Volviendo a la región de Numidia, los historiadores antiguos cuentan que tanto Masinisa como Micipsa promovieron la urbanización y, sobre todo, el desarrollo de la agricultura. Sin embargo, la ganadería seguía siendo una de las actividades principales de sus habitantes, por lo que muchos de ellos —sobre todo en la parte occidental del país— se desplazaban a lo largo del año por rutas de trashumancia, buscando las tierras altas en verano y los valles en invierno. Es posible que el mismo nombre con que los conocían los romanos,
Numidae
, esté relacionado con el término griego
Nomádes
, «nómadas».
Hay que añadir que griegos y romanos compartían una visión despectiva de los nómadas, a los que consideraban semisalvajes piojosos que robaban el ganado de otras tribus, saqueaban sus comarcas y por pura desidia dejaban que el suelo se convirtiera en un yermo estéril. Por eso conviente relativizar la identificación entre nómadas y númidas, un estereotipo que hoy día suscita bastantes críticas de historiadores magrebíes.
En realidad, Numidia contaba con un territorio fértil más extenso y productivo de lo que se suele creer, como se demuestra en el hecho de que a menudo exportaba grano a Roma. El rey Masinisa incluso contribuyó con donaciones de cereal a la isla griega de Delos, donde se erigieron estatuas en su honor.
Los arqueólogos han encontrado en muchos lugares de Numidia restos de canales subterráneos o
foggaras
, similares a los
qanats
persas, que conducían el agua de pozos y fuentes a las zonas de cultivo. También se han hallado terrazas excavadas en las laderas de los montes para retener el agua de la lluvia y prevenir la erosión. Siguiendo el prejuicio que podríamos llamar «antinómada», antes se consideraba que todas esas obras databan de época romana. Ahora, no obstante, hay expertos que piensan que esos sistemas hidráulicos forman parte de una evolución tecnológica que se desarrolló con independencia de la presencia romana en el Magreb. Desmintiendo los estereotipos, Numidia no era, por tanto, un erial pedregoso habitado por nómadas que esperaban a ser civilizados por los romanos, sino un país con un grado considerable de prosperidad y desarrollo. Es algo que hay que tener en cuenta para entender la guerra contra Yugurta.
Y
a quedó dicho que Mastanábal, hermano de Micipsa, fue aceptado como participante en los Juegos Panatenaicos. Allí, en el año 158, obtuvo la victoria con un carro tirado por sus caballos. El auriga debió de ser otra persona, no el propio Mastanábal: quien obtenía el mérito en las pruebas hípicas era el propietario de la cuadra, no el conductor del carro.
Probablemente su hijo Yugurta nació ese mismo año. Esto recuerda a la historia de Filipo de Macedonia, que se enteró de que sus caballos habían ganado en las Olimpiadas el mismo día en que nació su hijo Alejandro. ¿Sería consciente Yugurta de ese paralelismo? Ambición al estilo de Alejandro no le faltaba, sin duda.
Según los historiadores, Yugurta era hijo ilegítimo de Mastanábal con una concubina. En teoría, siendo bastardo de alguien que era a su vez el tercer hijo del gran Masinisa, no habría tenido ninguna posibilidad de reinar. Pero cabe preguntarse si los romanos no identificaban de manera incorrecta el estatus de hijo legítimo o ilegítimo en culturas como la númida, donde se practicaba la poligamia. En cualquier caso, los indicios señalan que Yugurta nació lo bastante pronto como para ser el mayor de los nietos de Masinisa, lo cual seguramente se convirtió en un punto a su favor.
Yugurta es un personaje célebre gracias a la monografía que le dedicó Salustio,
La guerra de Yugurta
. El historiador romano lo describe así:
En cuanto Yugurta creció, pletórico de fuerzas, de rostro atractivo, y sobre todo dotado de una inteligencia poderosa, no se dejó corromper por el lujo ni la pereza. Al contrario, como es costumbre entre su pueblo, se dedicó a montar a caballo, a disparar la jabalina y a competir en carreras con sus iguales. Aunque aventajaba en gloria a los demás, sin embargo, todos lo apreciaban. Además, pasaba buena parte del tiempo cazando, y cuando había que herir al león o a otras fieras era el primero o estaba entre los primeros. (Yug., 6).
Conviene poner este retrato un poco en cuarentena. Los antiguos eran tan incapaces de resistirse a los tópicos literarios como muchos periodistas políticos o deportivos de hoy día. A pesar de todo, hay algunas cosas claras sobre este personaje. Como estratega se hallaba muy por encima de sus primos, los hijos de Micipsa, y de la mayoría de los generales romanos de la época. También resulta indudable que poseía un gran carisma. Así lo demostró poniendo en apuros a la maquinaria militar de la República, algo que solo consiguieron caudillos como el lusitano Viriato, el germano Arminio o el celta Vercingetórix, personajes capaces de convocar y aglutinar en torno a ellos a ejércitos mucho menos organizados que el romano precisamente gracias a que eran líderes carismáticos capaces de inspirar a sus hombres.
