E
n la dedicatoria de
Roma victoriosa
ya mencioné la primera frase de
La guerra de las Galias
, una de las más célebres de la literatura universal:
Gallia est omnis divisa in partes tres, quarum unam incolunt Belgae, aliam Aquitani, tertiam qui ipsorum lingua Celtae, nostra Galli apellantur.
La Galia entera se divide en tres partes. De ellas, una la habitan los belgas, otra los aquitanos y la tercera los que en su propia lengua se llaman celtas y en la nuestra galos.
En realidad, para ser exactos la Galia se dividía en cinco partes. Lo que ocurre es que hay dos que no menciona César y que ya se hallaban en poder de los romanos.
La primera en orden de anexión era la Galia Cisalpina, la gran llanura que se extendía desde la orilla norte del río Po hasta los Alpes. Allí se habían instalado tribus celtas desde principios del siglo
IV
, coincidiendo con el saqueo de Roma por Breno. A estas alturas del siglo
I
, esos pueblos se hallaban muy romanizados. César llevaba tiempo tendiendo en esa región su propia red de clientelas y presionando para que se concediera a sus habitantes la ciudadanía romana. De allí salieron una gran parte de los reclutas de sus legiones, muchos de los cuales seguramente tenían más aspecto de celtas que de itálicos.
La segunda Galia era la Transalpina, que César denominaba simplemente «Provincia». Se trataba de la larga franja costera que se habían anexionado los romanos para disponer de un paso seguro desde Italia hasta Hispania. Se hallaba encerrada entre montañas: al este los Alpes, al oeste los Pirineos y por el norte las diversas estribaciones del Macizo Central francés, como las Cevenas. No obstante, desde la Provincia se abrían dos amplios pasillos que conducían hacia el interior del continente: por un lado, el Ródano, de norte a sur, y por otro el corredor del Aude y el Garona, que llevaba hasta el Atlántico. En esta Galia sometida hacía unos sesenta años habitaban pueblos como los tectósages y los alóbroges, que llevaban ya bastante tiempo en contacto con la civilización grecorromana.
Más al norte empezaba la Galia que César menciona con la frase
tertiam qui ipsorum lingua Celtae, nostra Galli apellantur
. Por distinguirla de las otras dos Galias ya anexionadas, los romanos llamaban a esta
Comata
o «Melenuda», ya que sus habitantes se dejaban crecer mucho el cabello. Era la región más extensa de todas, limitada por el Atlántico al oeste y por los ríos Garona al sur, Sena al norte y Rin al oeste. Allí habitaban tantos pueblos que resulta muy fácil perderse con sus nombres. De entre ellos encontraremos mencionados a menudo en las campañas de César a los eduos y los secuanos, que vivían en el este; a los arvernos, tan situados al sur que prácticamente limitaban con la Provincia; a los carnutos, enclavados en pleno centro de la Galia; y también a los vénetos, que moraban en las costas de Bretaña.
La población predominante en las regiones que he enumerado hasta ahora era celta. Pero no solo había celtas en las tres Galias. A partir del siglo
V
se había producido una gran expansión de los pueblos célticos desde su núcleo originario, que estaba situado en las regiones del Marne, el Mosela y Bohemia. Por el este dicha expansión los había llevado hasta el corazón de Asia Menor, en la región conocida como Galacia (el parecido con el nombre de la Galia no es casual). Por el suroeste los celtas habían penetrado en Hispania, y por el noroeste habían llegado hasta Britania e Irlanda.
¿Qué tenían en común las diversas tribus celtas para recibir esta denominación? Básicamente, la lengua. O mejor habría que decir «las lenguas». Los idiomas que hablaban todos esos pueblos pertenecían al grupo céltico, una gran rama que a su vez pertenecía a un árbol de lenguas mucho mayor conocido como «indoeuropeo».
Los idiomas de una misma rama se parecían entre sí, de tal manera que también podríamos considerarlos dialectos. Eso no significa que un gálata de Asia Menor pudiera entenderse con un britano: cuanto más separados en el tiempo y en el espacio se hallaban dos dialectos, más difícil era que sus hablantes pudieran comunicarse entre ellos. Así y todo, había suficientes elementos comunes como para que un observador externo, griego o romano, juzgara que estaba oyendo idiomas emparentados.
La lengua no era el único elemento común que caracterizaba a los celtas. Compartían también divinidades como Lugus o Lug, al que los romanos identificaban con Mercurio; la diosa de la fertilidad Epona, que también estaba relacionada con los caballos; o Cernunnos, el dios con cuernos de ciervo.
