adivinos de todo tipo. Ni los vivanderos que vendían provisiones al ejército se salvaron: igual que había hecho en Cartago, el cónsul echó a todos y solo permitió a sus soldados comer las raciones oficiales, prescindiendo de refinados manjares destinados a dar placer al paladar. También les prohibió hacer las marchas montados en mulas, vendió los carros y redujo el bagaje al mínimo. Ordenó marchar a la mayoría de los esclavos y se burló especialmente de aquellos soldados y oficiales que tenían sirvientes que los bañaban y les ungían el cuerpo, diciendo que tan solo las mulas, que no tienen manos sino cascos, necesitan que las almohacen. Cualquier cosa que le pareciera sospechosa de lujo la prohibía, como los colchones, y él mismo daba ejemplo durmiendo en un sencillo jergón de paja tendido en el suelo.
Este modelo impactó mucho en dos de sus tribunos, Metelo y Mario, que años más tarde recurrirían a la misma disciplina y al ejemplo personal en la guerra de Numidia. En realidad, podría decirse que Escipión fue un adelantado de las reformas que se le atribuyeron a Mario; pero esta es una cuestión que se discutirá más adelante al relatar las guerras contra los cimbrios y teutones.
Antes de enfrentarse directamente al enemigo, Escipión ejercitó a sus hombres con marchas muy duras. Al terminar cada jornada insistía en que se levantara el campamento según las ordenanzas, sin descuidar ningún detalle, ni la fosa, ni el terraplén, ni la empalizada. Todo debía hacerse cumpliendo un estricto límite de tiempo para que los soldados se acostumbraran a trabajar con presión, ya que en más de una ocasión se verían obligados a realizar esas tareas bajo el fuego enemigo.
Por fin, cuando consideró que sus tropas estaban preparadas, se internó en territorio celtíbero. Lo primero que hizo fue lanzar una ofensiva contra los vacceos y arrancar el grano de sus campos, aunque todavía no estaba maduro, para que no pudieran suministrar víveres a los numantinos. Después, tras diversas escaramuzas (entre otras vicisitudes, tuvo que acudir personalmente al rescate de un escuadrón de caballería mandado por Rutilio Rufo), se dirigió al corazón del problema, Numancia.
Cuando los romanos llegaban ante una ciudad amurallada era bastante típico que lanzaran un asalto inicial, como ya se había hecho en Cartago. Escipión había presenciado aquel ataque y sabía que no había servido para nada y, por otra parte, conocía la solidez de las murallas de Numancia y el carácter feroz de sus guerreros. Los numantinos no poseían un ejército muy numeroso, pero en los asaltos a posiciones fortificadas los defensores siempre contaban con ventaja y, si eran disciplinados y valientes, casi siempre infligían muchas más bajas de las que sufrían. Convencido de que la fortaleza únicamente caería por hambre, Escipión ordenó construir dos campamentos y puso a su hermano carnal Máximo Emiliano al mando de uno.
Los numantinos sacaron sus tropas delante de la muralla y le retaron a combatir. Aunque eran muchos menos que sus efectivos —él tenía más de cincuenta mil hombres—, Escipión no picó el anzuelo. Si el combate se libraba cerca de la muralla, sus soldados tendrían que protegerse al mismo tiempo de los oponentes situados frente a ellos y de los proyectiles lanzados desde el parapeto.
Tras levantar los campamentos, los romanos cercaron la ciudad con un perímetro de unos nueve kilómetros, provisto de doble trinchera y terraplén, más un muro de más de tres metros de alto con torres defensivas de madera repartidas cada treinta metros y equipadas con máquinas de artillería. A lo largo de esa circunvalación se alzaban siete fuertes, construidos con paredes de piedra para defenderse tanto de los enemigos como del frío de las noches sorianas. Para comunicarse entre unos fuertes y otros y pedir ayuda en caso de que los numantinos hicieran una salida, los sitiadores desarrollaron un sistema en el que se servían de banderas de día y hogueras de noche para transmitir un complejo código de señales, tal vez diseñado por Polibio (si conserváramos su obra completa lo sabríamos con certeza).
Aquel perímetro ofrecía un solo hueco, el Duero. Por él entraban y salían provisiones, y también guerreros, a veces en pequeños botes y a veces buceando. Como el río era demasiado ancho y bajaba demasiado crecido para construir un puente, Escipión ordenó construir una torre en cada orilla. Después, los ingenieros tendieron entre ambas una red de cuerdas a las que ataron vigas de madera. Dichas vigas, sacudidas por la corriente, estaban erizadas de cuchillos y puntas de lanza, de modo que hacían picadillo a todo el que intentara pasar por allí.
Cuando se cerró el cerco, era prácticamente impenetrable. Por si acaso, Escipión inspeccionaba cada día y cada noche el circuito completo. El único que consiguió salir de Numancia durante el asedio fue un tal Caraunio. Tras matar a unos centinelas y huir con unos cuantos amigos en una noche encapotada, recorrió las diversas poblaciones de los arévacos para pedir ayuda. Ninguna se la prestó, pues temían las represalias de los romanos.
Por fin, Caraunio y sus compañeros llegaron a Lutia, a unos sesenta kilómetros de Numancia según Apiano. Los jóvenes del lugar, más belicosos, les prometieron ayuda, pero los ancianos se asustaron de las consecuencias y enviaron un mensaje en secreto a Escipión. Este lo recibió un par de horas después de mediodía y se puso en camino sin perder tiempo con una fuerza numerosa. Al amanecer, rodeó el lugar y ordenó que le entregaran a los cómplices de Caraunio; de lo contrario, saquearía la población. Cuando los habitantes de la ciudad obedecieron su orden, Escipión, que estaba decidido a que nadie ayudara a los numantinos, cortó las manos a aquellos jóvenes, que eran cerca de cuatrocientos.
Al comprobar que estaban más solos que nunca, los numantinos enviaron seis embajadores a Escipión para negociar con él. El general, que a estas alturas mandaba a las tropas ya como procónsul con el mando prorrogado, contestó que solo aceptaría una
deditio in fidem
, una rendición incondicional. Cuando los emisarios regresaron a la ciudad, los numantinos los mataron haciendo bueno el proverbio de «matar al mensajero».
El cerco era tan hermético que los numantinos no podían recibir ni una mísera brizna de heno del exterior. Pronto empezaron a hervir el cuero para masticarlo, como habían hecho los cartagineses asediados por Masinisa tras su derrota. Después recurrieron a la carne humana: empezaron por aprovechar los cadáveres de los que fallecían de muerte natural, mas llegó un momento en que los más fuertes mataban a los más débiles en una especie de terrible darwinismo social que se repetía en más de un asedio (véase en el capítulo sobre la guerra de las Galias lo que ocurrió en Alesia).