Al final, Mario apeló a esa mezcla de épica y codicia que tanto ha motivado a los guerreros de todas las épocas: «Con la ayuda de los dioses todo está a nuestro alcance: la victoria, el botín y la gloria». Y para terminar, los motivó con un guiño a la muerte: «Nadie se ha hecho inmortal por cobardía, y ningún padre ha deseado que sus hijos sean eternos, sino que vivan su vida con honradez y virtud». Esta última frase, sin duda, la podría haber pronunciado también una madre espartana.
E
ntre voluntarios y proletarios, Mario consiguió hacerse a la mar con unos cinco mil soldados, tres mil más de los que el senado le había asignado por decreto. Cuando llegó a África, fue Rutilio Rufo quien le dio el relevo de las tropas. Metelo, que no quería ni ver a su antiguo subordinado, había vuelto antes a Roma. Allí, pese a la campaña en contra de Mario, tuvo un recibimiento mucho mejor que sus predecesores Bestia y Postumio: en lugar de criticarle, le concedieron un triunfo en 106 y permitieron que añadiera a su nombre el
cognomen
de Numídico.
En cuanto a Mario, ahora que por fin era cónsul y tenía el mando que tanto ansiaba, necesitaba solucionar el conflicto por la vía rápida. De lo contrario, podrían acusarlo de prolongarlo artificialmente, tal como había hecho él con Metelo. Sin embargo, no tardó en descubrir que las cosas no eran tan fáciles.
Yugurta, pese a sus derrotas, se las había arreglado para sobrevivir a tres generales. Pero su situación no había hecho más que empeorar. A estas alturas, debía de comprender que llegar a un acuerdo de paz era impensable. Como la conspiración de Bomílcar le había demostrado, los romanos estaban dispuestos a acabar con él a cualquier precio. Su única esperanza era mantener viva la lucha. Seguramente sabía que las cosas al norte de Italia se estaban poniendo cada vez más feas para sus enemigos. Con un poco de suerte, los romanos tendrían que concentrar allí todos sus esfuerzos y se olvidarían de él.
A Yugurta le quedaban cada vez menos recursos para continuar la guerra. Por eso, estaba intentando involucrar a su suegro y hacer que el conflicto se extendiera fuera de sus fronteras. Pero tenía un problema: el rey Boco no era nada de fiar. Como experto en doble juego aventajaba al propio Yugurta, y así lo demostró en esta última fase de la guerra.
Mientras tanto, Mario comprendió que era imposible atraer a Yugurta a una batalla definitiva donde pudiera caer prisionero o morir, de modo que se dedicó a socavar sus bases de poder, tomando y destruyendo ciudades, lo cual era además una forma de que perdiera el apoyo de su propia población.
Tras adueñarse así de algunas plazas menores, Mario decidió que sus tropas bisoñas ya se hallaban a un nivel parejo con las que llevaban tiempo en África. Había llegado la hora de dar un golpe de efecto parecido al de Metelo al tomar Tala. El objetivo elegido fue la ciudad de Capsa (la actual Gafsa, en Túnez). Esta se hallaba más al sur y en una zona incluso más árida que Tala, por lo que si Mario lograba conquistarla podría presumir de que había superado a su antiguo general.
El ejército de Mario cubrió una distancia de unos doscientos treinta kilómetros en nueve jornadas. Durante las seis primeras viajaron de día, y fueron alimentándose de ganado con cuyos pellejos confeccionaban odres. Al terminar el sexto día acamparon a orillas del último río de la zona. Desde allí, tras rellenar de agua todos los odres y cargarlos a sus espaldas y a lomos de las acémilas, emprendieron una auténtica travesía del desierto. Las tres últimas etapas las cubrieron de noche, en parte por el calor —estaban a finales del verano de 107— y en parte para no ser vistos.
En la tercera jornada llegaron a unos tres kilómetros de Capsa. Allí se detuvieron siendo todavía de noche cerrada, camuflados por unas elevaciones situadas al noroeste de la ciudad.
Cuando amaneció, las puertas de la ciudad se abrieron. Sus habitantes, que se creían seguros a tanta distancia de la zona de guerra, salieron como todas las mañanas a atender sus rebaños y sus cultivos (había un oasis en las inmediaciones). Mario mandó por delante a sus jinetes junto con tropas de infantería ligera que podían mantener el paso de los caballos. Esta avanzadilla logró entrar en Capsa y evitar que sus moradores cerraran las puertas, mientras el resto de los legionarios se lanzaba al asalto.
La ciudad se rindió casi en el acto. Pese a ello, Mario hizo matar a todos los varones adultos, vendió a los demás como esclavos, repartió el botín entre sus soldados e incendió la ciudad.