De rendir culto a estos dioses se ocupaban los sacerdotes conocidos como druidas. Se cree que su nombre significa «los que conocen el roble», puesto que este era su árbol sagrado. Precisamente el conocimiento era lo que distinguía a los druidas del común de los mortales: para dominar sus secretos estudiaban durante veinte años y pasaban una serie de pruebas muy exigentes. Todo lo aprendían de forma oral, ya que pensaban, como Platón, que plasmar los conocimientos por escrito era una forma de debilitar la memoria. Seguro que ese ejercicio mnemotécnico les venía muy bien a sus neuronas; pero, por desgracia para nosotros, significa que prácticamente no nos ha llegado nada de la sabiduría de los druidas.
Los romanos acusaban a los druidas de realizar sacrificios humanos. El mismo César menciona que a veces introducían a prisioneros dentro de figuras de mimbre y les prendían fuego. Aunque los romanos consideraran esto como una costumbre bárbara, hay que recordar que en ocasiones de emergencia como la guerra contra Aníbal ellos también habían inmolado a personas en pleno Foro para aplacar a los dioses, siguiendo las instrucciones de los libros sibilinos. Por otra parte, ¿qué eran las luchas de gladiadores sino sacrificios humanos que poco a poco se habían desprendido de sus rasgos rituales para convertirse en mero espectáculo?
Los druidas poseían una enorme influencia en la sociedad celta. No solo ejercían como sacerdotes, sino que también juzgaban crímenes, sacrilegios e incluso disputas por lindes y herencias. El castigo más habitual que imponían era prohibir al condenado que participara en los ritos y sacrificios de la comunidad, una mezcla de comunión y ostracismo que suponía apartar a una persona de la sociedad y convertirla en una especie de paria.
Todos los años, los druidas celtas se reunían en concilio en el país de los carnutos, que se consideraba el corazón sagrado de la Galia. Además, existía entre ellos un druida supremo, una especie de autoridad espiritual que mantenía este puesto de por vida.
Este concilio de druidas era lo más parecido a una organización internacional que compartían los pueblos celtas de la Galia. A primera vista, parece extraño que existiera más unidad religiosa que política, pero en realidad no lo es. Podemos encontrar paralelos en Grecia, que en la Antigüedad nunca llegó a unificarse: allí aparecieron desde muy pronto instituciones religiosas con representantes de varias ciudades, como la llamada Anfictionía que administraba el oráculo de Delfos. Otro ejemplo es el de los Juegos Olímpicos, en los que participaban todos los griegos y que servían para imponer unos cuantos días de tregua entre pueblos que no dejaban de guerrear entre sí el resto del tiempo.
En cierto modo, la sociedad de la Galia en los tiempos de César estaba atravesando una evolución parecida a la de Grecia o Italia unos cuantos siglos antes. Por lo que sabemos, muchas tribus celtas habían tenido reyes hasta no hacía mucho. Pero esas monarquías estaban siendo paulatinamente sustituidas por aristocracias, formadas por nobles que se consideraban iguales entre sí y se reunían en consejos similares al senado de la República. Incluso tenían gobernantes que elegían todos los años, como el llamado «vergobreto» de la tribu de los eduos, un magistrado que poseía amplios poderes judiciales.
Los nobles galos compartían otros rasgos con los de Roma. Básicamente, su ocupación era la guerra, donde ellos mismos combatían en la caballería. Sus líderes más destacados, al igual que los generales romanos, buscaban las victorias militares para obtener prestigio personal y, de paso, repartir botín entre sus seguidores. Existía entre estos y sus caudillos una relación similar a la de patrono-cliente que había en Roma: el noble galo se comprometía a proteger a los miembros de su séquito y ellos a seguirlo a la guerra, prestándole un juramento de fidelidad personal. Lógicamente, el prestigio de un caudillo se medía por el número de sus partidarios. Los más importantes, como el helvecio Orgetórix, podían movilizar hasta diez mil seguidores.
Por debajo de la élite formada por druidas y nobles se hallaba el pueblo llano, que vivía en aldeas y fincas dispersas y se dedicaba sobre todo a la agricultura. Pero aunque la mayoría de los galos fueran campesinos, existían muchas otras actividades que iban ocupando cada vez a más gente conforme la sociedad gala evolucionaba, como los diversos oficios artesanos, el comercio, la pesca o la minería.
Los tópicos griegos y romanos presentaban a los galos como bárbaros incultos y sanguinarios que cortaban las cabezas de los enemigos y las colgaban en el umbral de su puerta. Físicamente eran altos, de piel clara y cabello rubio o pelirrojo, con largos bigotes siempre manchados de restos de comida o de cerveza. Eran muy valientes en el combate; tanto que algunos, por demostrar su desprecio al enemigo, incluso peleaban desnudos. A cambio, les faltaba disciplina; en parte debido a que, según los romanos, eran unos borrachuzos que pagaban lo que fuera por un ánfora de vino. Para vencerlos, lo importante era superar el miedo que despertaban su estatura y sus gritos de guerra en la primera arremetida. Si se les aguantaba un rato, se desanimaban enseguida, puesto que les faltaban resistencia física y constancia mental.
