Aunque Yugurta había derrotado a su primo Adérbal en campo abierto y disponía de un ejército bien entrenado, no era tan temerario como para enfrentarse abiertamente contra las legiones romanas; al menos, no en aquella fase de la guerra. Por tanto, no tardó en negociar.
El cónsul Bestia y Escauro, el
princeps senatus
, al que había llevado como legado, aceptaron los términos de rendición de Yugurta. Las condiciones que propuso el númida no eran tan malas. Para empezar, surtió de grano al ejército romano mientras duraron el armisticio y las negociaciones, lo que supuso un ahorro para el erario de la República. Por otra parte, se sometió oficialmente a Roma, algo que no dejaba de resultar humillante para un rey y que, por tanto, servía para reparar el honor del pueblo romano. Además, pagó como indemnización treinta elefantes de guerra, muchos caballos y cabezas de ganado y una cantidad de dinero que, según Salustio, era escasa (
parvo argenti
dice, sin concretar más).
Pero los que se oponían al poder senatorial, encabezados de nuevo por el tribuno Memio, consideraron que este acuerdo era demasiado blando. Según ellos, Bestia y Escauro habían aceptado la paz porque Yugurta los había corrompido con sobornos.
En condiciones normales, el senado dirigía la política exterior romana. Pero lo hacía por tradición, no porque se tratase de una prerrogativa exclusiva y garantizada por una constitución que no existía realmente. Como comentamos a colación de las elecciones consulares que ganó Escipión, las asambleas del pueblo tenían, en principio, soberanía para legislar sobre cualquier cosa.
En esta ocasión, Memio decidió llevar la política exterior al comicio, y logró que se aprobara un plebiscito por el que se ordenaba al pretor Lucio Casio que viajara a Numidia. Una vez allí, Casio debía ordenar a Yugurta que se presentara de inmediato en Roma y denunciara públicamente a quienes habían aceptado sobornos de sus manos.
El pretor Casio llegó a Numidia y comunicó a Yugurta sus instrucciones. Para el rey, viajar a Roma significaba meterse en la boca del lobo. Pero Casio le juró, en nombre de la República, que se respetarían su integridad física y la de su séquito. Para terminar de convencerlo, añadió a esta garantía una promesa privada.
Yugurta aceptó finalmente y se presentó en Roma. Una vez allí, el tribuno Memio lo llevó ante la asamblea del pueblo y lo conminó a que revelara los nombres de sus cómplices en el senado.
Aunque gracias a los juramentos la vida de Yugurta no corría peligro, se encontraba en una situación muy delicada. ¿Cómo iba a denunciar a los mismos amigos a quienes debía su influencia en Roma? Delatarlos suponía arrojar no ya piedras, sino cascotes sobre su propio tejado.
Lo salvó el hecho de que cualquier tribuno podía interponer su veto para bloquear las decisiones de otro magistrado, incluso aunque se tratara de un colega tribuno. En esta ocasión, fue un tal Cayo Bebio quien se levantó y ordenó callar a Yugurta. Este, ni que decir tiene, obedeció gustoso la orden. Aquello provocó el escándalo que era de esperar, pero todo quedó en un monumental griterío y la asamblea se disolvió.
¿Por qué actuó Bebio así? La respuesta parece obvia: había recibido un soborno. O quizá dos, uno de Yugurta y otro del
lobby
de senadores que podían verse imputados si el rey tiraba de la manta.
Aquello no fue lo único que sucedió durante la estancia de Yugurta en Roma. Por aquel entonces residía en la ciudad otro miembro de la familia real númida. Se llamaba Masiva y era nieto de Masinisa y primo, por tanto, de Yugurta. Espurio Postumio Albino, que acababa de suceder a Bestia como cónsul y había conseguido que le asignaran el mando militar de la provincia de África, animó a Masiva a que reclamara el reino de Numidia.
Eso habría supuesto para Yugurta retornar a la situación anterior a la muerte de Adérbal o algo incluso peor: perder el trono. Pero el númida poseía una mente endiabladamente rápida. Sin vacilar, aun hallándose en el corazón del territorio enemigo, encargó a su hombre de confianza, Bomílcar, que contratara asesinos para que siguieran los pasos del príncipe Masiva y lo mataran en las calles de Roma. La conspiración salió bien tan solo a medias: los sicarios liquidaron a Masiva, pero uno de ellos se dejó atrapar y acabó confesando.
Merced al juramento que el pretor Casio había prestado en nombre de la República, Bomílcar gozaba de inmunidad diplomática, ya que pertenecía al séquito del rey. Pese a ello, el cónsul Albino decidió llevarlo a juicio. Dispuesto a evitarlo, Yugurta volvió a aflojar los cordones de su bolsa, untó unas cuantas manos y consiguió sacar a Bomílcar de Roma a escondidas.