Conforme a las convenciones bélicas, si los habitantes de una ciudad se rendían antes de que el ariete enemigo tocara su muro, sus vidas eran respetadas. Aunque en este caso, Salustio afirma de forma explícita que Mario se saltó el
ius belli
o derecho de guerra. Se trataba de una forma de sembrar el terror en pleno corazón de Numidia, allí donde sus habitantes se creían a salvo de los romanos, y de dar un aviso a los pobladores de las demás ciudades: si querían conservar sus vidas, lo mejor era rendirse y abandonar a Yugurta.
Poco antes o poco después de esto —la cronología de Salustio no queda muy clara—, Mario se enfrentó cerca de Cirta con tropas mandadas por el propio Yugurta y las puso en fuga. Pero no debió de tratarse de una batalla muy importante, dado que el historiador la despacha con un par de frases.
Nuestro autor es igualmente parco en palabras al resumir el resto del invierno de 107-106: «El cónsul se dirigió a otras ciudades. Conquistó al asalto unas pocas en las que los númidas se le resistieron, e incendió muchas más que sus habitantes habían abandonado al enterarse del destino de Capsa. La muerte y el luto reinaban por doquier» (
Yug
., 92).
A esas alturas, el consulado de Mario se había cumplido, pero se le prorrogó el mandato como procónsul hasta que terminara la guerra. Mario atravesó el país arrasando todo lo que pillaba, hasta llegar al río Muluya, en el otro extremo de Numidia, a más de mil kilómetros de Capsa.
Allí, no muy lejos de Melilla, en la frontera entre Numidia y Mauritania, se alzaba un castillo sobre un monte muy escarpado. En aquella fortaleza se hallaban los tesoros de Yugurta, o al menos parte de ellos, por lo que Mario se empeñó en tomarla como fuera.
La empresa se reveló casi irrealizable. El lugar tenía una guarnición numerosa, grano almacenado y una fuente de agua potable en su interior. Por otra parte, las laderas eran prácticamente verticales y tan solo había un camino de acceso, tan estrecho que resultaba imposible usarlo para acercar las máquinas de asedio o construir un terraplén. Cuando los legionarios trataban de acercarse a las murallas protegidos por manteletes, los defensores los destrozaban con grandes piedras arrojadas desde las alturas o les prendían fuego.
Pasaron varios días sin hacer progresos. Pero entonces intervino el azar de una forma casi novelesca. Un soldado ligur que pertenecía a las tropas auxiliares andaba buscando agua por la ladera teóricamente más escarpada del monte, al otro lado de donde se libraban los combates. Al ver unos caracoles reptando sobre las piedras, se dedicó a atraparlos. Conforme fue encontrando más y más, el rastro de los caracoles lo fue llevando ladera arriba. Como los ligures eran un pueblo acostumbrado a moverse entre peñascos, cuando el soldado quiso darse cuenta se encontraba a bastante altura. Allí, entre los riscos, crecía una encina que se proyectaba primero en ángulo recto y después subía en vertical. El soldado se encaramó a ella y, pisando entre ramas y piedras, apareció en la cima plana del monte, al pie de la muralla. Las almenas se hallaban vacías de defensores, pues todos los númidas se encontraban al otro lado del castillo, luchando contra las tropas de Mario.
El ligur regresó por donde había venido y se presentó ante Mario para informar de que había un punto por donde se podía escalar el monte. No era una vía apropiada para lanzar un ataque total, pero sí podía servir para crear una maniobra de distracción. Mario escogió para la empresa a hombres ágiles: cuatro centuriones y cinco músicos provistos de trompetas y cornetas. Estas últimas eran la clave de la estratagema.
Mientras el grueso de las tropas seguía lanzando ataques contra la muralla por el mismo camino que intentaban tomar todos los días, el ligur guió a los otros nueve hombres. Iban todos descalzos y sin cascos, y con las espadas atadas a la espalda al igual que los escudos, que eran de cuero y sin piezas metálicas para hacer el menor ruido posible. En la ascensión, el ligur demostró que trepaba como las cabras, pues fue él quien abrió el camino atando cuerdas a piedras y árboles para que los demás escalaran más seguros. Al alcanzar los tramos más complicados cargó incluso con las armas de sus compañeros.
Una vez que llegaron al pie de la muralla, los escaladores hicieron una señal desde arriba, probablemente con banderas o reflejos, pues en aquel momento el silencio todavía era primordial. Al recibir la noticia, Mario lanzó una ofensiva total por el camino que conducía a las puertas del fuerte. Delante de ellas estaban los defensores, fuera de la protección del muro. Solía actuar así todos los días para burlarse de los romanos, tan seguros estaban de que no conseguirían trepar la ladera.