En el año 134, cuando ya habían muerto los hermanos de Micipsa y este gobernaba solo, Escipión Emiliano le pidió que, como cliente y amigo, le enviara refuerzos para asediar Numancia. Micipsa accedió, y nombró jefe del contingente númida a Yugurta.
En opinión de Salustio, el rey actuó así por celos. Yugurta estaba empezando a descollar tanto que su tío temía que su popularidad entre los númidas acabara convirtiéndolo en un posible rival no solo para sus hijos, sino incluso para él mismo. Enviarlo a Numancia era una forma de alejarlo de la corte. Por otra parte, cabía la posibilidad de que muriese en combate y dejase de ser una amenaza.
Como suele ocurrir, es muy posible que nos encontremos ante una explicación de los hechos
post eventum
. A decir verdad, mandar a Yugurta en aquella misión suponía una muestra de respeto y honor. Había suficientes miembros de la amplia familia real entre los que elegir un jefe para aquellas tropas. Si Micipsa escogió a Yugurta, debía de estar muy convencido de que su sobrino lo dejaría en buen lugar ante Escipión. Quedar bien con los romanos no era únicamente una cuestión de prestigio, sino también de supervivencia.
Durante el asedio, Yugurta se empapó de las técnicas militares romanas, que años después aplicaría para cercar la ciudad de Cirta. También, aprovechando que entre las élites de pueblos distintos se establecían vínculos de hospitalidad y clientela que podríamos llamar «transversales», adquirió muchas amistades que con el tiempo le resultaron muy útiles. En ello debió influir su carácter: todo hace sospechar que se trataba de un auténtico encantador de serpientes.
Entre los romanos que rodeaban a Escipión había muchos que, según Salustio, alentaron al joven númida a volar alto convenciéndolo de que, cuando Micipsa muriera, él podría convertirse en único soberano. Puede haber buena parte de verdad en ello, pero la conducta de Yugurta a lo largo de su vida indica que poseía bastante ambición de por sí sin necesidad de que nadie la avivara.
En esta campaña, Yugurta conoció también a un tribuno militar de su misma edad. Al igual que él, se trataba de un joven muy dotado para el arte de la guerra. Su nombre era breve y más bien corriente, Cayo Mario, y ni siquiera tenía
cognomen
como los miembros de otras familias egregias. Pero era un hombre que ni por su conducta ni su físico pasaba inadvertido. Es casi seguro que cuando décadas después sus destinos se cruzaron de nuevo Yugurta no se había olvidado de él.
El asedio terminó en el año 133 con la rendición de Numancia. Yugurta regresó a Numidia con dos grandes ventajas sobre los demás príncipes de la familia real númida: experiencia de combate con el mejor ejército del mundo y contactos entre la élite romana. Para demostrarlo, le enseñó al rey Micipsa una carta de recomendación escrita de puño y letra por Escipión Emiliano:
El valor de tu Yugurta en la guerra de Numancia ha sido enorme, cosa que estoy seguro que te alegrará saber. Gracias a sus méritos se ha hecho muy querido para nosotros, y vamos a procurar con todas nuestras fuerzas que sea igualmente apreciado por el senado y el pueblo de Roma. En nombre de nuestra amistad, te felicito, pues en él tienes a un hombre digno de ti y de su abuelo Masinisa. (Yug., 9).
En opinión de algunos autores, fue esta recomendación la que hizo que Micipsa superara sus suspicacias respecto a Yugurta y le otorgara rango de príncipe real. Desde aquel momento, sus probabilidades de ascender al trono o conseguir al menos una parcela de poder se multiplicaron.
Transcurrieron unos años en los que Yugurta continuó tejiendo su red de influencias, que se extendían sobre todo por la parte occidental del reino. A ello contribuyó el hecho de que el rey había empezado a dar muestras de debilidad física y mental. En 121, con sus facultades ya bastante mermadas, Micipsa decidió dar un paso más, adoptando a Yugurta y nombrándolo heredero junto con sus dos hijos varones legítimos, Adérbal y Hiémpsal. ¿Obró así por voluntad propia, presionado por los amigos romanos de Yugurta o por el propio Yugurta? Lo ignoramos.
Micipsa falleció en el año 118. Como había ocurrido tras la muerte de Masinisa, el reino quedó dividido entre tres herederos. Pero esta vez la transición no resultó tan pacífica; quizá porque faltaba alguien con la personalidad de Escipión Emiliano para verificar que se cumplía el testamento, o porque la relación personal entre los nuevos soberanos era peor.