Una lista de tópicos, como he dicho. Algunos se basaban en la realidad, como el de la gran estatura y la piel muy blanca, al menos como promedio (aunque hay que añadir que en las legiones de César reclutadas en el valle del Po debían verse también muchos cabellos rubios y ojos claros). Otros, como el del bigote, mezclaban una característica existente con un juicio estético y moral. Es cierto que existía en algunas tribus la costumbre de cortar cabezas a modo de trofeos, pero poco podían criticarla los romanos que habían rellenado de plomo el cráneo de Cayo Graco para cobrar su peso en oro o que habían exhibido cabezas de enemigos políticos clavadas en la Rostra de los oradores en pleno Foro.
Por otra parte, como ya comentamos hablando de los cimbrios y los teutones, los ejércitos de estos supuestos bárbaros mostraban más disciplina de la que se suele dar a entender. Desplegaban estandartes como las legiones, lo que indica que se organizaban en unidades, y su armamento no era muy distinto del de los romanos. De hecho, la cota de malla con que se protegían los legionarios romanos era un invento galo, y la espada hispana un desarrollo de los herreros celtas, cuyo dominio de la metalurgia era proverbial.
No era el único campo tecnológico en el que destacaban los celtas. Gracias a su ingenio, llegaron a fabricar un curioso artefacto descrito por Plinio y conocido como
Gallicus vallus
: se trataba de un carro empujado por bueyes que llevaba incorporado delante una especie de rastrillo. Las púas de este arrancaban los granos de trigo de las espigas y los hacían caer en un recipiente. En suma, se trataba de una primitiva cosechadora que separaba el grano de la paja y ahorraba mucho trabajo a los campesinos.
Los celtas también eran maestros fabricando ruedas con llantas curvadas al fuego y protegidas por aros integrales de hierro. Eso explica que la palabra latina para carro,
carpentum
, sea de origen celta.
Los carros de los galos, por cierto, se desplazaban por sus propias calzadas. Las construían con planchas de roble atravesadas sobre guías de otra madera más flexible, como abedul, y muchas eran tan anchas que podían cruzarse dos carros. La mayoría de esas vías han desaparecido, bien porque los romanos aprovecharon el tendido para construir encima sus calzadas o porque la madera se ha podrido. Pero han llegado algunas muestras en rincones más apartados del mundo romano, como el
togher
de Corlea, en Irlanda: el estudio dendrocronológico ha demostrado que los robles de sus tablas fueron talados entre el año 148 y el 146 a.C.
Otra muestra de que la sociedad gala estaba evolucionando, aunque con algo de retraso respecto a la romana, era su desarrollo urbano. Desde principios del siglo
II
habían ido apareciendo cada vez más ciudades en la Galia. El término que utilizaban los romanos para ellas era
oppidum
, que se refería a una población amurallada. Es cierto que muchas eran poco más que fortalezas situadas sobre colinas fáciles de defender, pero había también auténticas ciudades como Bibracte, Vesontio o Gergovia que tenían muchos habitantes y servían como centros comerciales y administrativos, lo que explica que en ellas se acuñaran monedas.
Toda esta evolución estaba más avanzada en el centro y en el sur, donde las rutas comerciales ponían en contacto a los galos con la ciudad de Masalia y con los
negotiatores
romanos. Pero César, como hemos visto, menciona a otros dos grandes grupos étnicos aparte de los celtas: los aquitanos y los belgas. Estos pueblos se hallaban en un estadio social anterior, por lo que entre ellos aún gobernaban reyes, su economía estaba menos desarrollada y sus centros urbanos eran más escasos y de menor tamaño.
La región de Aquitania aparecerá de una forma más tangencial en este relato, puesto que el mismo César no se implicó apenas en su conquista, sino que la dejó en manos de sus legados. Las tribus que moraban allí se diferenciaban de los galos por sus costumbres y su aspecto, y sobre todo por su lengua. Los aquitanos hablaban un idioma que podríamos llamar euskera o protoeuskera. Según varias teorías, la lengua que conocemos como vasca no se habría desarrollado originariamente en el País Vasco, sino en tierras de Aquitania. Después, durante los últimos siglos de la República y los primeros del Imperio, sus hablantes se habrían ido desplazando hacia el sur, más allá de los Pirineos, precisamente por la presión romana.
[37]
Los belgas sí ocupan un lugar importante en
La guerra de las Galias
, porque fueron un hueso duro de roer para César. De hecho, pudo muy bien haber perdido un ejército entero y su propia vida en una batalla contra su tribu más belicosa, la de los nervios.