De repente, toda la ladera de aquella estribación se convirtió en una marabunta de enemigos que bajaban gritando y disparando proyectiles y levantando nubes de polvo. Había entre ellos infantes acostumbrados a correr largas distancias, protegidos con escudos ligeros y armados con jabalinas, y algunos de ellos con cuchillos y espadas. Pero los más temibles eran sus jinetes. Cabalgaban a pelo y manejaban a sus monturas con las rodillas y desplazando el peso del cuerpo de uno a otro lado, pues tenían ambos brazos ocupados. En el izquierdo sostenían su única protección, un escudo, junto con un puñado de venablos, y con la mano derecha iban cogiendo y lanzando los proyectiles.
Se trataba de una caballería que no servía como fuerza de choque, pero resultaba muy valiosa para acosar a los enemigos y, si estos rompían sus filas, perseguirlos. Los animales que montaban eran de pequeña alzada, pero muy resistentes. Así los describe Claudio Eliano:
Son los caballos más veloces, y la fatiga o la acusan muy poco o nada en absoluto. Son enjutos y no de muchas carnes, y dispuestos a aguantar hasta las desatenciones del amo. Y es que los amos no les prestan atención, porque ni los restriegan ni se preocupan de que se revuelquen ni les peinan el pelo ni les trenzan las crines ni los bañan cuando están cansados, sino que, nada más acabar el viaje proyectado, descabalgan y los echan a pastar. Los libios son enjutos de carnes y escuálidos, y montan caballos de iguales características. (
Historia de los animales,
5.2, traducción de José Vara Donado).
Los caballos númidas eran animales de mantenimiento muy barato, pues resistían bien a los malos forrajes sin sufrir problemas intestinales. En cambio, los corceles de la caballería romana requerían más cuidados y no les bastaba con pastar, sino que tenían que suplementar su alimentación con cebada, lo que obligaba a mantener al ejército romano unas líneas de suministro que los númidas no necesitaban.
A diferencia de los caballos romanos, los númidas se movían bien por aquellas laderas pedregosas. Cuando los escuadrones de jinetes del cónsul y de Mario salían en su persecución, se limitaban a volver grupas y huir. Yugurta, que conocía bien las tácticas de su enemigo, les había dado instrucciones para que, al retirarse, lo hicieran abriéndose en abanico y dispersándose. De ese modo, las cargas en cuña de las
turmae
romanas no tenían una masa sólida contra la que topar. Además, los caballos de los númidas trepaban sin dificultad por las laderas sembradas de piedras y maleza, allí donde no podían alcanzarlos los corceles de los romanos, de más tamaño y cargados con más peso.
Aquellos ataques incesantes, pertinaces y molestos como enjambres de avispas, no debieron de causar demasiadas bajas al principio, pues los romanos estaban protegidos con sus grandes escudos y sus cotas de malla. A pesar de todo, la combinación de cargas, andanadas de venablos y retiradas sumadas a la irregularidad del terreno consiguió desorganizar poco a poco la formación romana. Con tácticas similares, en el año 211, los hombres de Masinisa habían logrado desordenar y desesperar a las tropas de Cneo Cornelio Escipión, que al final habían terminado aniquiladas en una colina de Hispania.
La batalla se prolongó durante horas. El sol subía, y el calor y la sed agobiaban más a los romanos, cargados de metal, que a los númidas. El ejército romano estaba rodeado, pues incluso por su flanco izquierdo lo atacaban enemigos. Puede que Yugurta los hubiera apostado allí desde el principio, pero parece más probable que fuesen jinetes que habían bajado desde el espolón situado a la derecha de los romanos y que, en lugar de retirarse ladera arriba de nuevo tras la primera arremetida, habían optado por alejarse hacia el llano antes de lanzarse de nuevo a la carga.
Sin embargo, Metelo, que no era un Aulo Postumio, supo mantener el control de sus tropas y reorganizó las líneas, desplegando cuatro cohortes de legionarios contra el grupo más numeroso de la infantería númida. Además, dejó bien claro a sus soldados que la retirada no era una opción: a esas alturas todavía no tenían un campamento ni ninguna otra fortificación a la que retirarse. Debían vencer con las armas o perecer en el sitio.
Una vez que recuperaron cierto orden, las cuatro cohortes de Metelo avanzaron ladera arriba para desalojar a los númidas de aquella posición ventajosa. Los enemigos, que no estaban dispuestos a luchar cuerpo a cuerpo contra los legionarios, se dispersaron. A esas alturas, ya estaba cayendo la tarde.
Mientras tanto, la avanzadilla mandada por Rutilio había encontrado un lugar adecuado para montar un campamento junto al río. Estaban excavando el foso que debía rodearlo cuando repararon en una gran nube de polvo. Al principio pensaron que era un fenómeno natural, tierra seca levantada por el viento. Pero la tolvanera no solo no se dispersaba en el aire, sino que cada vez se espesaba más y se acercaba a su posición.
