A perro flaco todo se le vuelven pulgas, y así le ocurría al pueblo romano. Hasta el año 140 la construcción había ofrecido miles de puestos de trabajo en Roma, pero a partir de ese momento se produjo una recesión en el gasto público. La razón era que las guerras que luchaba la República ya no eran tan productivas, por lo que habían dejado de afluir esos fabulosos caudales de botín de las décadas anteriores.
El conflicto de Hispania, en concreto, se hacía cada vez más sangriento y ofrecía menos posibilidades de enriquecerse. Como ya vimos, a la gente le acobardaba aquella guerra y trataba de escaparse del alistamiento con todo tipo de excusas.
El otro conflicto continuo se libraba en la zona de los Balcanes, donde pueblos como los belicosos escordiscos no hacían más que atacar la nueva provincia romana de Macedonia. El motivo básico de sus invasiones era obtener botín, puesto que su cultura material era más pobre que la de sus vecinos del sur. Eso significaba que cuando los romanos los derrotaban —cosa que no siempre sucedía—, apenas conseguían ganancias.
Teniendo en cuenta todo esto, no extraña que cada vez hubiera menos ciudadanos reclutables. El censo del año 163 había registrado 337.022 ciudadanos. Desde entonces la cifra, en lugar de aumentar como cabría esperar, había ido disminuyendo hasta un mínimo de 317.993 en 135, poco antes de que Tiberio fuese elegido tribuno.
Hay varias explicaciones posibles para estos hechos. La primera, que realmente se produjera una caída demográfica debido a las bajas sufridas en las guerras, que entre el final de la Segunda Guerra Púnica y el tribunado de Tiberio pudieron ser más de cien mil. No se trataba solo de los varones jóvenes que morían, sino de los hijos que no llegaban a engendrar.
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La segunda explicación es que, al perder sus propiedades en el campo y verse obligados a emigrar a la ciudad, muchos ciudadanos se habían empobrecido tanto que ya no cumplían con el mínimo de patrimonio que se exigía para entrar en las legiones y se quedaban fuera del censo.
Existe una tercera posibilidad, claro está: que muchos hicieran trampas, o como se decía en la mili «se escaquearan» del alistamiento. Hoy día algo así sería impensable, pues la información que maneja el Estado sobre nosotros es cada vez mayor. Pero en las sociedades preindustriales, sin ordenadores, datos cruzados ni nóminas, resultaba mucho más fácil eludir a los encargados del censo o engañarlos.
En cualquier caso, el resultado era el mismo. Roma cada vez tenía más problemas para encontrar reclutas. La base de la reforma que propuso Tiberio Graco era precisamente esa: él no era un agitador antisistema que quisiera cargarse la República, sino más bien un patriota que creía tener un diagnóstico de su problema más grave y también una solución.
Para aplicar dicha solución necesitaba un cargo político. El de tribuno de la plebe era el más apropiado, de modo que se presentó y fue elegido a finales de 134.
Tiberio tenía bien meditado su programa, y por eso en los primeros días del año 133 presentó su
lex Sempronia agraria
. No es que fuese del todo novedosa. De entrada, pretendía que se cumpliera una ley mucho más antigua, la
lex Licinia
.
Esa norma, promulgada en el año 367, cuando los territorios dominados por Roma eran todavía muy reducidos, establecía que nadie podía acaparar más de quinientas yugadas de tierras públicas (unas ciento veinticinco hectáreas). Sin embargo, la ley se había convertido en papel mojado, pues los más ricos llevaban siglos saltándosela y acumulando
ager publicus
con toda impunidad.
Tiberio propuso que todos aquellos propietarios ilegítimos devolvieran al Estado las parcelas comunales que pasaran de las quinientas yugadas. Las tierras confiscadas de esta manera se repartirían en fincas de treinta yugadas y se entregarían a ciudadanos sin tierras a cambio de un pequeño canon anual.
Cabía la posibilidad de que los nuevos colonos se dejaran tentar o presionar por sus vecinos más ricos para venderles las tierras, y que con el capital obtenido emigraran a la ciudad. Eso habría anulado cualquier efecto social de la reforma, así que Tiberio añadió una disposición: estaba prohibido vender los terrenos, ya que seguían perteneciendo al Estado. A cambio de esta limitación, los colonos y sus hijos podían dormir tranquilos, ya que se les iba a permitir seguir trabajando en ellos a perpetuidad.
No se trataba de una ley tan revolucionaria. De hecho, sus términos eran muy moderados: no solo no se iba a multar a los terratenientes que se habían apoderado ilegalmente de grandes extensiones de terreno público, sino que se les iba a pagar por esas parcelas.
Tiberio esperaba solucionar de una tacada varios problemas graves. Por una parte, reduciría el éxodo rural y la aglomeración de proletarios en la propia ciudad de Roma, donde ya hemos visto que la inversión pública estaba disminuyendo y el paro aumentaba.