Incluso a los amigos que Yugurta tenía en el senado les pareció que esta vez se había pasado de la raya. Temiendo que cometiera nuevas e imprevisibles fechorías, las autoridades ordenaron al rey que abandonara Italia cuanto antes.
Salustio cuenta que Yugurta, cuando acababa de cruzar las puertas de Roma, se volvió para contemplarla (el mejor lugar sería el monte Janículo, que ofrecía un magnífico panorama de la urbe). Abarcándola con un gesto de los brazos, exclamó: «¡Toda una ciudad en venta! Como encuentre un comprador, no tardará en perecer (
Yug.
, 35)». Desde entonces, estas palabras han sido muy citadas para demostrar hasta qué punto la República se estaba corrompiendo y alejando de las antiguas esencias. Sin embargo, la frase no parece tanto una transcripción literal de lo que pudo decir Yugurta como una opinión del propio Salustio sobre sus enemigos políticos.
Casi pisándole los talones a Yugurta, el cónsul Postumio Albino se plantó en África y se hizo cargo de las legiones acantonadas en la provincia. Este personaje pertenecía a la principal familia de la
gens
patricia de los Postumios, tan antigua que había conseguido su primer consulado seis años después de la expulsión de Tarquinio el Soberbio.
Después de todo lo que había ocurrido, con escándalos públicos, sobornos y un asesinato en las mismas calles de Roma, ya no podía bastar un acuerdo de paz limitado a una indemnización. Yugurta había llegado demasiado lejos, y ahora la intención de Postumio era arrebatarle el trono.
Pero el rey númida demostró ser un enemigo muy escurridizo y evitó en todo momento enfrentarse en campo abierto contra las fuerzas consulares. Se trataba de una estrategia sensata. En una batalla a gran escala se arriesgaba a ser aplastado. Si en el mejor de los casos vencía a los romanos, con eso únicamente los incitaría a emplearse a fondo en Numidia y acabar con él de una vez por todas. Mientras la situación no llegase a tal extremo, Yugurta calculaba que siempre quedaba la posibilidad de alcanzar un arreglo pacífico.
Durante meses, Postumio se dedicó a saquear villas y ciudades. Leptis Magna se entregó voluntariamente, mientras que, más al oeste, el rey Boco de Mauritania, pese a que era suegro de Yugurta, ofreció a Roma su alianza. El monarca númida, por su parte, no tardó en intentar nuevas negociaciones.
Los meses fueron transcurriendo. Sin que se hubieran producido operaciones decisivas, Albino Postumio volvió a Roma para presidir las elecciones al consulado del año 109. El hecho de que el encargado fuese él y no su colega Minucio Rufo, que andaba por Macedonia combatiendo contra los escordiscos, demuestra que el senado consideraba menos importante la campaña de Numidia.
Albino tenía pensado regresar a África cuanto antes, pero las cosas se complicaron. Dos tribunos de la plebe se habían empeñado en que sus mandatos se prorrogaran, y a fuerza de vetos consiguieron retrasar las elecciones de todas las magistraturas.
Mientras tanto, el ejército consular se quedó en la provincia de África. Según los comentarios que corrieron luego por la urbe, la corrupción se había extendido también por sus filas. Se decía que muchos soldados y oficiales habían entrado en tratos con el enemigo, y que incluso los treinta elefantes que Yugurta había entregado por el anterior tratado de paz le habían sido revendidos.
Al mando de este desastrado ejército había quedado Aulo Postumio, hermano de Albino. Al comprobar que el cónsul tardaba en regresar, Aulo decidió aprovechar la ocasión para ganar una reputación y un botín que en realidad no le correspondían. En el mes de enero, cuando ya deberían haber recibido su nombramiento los nuevos cónsules, Aulo convocó a sus tropas desde sus cuarteles de invierno y se encaminó a la ciudad de Sutul, donde se encontraba el tesoro real.
No fue una decisión acertada. Las murallas de Sutul eran muy sólidas y la lluvia convertía la llanura donde acampaban los romanos en un cenagal.
Aulo era mucho peor general que Albino, y Yugurta lo sabía, bien porque lo conocía personalmente o porque le había llegado su fama. Por eso decidió tenderle una trampa. Enviándole emisarios, lo convenció para que renunciara al asedio, tomara sus legiones y lo siguiera a él, que a su vez había levantado el campamento con su propio ejército para internarse en el país.
La explicación que aporta Salustio para lo que ocurrió a continuación resulta un tanto retorcida, lo cual no quiere decir que no sea cierta. Según el historiador, Aulo se fue tras Yugurta para alejarse lo más posible de los ojos y los oídos del senado y el pueblo romano por si llegaba a un acuerdo con él que implicara un soborno.
