Cada legión constaba de diez cohortes. Eso significa que, dependiendo de las condiciones del reclutamiento, una legión completa podía tener entre cuatro mil quinientos y seis mil soldados.
Al mando de cada centuria había un centurión, cuyo rango dependía de la numeración de su centuria y de su cohorte. Así, el que dirigía la primera centuria, el
pilus prior
, era el oficial de más graduación de toda su cohorte. Si además esa cohorte era la primera, el
pilus prior
era conocido como
primus pilus
o primipilo, y gozaba de gran autoridad y prestigio. En la legión, solo lo superaban en jerarquía el legado y los tribunos.
Con este sistema, las diferencias de rango y de sueldo entre los centuriones eran muy amplias. A decir verdad, desde el modesto sexto centurión de la décima cohorte hasta un primipilo existía una distancia comparable a la que hoy separa a un capitán que manda una compañía de un teniente coronel que dirige un batallón.
Dentro de las cohortes, desaparecieron las diferencias antiguas entre
hastati
,
principes
y
triarii
. Se mantuvo la costumbre de combatir en tres escalones, pero no por manípulos sino por cohortes: cuatro en la primera línea, tres en la segunda y otras tres en la tercera, formando un ajedrezado. Por desgracia, incluso autores de tanto talento militar como César dan por supuesto cómo se llevaba a la práctica este sistema, por lo que nosotros seguimos sin tener del todo claro cómo funcionaba.
Por otra parte, los
velites
de la infantería ligera dejaron de formar parte de la legión, y las unidades de caballería también se independizaron. Otra novedad de finales de la República era que el Estado entregaba el armamento y la ropa a los soldados (descontándoselo del sueldo, dicho sea de paso). Eso quiere decir que todos los soldados de la legión tenían ahora un equipo similar. Por supuesto, no hay que pensar en una uniformidad absoluta como la de los ejércitos contemporáneos, ya que no existía nada parecido a la producción en cadena, sino que las armas se confeccionaban en talleres artesanales.
E
l arma más característica de los legionarios de esta época seguía siendo el
pilum
. Consistía en una jabalina formada por un asta de madera de algo más de un metro unida a una vara de hierro de unos sesenta centímetros rematada por una punta piramidal. La longitud de la pieza metálica significaba que el peso del
pilum
se concentraba más en la parte delantera, lo que le otorgaba una gran capacidad de penetración. Un
pilum
bien lanzado podía atravesar incluso dos escudos si estaban solapados.
Plutarco cuenta que Mario introdujo una modificación en los
pila
de sus soldados antes de batallas contra los invasores. Para evitar que los enemigos pudieran recogerlos del suelo y dispararlos contra sus hombres, sustituyó uno de los dos remaches metálicos que unían la vara de hierro al asta por una espiga de madera. La idea era que esta espiga se rompiera con el impacto. Al hacerlo, el astil quedaba colgando de un solo remache, con lo que pivotaba con una especie de efecto «codo flácido», de tal modo que el
pilum
ya no servía para nada. Terminado el combate, no había más que recoger los
pila
tirados por el suelo y volver a insertarles el taco de madera en el taller.
Realmente no se sabe muy bien de dónde proviene esta historia, que sin embargo es muy conocida. En primer lugar, no está tan claro que la espiga de madera se rompiese con el golpe. En segundo lugar, aunque lo hiciera, se quedaría dentro de su orificio e impediría que la vara de metal pivotara sobre el asta. Hay más objeciones —por ejemplo, no se ha encontrado ningún
pilum
al que le falte únicamente uno de los dos remaches—, lo que hace pensar que la historia que cuenta Plutarco le llegó deformada o directamente alguien se la inventó. Si se me permite imitar a los
Cazadores de mitos
de televisión, yo estamparía un sello en la página y diría: «¡Cazado!».
Aparte del
pilum
, los legionarios disponían de otra arma ofensiva: el
gladius
, una espada recta y de doble filo que resultaba apropiada tanto para dar tajos como para asestar estocadas.
