El relato de Orosio, que muestra ciertas diferencias, ofrece algunas pinceladas interesantes. Según el historiador hispano, la batalla se había prolongado por tres días, y fue en el tercero cuando Mario lanzó su ofensiva total contra los enemigos que cabalgaban en círculo alrededor de sus legiones disparándoles flechas y venablos.
En una primera fase del combate estos proyectiles no podían causar demasiados daños a los romanos, bien protegidos por sus escudos y blindados por sus cotas de malla. Pero, a la larga, desgastaban su moral y desorganizaban sus filas, con resultados que podían ser letales: con una estrategia similar, el general parto Surena acabó matando a veinte mil soldados romanos en la batalla de Carras en el año 53.
Si en el relato de Salustio los gétulos y moros se retiraron al sufrir la primera acometida desde el campamento, en el de Orosio la lucha se prolongó todavía unas horas, mientras subía el sol y la sed hacía mella en las energías de los hombres de Mario. Pero entonces cayó un aguacero repentino. La lluvia resultó providencial para los romanos. No solo calmó su sed y mitigó su calor, sino que empapó el armamento de los guerreros de Yugurta. Para lanzar la jabalina con más fuerza, enrollaban en el astil una tira de cuero que alargaba la palanca ejercida por el brazo y de paso imprimía al proyectil un giro similar al de las balas que salen de un rifle. Ahora, con el agua, aquellos propulsores resbalaban tanto que eran inútiles. Para colmo, sus escudos, hechos de piel de elefante curtida y estirada, absorbían la lluvia como esponjas, por lo que se volvían tan pesados que tenían que tirarlos al suelo. Frustrados, los hombres de Yugurta y Boco renunciaron al combate y se retiraron.
¿Es fidedigna la crónica de Orosio en este punto? No podemos saber si realmente la batalla que también narra Salustio se desarrolló así. Pero los detalles ambientales y concretos que nos brinda Orosio son muy interesantes y, si no se dieron en este combate, sin duda lo hicieron en otros.
En cualquier caso, ambos relatos coinciden en que los romanos sufrieron mucho por el acoso enemigo, y que, al final, Boco y Yugurta se retiraron. Salustio añade que los romanos se apoderaron de muchas armas y estandartes y mataron a más hombres que en todas las batallas precedentes. Tal vez fuera así por el puro número de sus adversarios, pero lo cierto es que el resultado de la batalla no fue una derrota clara para Yugurta.
Así lo demuestra el hecho de que él y Boco consiguieron reorganizar a sus hombres para seguir acosando a los romanos, y que estos, en lugar de perseguirlos, continuaron su marcha hacia Cirta para instalar allí su campamento de invierno.
Escarmentado tras la emboscada, Mario avanzaba ahora en formación de combate. La caballería, mandada por Sila, protegía el flanco derecho, mientras que a la izquierda marchaban honderos y arqueros y varias cohortes de ligures. También había infantería ligera en vanguardia y en retaguardia, de tal manera que los legionarios, más lentos a la hora de reaccionar, estaban protegidos por los cuatro costados.
Pero todavía no habían terminado los apuros de Mario y sus hombres. Cuatro días después de la primera batalla, Yugurta y Boco volvieron a la ofensiva. Esta vez no buscaron la sorpresa, sino que lo fiaron todo a la pura superioridad numérica, atacando al mismo tiempo por los cuatro flancos.
Más prevenidos que en la anterior ocasión, los romanos se defendieron bien, e incluso Sila lanzó una ofensiva contra la caballería mora. En las filas de vanguardia, el propio Mario se batía con los suyos contra el grueso de las fuerzas númidas. Según cuenta Salustio, Yugurta intentó una añagaza: empuñando una espada empapada en sangre, cabalgó delante de las líneas de la infantería romana gritando en latín que era inútil que siguieran luchando, pues él mismo acababa de matar a Mario con su propia mano.
Aunque los soldados situados en el centro de la formación no acababan de creerse aquello, el ataque de Yugurta los puso en apuros durante un rato. Por suerte para ellos, Sila, que había puesto en fuga a la caballería mora, apareció con sus propios jinetes y atacó a los númidas por un flanco. Mario, por su parte, que había desbaratado a sus oponentes en la vanguardia (prácticamente se estaban librando cuatro combates simultáneos), acudió asimismo en ayuda de su infantería, y aquello terminó de decidir la batalla. Los enemigos huyeron en desbandada, dejando muchos cadáveres en el campo.
Aquel había sido un esfuerzo supremo para Yugurta y Boco, el último que llevaron a cabo. El rey númida volvió a demostrar su talento como general; el problema era que a sus tropas, magníficas para hostigar y tender emboscadas, les faltaba calidad y fuerza para derrotar a los romanos en combate cerrado.
Una vez más, Mario había conseguido salvar una situación apurada. Pero seguramente no se sentía demasiado contento consigo mismo. Había dejado a su rival escoger el campo de batalla por dos veces. Era un error que en futuras campañas procuraría no repetir.
