Los belgas, que habitaban más o menos entre el Sena y el Rin, no se veían a sí mismos como galos. Aunque su lengua era céltica, parece que ellos mismos eran una mezcla de germanos y celtas. Su sociedad se hallaba menos centralizada que la del centro de la Galia, sus poblaciones eran más fortalezas que ciudades y en lugar de magistrados seguían teniendo reyes o caudillos similares a reyes.
La razón de que estuvieran más atrasados y al mismo tiempo fuesen más aguerridos la explica el propio César: «De todos [los galos], los más valientes son los belgas, porque son los que se encuentran más lejos de la civilización y la cultura de la Provincia. También se debe a que son vecinos de los germanos que habitan al otro lado del Rin, con los que sostienen guerras constantes» (
BG
, 1.1).
Hemos mencionado a los germanos. Los romanos tenían una gradación de una cualidad que podríamos denominar «bruticie» —espero que se me perdone el neologismo— y en la que se mezclaban algunos rasgos positivos, como el valor guerrero y la vida sencilla, con otros negativos, como el salvajismo y el atraso. En dicha gradación, el puesto más bajo lo ocupaban los galos de la Provincia, que a fuerza de disfrutar de los lujos de la civilización se habían ablandado. Después venían los habitantes de la Galia central, por encima se hallaban los belgas y en lo más alto se encontraban los germanos, que eran, por así decirlo, los bárbaros de los bárbaros.
Lingüísticamente, los germanos se diferenciaban de los celtas porque sus dialectos procedían de otra rama del indoeuropeo. De todas formas, en zonas de contacto como el país de los belgas, las lenguas, las costumbres y la sangre se mezclaban tanto que a veces resultaba difícil saber si una tribu era germana, celta o un híbrido (algo que ya salió a colación a propósito del discutido origen de los cimbrios).
A los romanos, sin embargo, les gustaban las diferencias claras y las fronteras nítidas. Desde el punto de vista de César, germanos eran básicamente los pueblos que moraban al otro lado del Rin. Así había sido y así debía seguir siendo. Por eso, si alguna tribu germana osaba cruzar la divisoria, había que tomar cartas en el asunto.
A no ser, claro está, que lo hicieran para servir en el ejército de César, quien los valoraba mucho como mercenarios. Tenía sus razones. Durante las campañas de César, los jinetes germanos pusieron en fuga una y otra vez a tropas de caballería gala muy superiores en número.
¿A qué se debía esto? No resulta fácil de comprender. Desde luego, no era por los caballos germanos. Cuando en el año 52 César hizo venir a jinetes del otro lado del Rin, cambió sus monturas por los corceles de sus propios tribunos y oficiales porque eran muy pequeñas; tanto que debajo de los enormes germanos debían de parecer más ponis que caballos.
Tampoco da la impresión de que el dominio de la equitación de los germanos fuera superior al de los galos. Cuando el combate se complicaba mucho desmontaban —lo cual no les resultaba difícil dada su estatura—, se metían bajo las patas de los caballos enemigos sin temor a ser aplastados, los acuchillaban en el vientre y levantaban a sus jinetes con ambos brazos para derribarlos. Los indicios sugieren que la superioridad de los germanos era moral, y se debía a su extremada ferocidad y al pavor que infundían en sus adversarios. Del mismo modo que algunos equipos de fútbol juegan peor con ciertos rivales a los que son incapaces de ganar, los jinetes galos parecían tener perdida la guerra psicológica con los germanos.
P
recisamente los germanos tuvieron mucho que ver con la forma en que se desarrollaron las campañas galas de César, primero indirectamente y unos meses después con un choque frontal.
En el año 61, mientras él se encontraba en Hispania Ulterior como propretor, empezaron a producirse movimientos políticos entre los helvecios. Este pueblo ocupaba un precioso valle verde que se les empezaba a quedar pequeño. Dicho valle se hallaba encajonado entre los Alpes y la cadena montañosa del Jura. Por su extremo nordeste limitaba con el Rin, haciendo frontera con los germanos, y por el suroeste con el lago Lemán y el río Ródano, colindantes con la provincia romana.
Los helvecios estaban hartos de combatir contra los germanos, que no hacían más que presionarlos desde el norte. Ellos, por su parte, no tenían la salida fácil de otras tribus galas, que era hacer incursiones en el territorio de los vecinos, pues se lo impedían las montañas. Tan solo podían atacar el territorio de los alóbroges; pero estos eran aliados y amigos de la República, lo que significaba que meterse con ellos era molestar a los romanos, algo que no resultaba demasiado conveniente.