Los problemas empezaron casi al instante. Tras los funerales regios se celebró la primera reunión entre los herederos. Hiémpsal desairó a su primo al ocupar el sitio de honor sentándose en el centro, pese a que era el más joven de los tres. Por el momento, Yugurta se tragó la ofensa. A continuación, el propio Yugurta propuso que se anularan las leyes decretadas por Micipsa durante los cinco últimos años debido a que se encontraba ya senil. Hiémpsal demostró al mismo tiempo sus buenos reflejos y su hostilidad contestando que le parecía perfecto, pues una de esas decisiones había sido la de adoptar como heredero a Yugurta.
Con comentarios de este tipo, no es sorprendente que no consiguieran llegar a un acuerdo similar al de sus antecesores. En lugar de dividirse el poder por parcelas, decidieron partir directamente el reino en tres y hacer lo mismo con los tesoros.
Los tres reyes se dirigieron al lugar donde debían llevar a cabo la distribución del dinero, viajando por caminos separados y cada uno con su propio séquito. El joven Hiémpsal se instaló en una ciudad llamada Tirmida cuya localización se desconoce. El gobernador del lugar lo alojó en una mansión, como correspondía a su rango. Pero en secreto le hizo llegar a Yugurta una copia de las llaves de esa casa —llaves
adulterinas
las llama Salustio—. Por la noche, un grupo de guerreros de Yugurta entró en Tirmida y asaltó la mansión. Aunque Hiémpsal intentó esconderse en el dormitorio de una sirvienta —quién sabe si no andaría allí por otros motivos—, los soldados lo encontraron y lo mataron. Después le llevaron su cabeza a Yugurta, que acababa de demostrar que era tan rápido de actos como su joven primo lo había sido de lengua, y mucho más implacable a la hora de tomar decisiones.
No se sabe si Yugurta se había limitado a planear el asesinato de Hiémpsal por el odio que existía entre ambos, o si también trató de acabar con Adérbal y este consiguió escapar. En cualquier caso, aquel crimen hizo estallar entre Yugurta y Adérbal un conflicto que no tardó en convertirse en guerra civil, con las tribus númidas divididas en dos facciones opuestas.
Adérbal consiguió atraer a más hombres a su causa, pues unió los seguidores de su hermano asesinado a los suyos propios. Pero los partidarios de Yugurta poseían más experiencia en la guerra, al igual que su general. Cuando ambos primos se enfrentaron en el campo de batalla, Adérbal resultó derrotado, tal como cabía esperar.
Adérbal huyó al este y se refugió en la provincia romana de África. Desde allí se encaminó a Roma, como aliada y amiga de Numidia que era. Una vez en la ciudad, expuso su caso ante el senado, ya que era este quien tomaba las decisiones de política exterior según la tradición; una tradición que, por cierto, no tardaría mucho en romperse.
Por supuesto, Yugurta no se quedó mano sobre mano, sino que despachó a Roma sus propios enviados. Después de que ambos bandos presentaran sus alegaciones ante los senadores, estos decidieron repartir el reino entre ambos pretendientes. Se trataba de la medida que más convenía a Roma: un vecino dividido, y no una gran Numidia a la que se le pudieran subir los humos en cualquier momento.
Para concretar los detalles del reparto, el senado envió una comisión. La presidía Lucio Opimio, el mismo que como cónsul en 121 había ofrecido el peso en oro de la cabeza de Cayo Graco a quien se la trajera, y que también había ordenado ejecutar a tres mil de sus partidarios.
Tal como explica Salustio, «cuando se efectuó la división, la parte de Numidia vecina a Mauritania, que era la más fértil y poblada, le correspondió a Yugurta. En cambio la otra, mejor por su aspecto que por su utilidad, ya que poseía más puertos y edificios, le cayó en suerte a Adérbal» (
Yug.
, 16).
El motivo que se suele alegar para este reparto desigual es que Yugurta había sobornado a muchos senadores, entre ellos a Opimio. Como ya hemos visto, había trabado amistad con bastantes miembros de la élite romana durante el asedio de Numancia. Es evidente que ahora no iba a perder la ocasión de utilizar esas influencias para presionar y conseguir una decisión favorable.
No obstante, sin entrar en la cuestión de los sobornos, que seguramente existieron, la interpretación que hace Salustio sobre el reparto es discutible. Resulta dudoso que la peor parte del reino fuese la que se hallaba más cerca de Cartago, una región famosa por su desarrollo agrícola. Ahora bien, sí que es probable que las tribus más aguerridas del país se encontrasen en la parte que le correspondió a Yugurta.
[10]
No es la primera vez que critico los puntos de vista de Salustio, ni será la última. Poner en duda a la principal fuente de la que disponemos para este conflicto no deja de ser delicado, pues la verdad de los hechos se nos puede acabar escurriendo como arena entre los dedos hasta que nos quedemos sin nada. Pero también conviene conocer los prejuicios de cada autor para leer entre líneas.