Por otra parte, los nuevos propietarios, aunque no fuesen precisamente latifundistas, mejorarían económicamente y regresarían a la clase de los
adsidui
, de modo que serían reclutables. A primera vista, esto planteaba de nuevo el mismo problema: si los llamaban a filas, abandonarían sus campos y condenarían a sus familias a no poder atender los campos y pasar hambre.
Pero, como acabamos de comentar en una nota, quienes constituían el grueso de las legiones eran jóvenes solteros. Muchos padres ya maduros se quedaban en sus fincas, ayudados por los niños y por las mujeres de la familia, que no hay que subestimar como fuerza de trabajo. Además, un hijo en la legión suponía una boca menos que alimentar en casa y, si la campaña iba bien y conseguía botín, incluso podía aportar ingresos a la familia.
Por último, la reforma de Tiberio era una respuesta al miedo que sentían muchos romanos al ver que en los campos había cada vez más esclavos. En Sicilia se estaba librando una guerra encarnizada contra ejércitos de esclavos rebeldes. ¿Cuánto tardaría en ocurrir lo mismo cerca de Roma? Tener en los campos a miles de ciudadanos dispuestos a tomar las armas para defender lo suyo suponía una garantía contra esa quinta columna de siervos infiltrados (contra su voluntad, bien es cierto) en territorio romano.
Las medidas de Graco encontraron un gran apoyo cuando pronunció en la Rostra de los oradores un célebre discurso que nos ha llegado a través de Plutarco. Aunque no sea una transcripción literal (no había grabaciones ni taquígrafos), seguramente refleja el espíritu de sus palabras:
Las bestias salvajes que campan por los bosques de Italia tienen sus propias cuevas y guaridas donde cobijarse. En cambio, los hombres que combaten y mueren por Italia únicamente participan del aire y de la luz comunes, pero de nada más. Sin techo y sin hogar, vagan errantes con sus mujeres y sus hijos. Por eso mienten los generales cuando antes de las batallas arengan a sus soldados para que luchen contra el enemigo por defender sus templos y sus sepulcros. Pues la mayoría de los romanos no tienen ni altares familiares ni túmulos de sus ancestros. En realidad, pelean y mueren para que sean otros quienes consiguen lujos y riqueza. Y aunque se dice de ellos que son los amos del mundo, no poseen tan siquiera un puñado de tierra que sea suyo. (Tiberio Graco, 9).
Al acercarse el momento en que se debía votar la ley, empezó a crecer la tensión en Roma. Había muchos posibles beneficiarios que la apoyaban y que empezaron a acompañar a Tiberio a modo de escolta personal; más de tres mil según un historiador contemporáneo, Sempronio Aselión. Pero además fueron llegando a la ciudad gentes procedentes de diversos lugares de Italia que, al no ser ciudadanos romanos, temían que les quitaran aquellas tierras del
ager publicus
que, con derecho o sin él, llevaban mucho tiempo cultivando.
También existía oposición en el senado. Era, en parte, la típica rivalidad entre la facción de Apio Claudio y el propio Tiberio y el grupo de Escipión (que seguía en Numancia). En general, había muchos senadores recelosos: si se ratificaba la ley, los beneficiados con esas tierras no le darían las gracias a la República, sino a Tiberio Graco, que aumentaría enormemente su influencia y su poder gracias a la deuda que decenas de miles de ciudadanos tendrían con él.
Para evitar que la asamblea aprobara la reforma, los adversarios de Tiberio recurrieron a Marco Octavio, amigo personal de Graco —al menos hasta entonces— y también tribuno de la plebe. Octavio era un hombre joven y deseoso de ascender en política, por lo que estaba dispuesto a seguirle el juego al senado. Se daba la circunstancia, además, de que poseía muchas hectáreas de
ager publicus
de las que tendría que desprenderse si la ley salía adelante.
Cuando llegó el momento de votar, Octavio se levantó y exclamó: «¡Veto!». Se produjo un gran escándalo, como es de esperar, pero no hubo más remedio que interrumpir la votación y disolver la asamblea. Lo que acababa de hacer Octavio no era ilegal, ya que los tribunos podían vetar cualquier cosa, pero resultaba más que sospechoso que hubiera aplicado ese veto a una ley que favorecía los intereses del pueblo romano.
De haber seguido el cauce habitual, la propuesta habría regresado al senado para seguir debatiéndose e introducir algunas enmiendas. Era un lugar apropiado para hacerlo, pues allí cada miembro podía hacer uso de la palabra y exponer sus motivos en un ambiente más propicio para la discusión sosegada y argumentada (lo cual no quiere decir que a veces las sesiones no fueran tormentosas).