El movimiento más natural para sacar una espada de su funda es llevarse la mano a la cadera izquierda y tirar de ella. El impulso que se gana hace que el propio movimiento pueda aprovecharse como un tajo lateral de revés contra un enemigo, algo que los japoneses han convertido en un arte marcial por derecho propio, el iaido. Pero en el caso de los legionarios, el gran tamaño del escudo estorbaba esta maniobra, por lo que llevaban la espada colgada a la derecha. (Los centuriones, que no solían llevar escudo, se la ceñían a la izquierda).
Por mi propia experiencia con la
Legio VIIII
, el grupo de recreación histórica de Hispania Romana, he comprobado que desenfundar el
gladius
por el lado derecho no resulta tan difícil. Lo único que hay que hacer es girar la mano con el pulgar hacia abajo y el interior de la muñeca hacia fuera, agarrar la empuñadura y tirar de ella en vertical.
Un inconveniente de este sistema es que se pierde ese impulso ofensivo del que hablaba antes. Pero los legionarios no desenvainaban la espada cuando estaban encima del enemigo, sino unos metros antes. La secuencia consistía en arrojar el
pilum
, desenvainar el
gladius
y cargar contra el adversario.
Muchos soldados llevaban también un
pugio
, un puñal que en cierto modo era hermano pequeño del
gladius
. Por su forma no podía resultar muy útil como herramienta, lo que hace pensar que se usaba como arma secundaria y, adicionalmente, como elemento ornamental de prestigio. Soldados de todas las épocas han intentado distinguirse de sus compañeros utilizando algún elemento en su equipo que los individualice. Ocurre incluso en ejércitos tan uniformados como los actuales: recuerdo de mi propia mili que muchos soldados y oficiales compraban botas o cinturones distintos de los que se les suministraban.
En cuanto a las armas defensivas, la principal era el
scutum
, un escudo de más de un metro de alto por unos setenta centímetros de ancho. Se confeccionaba con láminas de madera encoladas, y, dependiendo del material, podía pesar hasta diez kilos o más.
A diferencia del de los hoplitas griegos, el escudo romano era también un arma ofensiva. Para poder moverlo en todas direcciones y alejarlo del cuerpo al golpear o empujar al enemigo, los legionarios lo sujetaban tan solo por una manilla situada en el centro. Ese sistema le supone una gran carga a la muñeca izquierda; para ayudar a repartirla y evitar rozaduras, algunos soldados usaban brazaletes de cuero.
El escudo estaba rodeado por una orla metálica que lo reforzaba. Esa orla solía tener unos anillos por los que se podía pasar una cuerda. Cuando los legionarios marchaban, se pasaban la cuerda por los hombros y se la ataban a la cintura, de tal manera que cargaban con el escudo a los hombros como una mochila. Para proteger el escudo de la humedad y evitar que se abarquillara aún más y se desencolara, lo cubrían con una funda de cuero.
El escudo ofrecía una buena defensa para el cuerpo, pero la cabeza quedaba fuera de su protección, a no ser que uno la escondiera detrás o debajo, algo que solo se hacía en formaciones ultradefensivas como la tortuga, de modo que había que protegerla con un yelmo. En aquella época, el más típico era el conocido como Montefortino, llamado así por la región donde se encontró el primero. Era de bronce, parecido al casco de moto que se suele llamar «calimero» por el inolvidable pollito de los dibujos animados. Llevaba dos carrilleras que se ataban bajo la barbilla para ajustarlo y un guardanuca que consistía en un reborde posterior.
El casco solía incluir un par de soportes para adornarlo con plumas o crines; pero cuando el Estado empezó a suministrar el equipo, la calidad de este disminuyó, por lo que a partir del año 100 se empiezan a encontrar cascos sin esos soportes ornamentales, con el guardanuca más estrecho e incluso sin carrilleras.
En
Roma victoriosa
ya comenté que en el siglo
III
los soldados más pudientes llevaban cotas de malla fabricadas con miles de anillos de hierro trenzados. Esta pieza de origen céltico, conocida como
lorica hamata
, se popularizó tanto que en la época de Mario era la armadura estándar de los legionarios.