Por fin, los romanos llegaron a Cirta, la meta de su viaje. Cinco días después, se presentaron unos enviados de Boco con la misión de negociar: el rey de Mauritania no había esperado demasiado para abandonar el barco de su yerno.
Tras unas conversaciones en las que Sila ejerció de intermediario, Mario permitió que tres embajadores mauritanos fueran a Roma, junto con el cuestor Octavio Rusón que había viajado a África para traer la paga del ejército. El senado escuchó el mensaje de Boco y contestó: «El senado y el pueblo romanos suelen acordarse bien de los favores y las ofensas que reciben. Aun así, ya que Boco se ha arrepentido, se le perdonarán sus afrentas. Pero únicamente tendrá la alianza y la amistad de Roma cuando se las merezca» (
Yug
., 104).
Más claro, el agua. Pese a sus victorias, los romanos sabían que la guerra solo terminaría cuando Yugurta muriese o cayese en su poder. Y eso era lo que le exigían ahora a Boco.
El rey de Mauritania pidió a Mario que volviese a enviarle como mediador a su cuestor Sila, con quien había trabado amistad. No resulta extraño, puesto que Sila demostró durante toda su vida un gran encanto personal. Es un personaje apasionante y contradictorio en el que merece la pena detenerse, y lo haremos cuando llegue el momento.
Sila se dirigió hacia el oeste con una escolta apropiada para viajar con rapidez, pero bien protegido. Lo acompañaban jinetes, arqueros, infantería ligera y honderos baleares. Estos últimos eran tan apreciados como los rodios o más. Diodoro de Sicilia explica la razón:
Dirigen con tanto tino sus disparos que la mayoría de ellos no fallan el blanco. Eso se debe a que practican desde niños: cuando son pequeños sus madres los obligan a ejercitarse continuamente con la honda. Como blanco les ponen un trozo de pan sobre un palo, y no dejan que se lo coman hasta que lo alcanzan con sus tiros. (5.17.1).
Por el camino se le presento Vólux, hijo de Boco, para avisarle de que Yugurta y los restos de su ejército se encontraban en la ruta que debían seguir los romanos para llegar a Mauritania. Con gran audacia, Sila atravesó el campamento de Yugurta, que no debía de ser un recinto vallado como los
castra
romanos, sino una extensión de tiendas dispersas, y prosiguió su viaje con Vólux.
Ya en la corte de Boco, apareció también Yugurta. El rey había ofrecido a Sila entregarle a Yugurta, y a este a su vez entregarle a Sila. Es posible que Boco vacilara al principio de su maquiavélica jugada, pero no parece demasiado probable: aunque Yugurta hubiese capturado a Sila no le habría servido de nada. Los mismos senadores que habían presentado a un cónsul de la República atado y desnudo ante las murallas de Numancia no se habrían molestado en negociar con el enemigo por la vida de un simple cuestor. Y esa dureza de trato que los romanos se aplicaban a sí mismos era conocida de sobra.
Por unos motivos o por otros, Boco se decidió por traicionar a su yerno:
Después, cuando se hizo de día y [Boco] recibió la noticia de que Yugurta se encontraba cerca, acudió a su encuentro con unos cuantos amigos y nuestro cuestor como si fuera a rendirle honores, y subió a una colina que era fácil de divisar para los emboscados. Allí llegó también el númida con muchos de sus amigos, que iban desarmados tal como se había acordado. Enseguida, a una señal dada, los hombres que estaban emboscados se abalanzaron sobre él por todas partes a la vez. Los demás fueron degollados, y Yugurta fue entregado a Sila, quien lo llevó a su vez ante la presencia de Mario. (
Yug
., 113).
Sila insistiría más tarde en que el verdadero mérito de esta guerra le correspondía a él, pues era quien había capturado a Yugurta. Además, los numerosos enemigos que tenía Mario en el senado halagaban los oídos de Sila diciéndole que Metelo era quien había empezado a derrotar al rey númida y él quien había rematado la operación, y que Mario prácticamente no había hecho nada.
Tan orgulloso se sentía Sila que se grabó un sello en el que aparecía junto a Boco mientras este le entregaba a Yugurta. Lo exhibía y lo usaba constantemente, hasta que el asunto llegó a oídos de Mario. Hasta entonces ambos se habían llevado bien, pero desde ese momento creció entre ellos un recelo que se convertiría en rencor y traería muchos males a Roma.
Los romanos habían aprendido la lección, y no estaban dispuestos a consentir que la gran Numidia siguiera existiendo, de modo que la fragmentaron. Las ciudades de Tripolitania, como Leptis Magna, que habían ayudado a Roma durante la guerra, recuperaron su independencia, así como las tribus gétulas. El rey Boco obtuvo la recompensa esperada a cambio de su traición: Roma lo declaró amigo y aliado, y además le entregó la parte occidental del reino que Yugurta le había prometido.