La razón era que aquella polvareda la levantaban los pies de los guerreros númidas de Bomílcar y, sobre todo, las pesadas patas de sus cuarenta y cuatro elefantes. Al comprenderlo, los hombres de Rutilio abandonaron su tarea y cargaron contra el enemigo.
En aquella zona había árboles y arbustos de cierta altura, lo que explica que los romanos que construían el campamento no hubieran advertido antes el avance de Bomílcar. Pero esa misma vegetación obligó a los paquidermos a dispersarse, y algunos de ellos se quedaron enganchados entre las ramas. Aprovechando la situación, los romanos los rodearon de uno en uno y los fueron matando a todos, salvo a cuatro que capturaron. En cuanto a los guerreros de Bomílcar, al ver que su principal arma, los elefantes, no les servía de nada, emprendieron la huida.
Preocupado por la tardanza de Metelo, Rutilio envió un destacamento de caballería a buscarlo. Ya había caído la noche, y sus jinetes se toparon con los de la avanzadilla de Metelo. En la oscuridad, estuvieron a punto de confundirlos con enemigos, lo que habría provocado una matanza mutua. Por suerte, se reconocieron, y como cuenta Salustio, «la alegría sustituyó de repente al miedo» (
Yug
., 53).
No sabemos cuántas bajas se produjeron en ninguno de los dos bandos. Númidas no debieron caer demasiados, pues ya hemos visto que en cuanto la refriega amenazaba con convertirse en un combate cuerpo a cuerpo emprendían la huida y se dispersaban por un territorio que conocían con los ojos vendados.
En cuanto a los romanos, de haber perdido el orden tal como ocurrió en la batalla del lago Trasimeno o en la malhadada retirada de Cneo Cornelio Escipión en Hispania, habrían podido acabar prácticamente aniquilados. Pero habían logrado sobrevivir a la primera fase del combate, que era cuando se producían menos bajas. Entre cincuenta y doscientos muertos parece una cifra verosímil, aunque no hay forma de saberlo.
No obstante, tenían bastantes heridos, por lo que el ejército permaneció cuatro días para que se curaran en el campamento construido a orillas del Mutul.
¿Fue una gran victoria para los romanos? Habían sobrevivido a una emboscada en territorio hostil y puesto en fuga a Yugurta. Después de la humillación que Roma había tenido que soportar cuando sus soldados pasaron bajo el yugo, aquello parecía suficiente como para justificar que en la ciudad se decretaran varios días de sacrificios a los dioses en agradecimiento por lo ocurrido. Debemos tomar en cuenta que en aquel momento sus legiones estaban sufriendo reveses en otros escenarios, por lo que los romanos se sentían necesitados de buenas noticias.
Después de la batalla, Metelo trató de librar una guerra de desgaste, ya que era evidente que Yugurta no iba a desplegar un ejército de forma convencional para una batalla decisiva. Por eso el cónsul se dirigió a las regiones más fértiles de Numidia con el fin de saquearlas, quemó fortalezas y ciudades y exterminó a los varones adultos que las habitaban. La idea era causar el terror para que poco a poco los númidas fueran desertando de su propio rey.
Uno de los problemas de esta estrategia era que Metelo se veía obligado a dividir sus fuerzas. Yugurta seguía el rastro de sus destacamentos, envenenaba los pozos y las fuentes y hostigaba a su retaguardia. En alguna ocasión sorprendió a una patrulla y mató o aprisionó prácticamente a todos sus miembros.
La moral de los legionarios se resentía, pues no estaban acostumbrados a aquel tipo de lucha. Metelo decidió, por tanto, dar un golpe de efecto y atacar Zama, una de las ciudades más importantes del reino. Con suerte, esperaba, Yugurta acudiría en auxilio de la ciudad y podría derrotarlo allí.
Pero el rey se enteró a tiempo de los planes gracias a unos desertores (así los llama Salustio, pero es posible que fuesen más bien agentes infiltrados). Adelantándose a los romanos, reforzó la guarnición de Zama, y después se marchó para preparar nuevas emboscadas.
La ocasión se le presentó enseguida. Cayo Mario se hallaba con unas cuantas cohortes en la cercana ciudad de Sica, adonde había ido para adquirir grano. Cuando sus tropas salían de allí, Yugurta los atacó con la caballería aprovechando que estaban desprevenidos, al mismo tiempo que animaba a los habitantes de Sica a atacar por la espalda a los legionarios de las últimas cohortes, que todavía no habían salido de la ciudad. Pero Mario demostró su pericia militar y su sangre fría, consiguió sacar a todos sus hombres rápidamente y ponerlos en formación ofensiva, con lo cual Yugurta se retiró frustrado en su intento.