En muchas películas ambientadas en la Antigüedad, en la Edad Media o en reinos de fantasía no se acaba de entender por qué los guerreros se molestan en cargar con pesadas cotas de malla, puesto que cualquier impacto, incluso el de una flecha lejana, las atraviesa con facilidad. La realidad era que, al contrario de lo que reflejan estos filmes, las cotas fabricadas con anillos metálicos ofrecían excelente protección contra golpes tajantes y más que aceptable contra golpes punzantes. Por otra parte, debido a su confección, la cota se ajustaba bien al cuerpo, adaptándose al tamaño de su usuario, y le permitía bastante libertad de movimientos.
El inconveniente era su peso, entre diez y quince kilos. Es cierto que al embutirse una cota de malla uno se siente poderoso, casi invulnerable. Pero al cabo de un rato la espalda y el cuello empiezan a resentirse, por lo que podemos suponer que muchos legionarios se veían aquejados de pinzamientos cervicales e incluso hernias de disco. Con el fin de repartir el peso en dos partes y cargar una de ellas sobre las caderas, los soldados se ceñían la loriga con un cinturón bien apretado.
Debajo de la cota lo normal era llevar un
thoracomachus
o
subarmalis
; esto es, una túnica acolchada con fieltro. Así se evitaban rozaduras y también que un golpe contundente clavara los propios anillos de hierro en la carne. Además, era habitual llevar un pañuelo atado al cuello por esa misma razón.
Debajo del
subarmalis
los soldados todavía vestían una prenda más: una sencilla túnica de lana que los soldados solían recogerse a medio muslo ciñéndola con el
balteus
o cinturón. Este era uno de los signos que diferenciaban a un soldado de un civil: cuando a un soldado se le expulsaba del ejército con deshonor, se le quitaba además el cinturón.
El calzado de los legionarios también los diferenciaba de los civiles. En esta época, el más habitual eran las
caligae
de cuero, abiertas como unas sandalias y altas como unas botas. Lo normal era llevar las
caligae
sin calcetines, a no ser que hiciera mucho frío. Las aberturas entre las tiras de cuero proporcionaban una buena ventilación que evitaba rozaduras y ampollas.
La suela de las
caligae
estaba reforzada con decenas de clavos de hierro. Dichos clavos venían muy bien para aferrarse al terreno natural, pero podían provocar resbalones al caminar sobre losas o pavimento, como yo mismo comprobé en una ocasión desfilando por las calles de Mérida. El historiador Flavio Josefo relata cómo un centurión que estaba cargando contra un grupo de judíos se escurrió en el suelo embaldosado del templo de Jerusalén, y sus enemigos aprovecharon su caída para acribillarlo a lanzazos (
Guerra de los judíos
, 6.1.8).
Para abrigarse, los soldados se cubrían con un manto de lana, cuya grasa natural, la lanolina, lo impermealizaba en parte. Podía ser largo, la llamada
paenula
, o más corto, el
sagum
.
T
odo este equipo sumaba bastantes kilos que el soldado llevaba consigo no solo en el campo de combate, sino también en orden de marcha. Además, cuando caminaba tenía que cargar con muchas más cosas. Entre los objetos que podía incluir el
«kit»
del perfecto legionario había provisiones para tres días, una escudilla de bronce, una cantimplora fabricada con una calabaza, una pequeña hoz para segar mieses y yesca para encender fuego. También una muda de ropa y otros objetos personales o de limpieza.
Todo ello se guardaba dentro de una bolsa de cuero que se colgaba de la
furca
. Esta consistía en un palo largo al que se clavaba un travesaño horizontal, formando una especie de cruz en cuya intersección se anudaba la bolsa. Después, se cargaba sobre el hombro derecho. En paralelo a la
furca
, el legionario agarraba su
pilum
. Este método no debía resultar muy cómodo para las clavículas, pero permitía soltar la carga de golpe dejándola caer al suelo si la columna de marcha era atacada.