Es posible que Aulo pensara en alcanzar un pacto que lo enriqueciera personalmente, o puede que marchara detrás de Yugurta con la intención de enfrentarse a él en la batalla decisiva que su hermano no había conseguido librar. En cualquier caso, la jugada no le salió bien. A las pocas jornadas de marcha, el rey númida lo atacó de noche, demostrando de nuevo el control que sabía ejercer sobre sus tropas en plena oscuridad.
Los romanos habían construido un campamento fortificado, como llevaban haciendo desde sus mismos orígenes. Tras la fosa y la empalizada, y protegidos por los pelotones que montaban guardia, el resto de los soldados podían descansar tranquilos. Era una buena inversión a cambio de las tres horas que, como promedio, costaba levantar el campamento después de una jornada entera de marcha.
Se conocen muy pocos ejemplos de campamentos romanos tomados por el enemigo, a no ser que las legiones alojadas en ellos hubiesen sido derrotadas previamente en campo abierto. El de Aulo Postumio fue uno de esos raros casos. Ello se debió no solo al caos que desató el inesperado ataque de Yugurta, sino a pura y simple traición.
Durante los meses previos, los agentes númidas habían tanteado y sobornado a ciertos elementos de las tropas auxiliares y también a algunos romanos. Una cohorte de ligures y dos escuadrones de caballería tracia se pasaron al enemigo en plena noche. Pero lo más grave fue que un centurión, nada menos que el primipilo de la Tercera legión, abrió las puertas de la empalizada que le tocaba vigilar.
Cuando el enemigo penetró en el campamento, se desató el pánico entre los soldados romanos, que emprendieron la desbandada, muchos de ellos sin armas, y se refugiaron en un monte cercano.
Al día siguiente, Yugurta negoció la rendición con ellos. La situación era tan desesperada que Aulo Postumio tuvo que aceptar unas condiciones ignominiosas. No solo los romanos se comprometieron a salir de las fronteras de Numidia en diez días, sino que los supervivientes de aquella derrota tuvieron que pasar antes bajo el yugo.
No sabemos si los númidas compartían con los romanos la costumbre de vejar así a sus enemigos o si Yugurta los imitó a propósito para recordarles la afrentosa derrota que habían sufrido dos siglos antes, a manos de los samnitas, en la jornada negra de las Horcas Caudinas. El caso es que Yugurta había derrotado a un ejército consular completo, demostrando, como afirma el historiador Gareth Sampson,
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que el problema para la República era que el mejor general romano no mandaba al ejército romano, sino al númida.
Cuando la noticia de esta humillación llegó a Roma, la rabia y la consternación cundieron en proporciones difíciles de precisar. El senado se negó a ratificar el tratado firmado por Aulo Postumio, como había hecho con el de Mancino y Graco en Numancia. Además, el tribuno Cayo Mamilio propuso nombrar una comisión especial para juzgar por traición a todos aquellos que hubieran ayudado a Yugurta.
En ese tribunal fueron condenados, entre otros, Lucio Opimio, Calpurnio Bestia y Albino Postumio. Se ignora cuál fue la pena, pero debió de consistir en una cuantiosa multa y posiblemente el destierro. Escauro, el
princeps senatus
, se salvó; entre otros motivos porque manejaba tantos resortes que consiguió que lo designaran para presidir la comisión.
Hasta ahora, se habían enfrentado contra Yugurta dos cónsules, y el único resultado espectacular había sido la derrota del hermano de uno de ellos. Por fin, con bastante retraso, se eligió a los cónsules del año 109: Quinto Cecilio Metelo y Marco Junio Silano. El primero pertenecía a una rama plebeya, pero muy destacada, de la
gens
Cecilia. En esta época, los Cecilios Metelos llegaron a sumar en doce años otros tantos cónsules, censores y generales celebrando triunfos.
Metelo, que se alineaba con la facción más aristocrática del senado, era un militar mucho más capacitado que sus dos predecesores. Había servido en Numancia con Escipión Emiliano y era partidario de imponer su misma disciplina a rajatabla.
Tras reclutar soldados en Italia, Metelo cruzó el mar hasta África, donde recibió de Albino Postumio los restos desmoralizados de su ejército. El anterior cónsul había tenido a sus hombres acantonados en campamentos sin fortificar en los que no se organizaban guardias y cada soldado se ausentaba cuando le venía en gana. Ni siquiera la higiene funcionaba como debía, con la consecuencia de que de vez en cuando tenían que mudarse de campamento porque las letrinas sin limpiar despedían un olor insoportable.