Pero a quien correspondía frustrarse ahora era a los romanos. Las tropas de Mario se reunieron con las de Metelo, y todo el ejército se lanzó a asaltar las murallas de Zama. En este punto, la narración de Salustio es tan detallada que el lector puede ver cómo el combate se desarrolla ante sus ojos: los romanos lanzando bolas de plomo con sus hondas y piedras con sus máquinas de guerra, corriendo al pie de la muralla para socavar sus cimientos y tendiendo escalas para trepar al adarve. Mientras tanto, los númidas hacían rodar grandes piedras sobre las cabezas de los atacantes, y también les tiraban estacas aguzadas, venablos y una mezcla ardiente de pez y azufre.
Mientras se luchaba en torno a la ciudad, Yugurta lanzó un ataque contra el campamento romano. La guarnición que protegía este huyó en desbandada, salvo cuarenta soldados más valientes que los demás, que se hicieron fuertes en un lugar elevado.
Al ver cómo muchos de sus hombres huían desde su propia empalizada, Metelo comprendió lo que pasaba. Si el campamento caía en manos de los enemigos, los romanos no tendrían un lugar donde refugiarse cuando se hiciera de noche y se encontrarían al descubierto, en territorio enemigo y enfrentados al mismo tiempo a los enemigos de dentro de Zama y a las tropas del rey.
Eso significaría, más que probablemente, la destrucción de su ejército; por más que insistamos en lo importantes que eran para los romanos sus campamentos, siempre nos quedaremos cortos. La gravedad de la situación quedó clara por la actitud de Metelo: tras mandar a la caballería, envió también a Cayo Mario con las cohortes de tropas aliadas y, «con lágrimas en los ojos, le conjuró a que en nombre de su amistad y de la República» salvara el campamento y castigara los enemigos (
Yug
., 58).
Mario cumplió las órdenes con prontitud y eficacia, y Yugurta abandonó el asalto al campamento, del mismo modo que Metelo hizo con el ataque contra Zama.
La situación había quedado en tablas por aquella noche, y así se mantuvo. Durante los asaltos siguientes, hubo un momento en que varios soldados romanos casi lograron poner el pie en el adarve de la muralla en un sector poco vigilado, aprovechando que lo más violento de la refriega se libraba en otra parte. Pero los defensores se dieron cuenta a tiempo y acudieron con piedras y proyectiles. Los impactos rompieron las escalas, y los romanos se precipitaron desde las alturas. (Trepar por una escala de asalto sin poder defenderse hasta llegar arriba, a sabiendas de que sobre la cabeza de uno podían caer desde piedras de cien kilos hasta aceite hirviendo o pez ardiente, exigía un valor que rayaba en la locura. Los romanos eran bien conscientes de ello. Por eso una de sus condecoraciones más distinguidas era la
corona muralis
, una corona de oro con forma almenada que se otorgaba al primer soldado que pusiera el pie encima de una muralla enemiga).
Finalmente, Metelo renunció a tomar Zama y se retiró con sus tropas para pasar el invierno en Numidia, cerca de la
fossa regia
que delimitaba la provincia romana. Aunque su mandato de cónsul expiraba, el senado le prorrogó un año más de
imperium
como procónsul; lo que demuestra que en Roma comprendían que Metelo iba por buen camino.
Durante el invierno se reanudaron las conversaciones con Yugurta. Para firmar la paz, Metelo le exigió que le entregara doscientas mil libras de plata —casi setenta toneladas—, buena parte de sus armas y caballos y todos sus elefantes de guerra. También debía devolverle a todos aquellos que habían desertado de sus filas.
Yugurta accedió, pues su situación era más que precaria. Sobre todo, influyó en él uno de los hombres en quienes más confiaba, Bomílcar, que se había entrevistado en secreto con Metelo. Este había comprendido que la clave de aquella guerra que parecía imposible liquidar radicaba en la persona carismática de Yugurta, y había decidido que había que librarse de él como fuera, incluso recurriendo a la traición, como se había hecho en el caso de Viriato. Bomílcar parecía el hombre indicado: recordemos que él había organizado el asesinato de Masiva en las calles de Roma. Podía temer, con razón, que, si se llegaba a un acuerdo de paz, Yugurta lo entregaría a los romanos como parte del trato.
Metelo prometió a Bomílcar impunidad si le entregaba a Yugurta vivo o muerto. Bomílcar aceptó y, para empezar, se dedicó a ejercer de
lobby
unipersonal para convencer al rey de que aceptase las condiciones de Metelo. Hasta allí, su gestión funcionó. Pero cuando el cónsul ordenó a Yugurta que se presentara ante él en la ciudad de Tisidio, el rey númida debió comprender que, si lo hacía, solo saldría de allí muerto o prisionero, y decidió reanudar la guerra.
Unos meses después, Yugurta descubrió la traición de Bomílcar. Este cometió el error de poner la trama por escrito en una carta que le envió a otro importante mandatario númida, un tal Nabdalsa. La carta fue interceptada por un subordinado y, para salvar su propio pellejo, Nabdalsa se apresuró a acudir a Yugurta y delatar a su cómplice.