Pero esta vez los legionarios formaron la temida tortuga con sus escudos, mientras de lejos la artillería, los arqueros y los honderos disparaban contra los númidas. Fue en ese momento cuando los cinco músicos que habían trepado por el otro lado del monte hicieron sonar con potencia sus trompetas y sus cuernos. Creyendo que los atacaba por la retaguardia un segundo contingente enemigo, los defensores fueron presa del pánico y unos huyeron y otros se entregaron allí mismo. En cuestión de minutos, la fortaleza había caído en manos de sus atacantes.
La toma de aquel castillo sumió a Yugurta en la desesperación. Había perdido sus fortalezas más importantes y mucho dinero, y cada vez le quedaban menos númidas fieles. Aunque no está demasiado claro, es incluso posible que en Cirta se hubiese instalado como rey Gauda, su pariente retardado. Sin apenas recursos, Yugurta prometió a su suegro entregarle la tercera parte de sus territorios si le ayudaba a vencer a los romanos o, al menos, a conseguir un tratado de paz en el que no perdiera el reino.
En cuanto a Mario, después de conquistar la fortaleza de Muluya, se retiró a pasar el invierno de 106-105 en las ciudades costeras de Numidia, donde el clima era más benigno y le resultaría más fácil recibir provisiones por mar. Se hallaba de camino, en las inmediaciones de Cirta, cuando Yugurta y Boco lo asaltaron con un ejército en el que había númidas, gétulos y moros.
Aquel fue un ataque caótico. Esta vez, Yugurta no se confió a la táctica ni al terreno, sino a la sorpresa y a la pura fuerza de los números. El relato que ofrece Salustio es más impresionista que detallado, pero se deduce de él que en esta ocasión el ejército viajaba en orden de marcha, sin tomar tantas precauciones como había hecho Metelo en el río Mutul. Quedaban apenas unas horas de luz cuando los enemigos se lanzaron sobre ellos por todas partes a la vez, en enjambres que atacaban y se retiraban para volver a atacar, conforme a su táctica habitual. Yugurta, reforzado por los contingentes de caballería del rey Boco, contaba con una gran superioridad numérica: según Orosio, un historiador hispano tardío, tenía sesenta mil jinetes. La mayoría eran moros y gétulos, pues a Yugurta le quedaban pocos partidarios entre sus súbditos númidas.
En esta ocasión había logrado pillar desprevenidos a los romanos. Con las filas desorganizadas y sin estandartes, cada legionario luchó donde le cayó en suerte. Algunos de ellos formaron círculos defensivos; un despliegue o, hablando con más propiedad, un repliegue que adoptaban en situaciones desesperadas. Así ocurrió en el año 54 con la Octava legión de César, mandada por los legados Aurelio y Cota, que resultó prácticamente aniquilada por los galos.
Mario se había dejado sorprender en un paraje que no describen ni Salustio ni Orosio, pero que debía de ofrecer un relieve adecuado para una emboscada. Había cometido un error atravesándolo sin tomar suficientes precauciones, pero ahora demostró que sabía sacar lo mejor de sí mismo cuando empezaba la acción. En el caos del combate, Mario se movía como pez en el agua, actuando con una sangre fría que hace pensar que en plena batalla entraba en ese estado de concentración y energía completamente focalizada que el psicólogo Mihály Csikszentmihályi popularizó como «el flujo».
La batalla se prolongó hasta que cayó la noche, pues los jinetes enemigos eran tantos que se turnaban sin cesar. Recuperando poco a poco el orden, Mario hizo retirarse a sus hombres hasta dos colinas contiguas. En una de ellas, donde había un manantial, se apostó la caballería, mandada por Lucio Cornelio Sila, cuestor y en aquel momento hombre de confianza de Mario. Su misión era proteger el acceso al agua mientras el resto del ejército se instalaba en el otro monte, que por lo escarpado de sus laderas apenas necesitaba empalizadas.
Por su parte, Boco y Yugurta acamparon alrededor de ambos montes. Sus hombres prendieron miles de hogueras y pasaron la noche gritando y cantando para impresionar y desmoralizar todavía más al enemigo. Por su parte, Mario ordenó guardar una disciplina de silencio estricta, sin tan siquiera los toques de trompeta habituales en los relevos de la guardia.
Horas después, cuando el cielo se agrisaba con la primera luz del alba, Mario lanzó una ofensiva general por todas las puertas del campamento, acompañada de una gran batahola de trompetas. A los enemigos, que habían pasado la noche en vela, los sorprendió adormilados, y se dispersaron y huyeron sin apenas plantear batalla.