En el centro, Roma creó dos reinos: uno al este y con capital en Zama, que le entregó a Gauda, y otro al oeste que incluía Cirta. Se sabe muy poco de estos reinos, que participaron en las guerras civiles romanas del siglo
I
. Entre el año 40 y el 33, tanto Numidia como Mauritania acabarían siendo anexionadas por Roma.
Terminada la guerra, Mario se quedó durante un tiempo organizando asuntos en África. Por el momento, Yugurta era su prisionero, aguardando el momento en que su vencedor pudiera celebrar su triunfo en Roma.
Se había resuelto una crisis larga y costosa. Pero el verdadero peligro para la República se hallaba ahora en el norte. Como cuenta Salustio en las últimas líneas de su obra, los ojos de todos los romanos se volvieron hacia Mario: «Y en aquel tiempo, las esperanzas y las fuerzas de la ciudad estaban puestas en él».
E
l sur de Galia empezó a ser una zona de interés para los romanos desde el momento en que sus tropas plantaron por primera vez los pies en Hispania. En el año 197 ya controlaban toda la zona costera del este y del este de la Península Ibérica. A partir de ese momento, necesitaban una vía terrestre para viajar de Italia a Hispania.
Eso significaba dominar una extensa franja costera entre los Alpes y los Pirineos de más de quinientos kilómetros de longitud. Durante siglos, la potencia dominante de aquella zona había sido la próspera ciudad griega de Masalia, la actual Marsella, con la que Roma siempre había mantenido buenas relaciones. Pero el control que ejercía Masalia en sus inmediaciones no era suficiente, pues la ruta que a Roma le interesaba se extendía más de quinientos kilómetros.
La zona más peligrosa era la de los llamados Alpes Marítimos, donde las estribaciones alpinas se acercaban a la costa cerca de Nicea (Niza). Allí, las columnas de suministro romanos eran asaltadas a menudo por los ligures, un pueblo de las montañas dividido en aldeas y tribus. Su falta de unidad política hacía que, al igual que ocurría en Hispania, derrotar a un cabecilla y su horda de guerreros/saqueadores no resolviese el problema, pues al resto de las tribus les resultaba indiferente y seguían atacando con gran entusiasmo los convoyes romanos. Por ello, conquistar a los ligures se convirtió en una tarea muy lenta, y para consolidarla Roma tuvo que asentar a muchos de ellos en tierras del sur de Italia.
En los años 189 y 173 los ligures tendieron emboscadas a sendos gobernadores enviados a Hispania, y ambos perecieron junto con muchos de sus hombres. Durante las siguientes décadas la situación en la zona no hizo sino complicarse. La presión de las tribus celtas hacia el sur no dejaba de aumentar, como se demuestra en el hecho de que los masaliotas tuvieran que reforzar las murallas de su ciudad. Masalia, que era una potencia económica y no militar, se vio obligada en varias ocasiones a pedir ayuda ante aquellos ataques, y Roma hubo de intervenir en el año 154 en una campaña victoriosa contra los oxibios y los deciates.
Al principio, esa intervención no significaba que los romanos quisieran asentarse de forma permanente en aquella zona, que para ellos seguía siendo una ruta de paso. Pero en 125 Masalia volvió a pedir ayuda, y entre ese año y el 121, Roma organizó una campaña a mayor escala que las precedentes. En el año 123, Sextio Calvino decidió instalar una guarnición a unos treinta kilómetros al norte de Masalia, y llamó a la nueva colonia Aquae Sextiae (Aix-en-Provence).
Se trata de un nombre que conviene retener, pues apenas veinte años después quedaría grabado en los anales militares de Roma. La primera parte del topónimo, Aquae, se debía a las aguas termales de la zona, y la segunda al propio Sextio. Allí los romanos levantaron una fortaleza que controlaba el punto donde se cruzaban dos vías importantes: la que conducía de Masalia al río Druencia y la que llevaba del Ródano a Italia.
La fundación de Aquae Sextiae significó un punto sin retorno. Desde entonces, Roma se instaló en el sur de Galia y se anexionó toda la costa y una amplia franja hacia el interior para crear la provincia de Galia Transalpina.
Algunos
negotiatores
romanos e itálicos ya llevaban tiempo actuando en aquella región. Ahora, con la ventaja de verse protegidos por guarniciones militares, multiplicaron su actividad y empezaron a viajar con sus mercancías por las dos grandes rutas que se abrían hacia el interior de Galia: la del Ródano, que discurría hacia el norte entre los Alpes y el Macizo Central, y la del corredor de los ríos Aude y Garona, que conducía hasta el Atlántico.
El producto más apreciado por los pueblos del norte era el vino itálico, que se fabricaba cada vez en mayores cantidades en las fincas de régimen esclavista, tal como aconsejaba Catón. Además, gracias a que se transportaba en ánforas de barro cocido que una vez enterradas podían durar casi intactas por los siglos de los siglos, el vino ha sido una de las mercancías que ha dejado una huella más visible en el registro arqueológico.