En las asambleas, en cambio, resultaba mucho más fácil que los ciudadanos se dejaran llevar por las pasiones y cayeran en las trampas de la demagogia. ¿Por qué? No porque los asistentes fuesen una masa inculta y descerebrada, tal como los veían muchos nobles, sino por las limitaciones de procedimiento. En esas reuniones los ciudadanos no podían tomar la palabra, solo votar, aclamar a gritos o abuchear, de modo que más que asambleas de verdad parecían mítines políticos.
En ese sentido, una de las causas por las que el sistema romano distaba mucho de ser una democracia era que la cámara donde se discutía con argumentos, el senado, no representaba a los ciudadanos en su conjunto, sino únicamente a una pequeña oligarquía.
En cualquier caso, Tiberio se negó a cualquier componenda con el resto de los senadores. En lugar de moderar su ley, la endureció con una enmienda por la que las personas que poseían terrenos públicos de más tendrían que desprenderse de ellos sin recibir indemnización alguna.
Después convocó una nueva asamblea para votar, pero Octavio volvió a levantarse y a exclamar: «¡Veto!». Aquello se repitió una y otra vez. Delante de todos los asistentes Graco intentaba convencer a su amigo de que dejara de obstruir la aprobación de la ley; pero Octavio, con lágrimas en los ojos, le decía que no podía (la efusión sentimental era un recurso retórico más).
Como Tiberio no conseguía que Octavio se apeara de su veto, él mismo decidió boicotear todas las actividades públicas de Roma. Para ello interpuso el
iustitium
, un edicto por el que prohibió que los magistrados llevaran a cabo actuación ninguna hasta que se votara la reforma agraria. No contento con eso, Tiberio selló con su propio anillo las puertas del templo de Saturno, sede del tesoro público, de modo que los cuestores no podían entrar para sacar fondos ni ingresarlos. Por supuesto, quedaba prohibido celebrar juicios, pero es que ni siquiera se podía vender ni comprar en el mercado.
Lo que estaban haciendo Tiberio y sus adversarios no era tanto recurrir a triquiñuelas legales como al poder casi mágico del
iustitium
y del veto, en una especie de duelo de hechizos y contrahechizos. Pero la tensión creciente hacía que la violencia empezara a palparse en el aire. Los enemigos de Graco se dedicaron a conspirar para atentar contra su vida; él, por su parte, procuró rodearse de partidarios armados que lo defendieran, y todo el mundo sabía que bajo la ropa llevaba escondida una espada corta.
Cuando llegó el día de una nueva votación, los «ricos» —en palabras de Plutarco— se llevaron las urnas para impedirlo, mientras que Octavio volvió a interponer su veto. La asamblea se disolvió una vez más.
¿Cómo salir de este callejón sin salida? A Tiberio se le ocurrió una solución inusitada y drástica que podía salirle bien o costarle la cabeza. Al día siguiente, de nuevo en asamblea, subió a la Rostra y propuso al pueblo un decreto para despojar a Octavio del cargo de tribuno.
De nuevo se desató una algarabía mayúscula. Octavio intentó impedirlo, como era de esperar, pero a los ciudadanos ya no les impresionaba su veto y empezaron a desfilar ante las urnas. Tribu tras tribu fueron aprobando la propuesta de Tiberio. Ni siquiera hizo falta llegar hasta el final: había treinta y cinco tribus en total, con lo que la mayoría se alcanzaba con dieciocho. Cuando terminó de votar la tribu decimoctava, Tiberio anunció que desde ese momento Octavio dejaba de ser tribuno de la plebe, y ordenó a sus libertos que se lo llevaran de allí, a rastras si hacía falta. En ese instante, se produjeron varios conatos de violencia, porque Octavio y el bando senatorial tenían sus propios seguidores, pero por el momento la sangre no llegó al río.
Lo que había hecho Tiberio era una maniobra sin precedentes que escandalizó a mucha gente. Sus enemigos empezaron a acusarlo de manipular a la plebe en aras de su ambición personal para convertirse en amo de la República. En una reunión del senado, el consular Tito Anio lo acusó de haber violado lo inviolable, la sacrosanta dignidad de un colega tribuno al que no se podía quitar el cargo hiciera lo que hiciera.
Tiberio, en un tono quizá excesivamente enardecido que no ayudó a su causa, respondió que un tribuno de la plebe podía destruir el templo de Júpiter o quemar los astilleros de la ciudad si así le parecía; lo que no podía hacer en ningún caso era ir contra la soberanía de la asamblea del pueblo, porque si lo hacía dejaba de ser digno del nombre de tribuno.
Eliminado el obstáculo de Octavio y sustituido este por otro tribuno, la asamblea aprobó por fin la reforma agraria. Para llevarla a cabo, Tiberio propuso que se formara una comisión de triunviros, esto es, tres varones que organizaran el reparto de tierras. Uno de ellos sería él mismo; el otro su hermano Cayo, que tan solo tenía veinte años, y el tercero su suegro Apio Claudio, el gran rival político de Escipión Emiliano.