Al parecer, la situación de los helvecios se estaba agravando por un constante aumento de población. El estrecho valle donde vivían apenas podía sustentarlos, así que un noble llamado Orgetórix propuso una salida drástica: una emigración en masa. La idea era cruzar la Galia y llegar hasta el Atlántico para instalarse en el territorio de los santones, junto a la desembocadura del Garona. Aquel era un país mucho más llano y con una interesante salida al mar. ¿Qué pensaban hacer con los santones? Es de suponer que conquistarlos, expulsarlos o directamente aniquilarlos, pues los helvecios confiaban mucho en sus fuerzas.
Orgetórix propuso que se tomaran un plazo de dos años con el fin de reunir carros y animales de tiro y hacer acopio de provisiones —sobre todo grano— para aquel viaje de quinientos cincuenta kilómetros a vuelo de pájaro. Mientras los demás llevaban a cabo estos preparativos, él se puso en contacto con aquellos pueblos cuyas tierras debían atravesar. Una cosa era aplastar a los santones y otra enfrentarse por el camino con dos de las tribus más poderosas de la Galia, los secuanos y los eduos.
Orgetórix no trató con los consejos de nobles que gobernaban esos pueblos, sino con dos individuos que, como él, pretendían alcanzar el mayor poder posible entre los suyos: Cástico, un caudillo secuano, y Dumnórix, un líder de los eduos. Según explica César, no solo les pidió permiso para pasar por sus tierras, sino que les ofreció el apoyo de los guerreros helvecios. ¿Para qué? Para volver a tiempos anteriores y más felices —para ellos— y convertirse en reyes. Juntos los tres, formando una especie de triunvirato como el de César, Pompeyo y Craso, podrían convertirse en los amos de la Galia.
Tanto a Cástico como a Dumnórix la idea les sonó a música celestial. Sin remontarse mucho en el tiempo, el padre de Cástico había sido rey de los secuanos. En cuanto a Dumnórix, aunque la tribu de los eduos era la principal aliada de Roma en la Galia central, él se sentía tan rabiosamente antirromano como prorromano era su hermano mayor, el druida Diviciaco. Para reforzar esta alianza, Orgetórix entregó a su hija en matrimonio a Dumnórix.
Pero las tribus galas que habían dejado atrás la época de la monarquía no querían regresar a ella. Sobre todo los nobles, que, como los senadores de Roma, estaban dispuestos a cortar la cabeza de todo aquel que destacara demasiado entre ellos. Cuando los aristócratas helvecios se enteraron de que Orgetórix pretendía convertirse en rey, tirano o algo similar, le ordenaron acudir ante un tribunal para ser juzgado.
El juicio debía celebrarse con el acusado cargado de cadenas, de modo que no pudiera escapar. Si el veredicto era culpable, su condena consistiría en ser quemado vivo. Orgetórix, que no estaba dispuesto a pasar ni por las cadenas ni por las llamas, se presentó el día fijado para el proceso con un enorme séquito de partidarios: nada menos que diez mil según César, aunque estas cifras tan perfectas siempre hacen sospechar que la fuente que informa redondea al alza.
El juicio no se pudo celebrar por la presión de los partidarios de Orgetórix. Pese a ello, para oponerse a él y evitar que asaltara el poder, el resto de los nobles empezaron a congregar a sus propios seguidores en números aún mayores.
La guerra civil parecía inminente cuando se supo que Orgetórix había muerto. Entre los helvecios corrió el rumor de que se había suicidado debido al fracaso de su plan. Pero una parte de su proyecto siguió adelante, pues los helvecios pensaron que la idea de emigrar era buena y continuaron con los preparativos. Cuando consideraron que ya tenían suficientes provisiones para el viaje, decidieron privarse ellos mismos de cualquier posibilidad de volverse atrás. Para ello quemaron todos los lugares habitables: doce ciudades, cuatrocientas aldeas y todas las alquerías aisladas. No contentos con eso, también prendieron fuego a los silos con todo el grano que no podían llevar encima.
Disponían de dos rutas para salir de su valle. Había una que atravesaba las montañas del Jura por el paso de l’Ecluse y llegaba hasta el territorio de los secuanos. Aquel camino era tan estrecho que en muchos puntos únicamente podía pasar un carro. Los helvecios llevaban miles o decenas de miles de vehículos, de modo que el Jura parecía una elección desaconsejable. Además, cualquier tribu enemiga que se apostara en las alturas podría impedirles el paso.
La segunda opción se antojaba mucho más cómoda. Consistía en dirigirse hacia el sur, cruzar el Ródano por el puente y atravesar el territorio de sus vecinos alóbroges. A estos podían convencerlos o vencerlos, según plantearan resistencia o no.
El problema, por supuesto, eran los romanos.
Cuando a César le llegó la noticia de que un pueblo entero se ponía en marcha hacia una de las provincias que tenía asignada —
la Provincia
—, le pilló con el pie cambiado. Al parecer, el objetivo que tenía pensado para su primera campaña era el rey dacio Burebista, que había ampliado sus fronteras más allá del Danubio y empezaba a acercarse al Adriático y al nordeste de Italia. Una prueba de ello es que de las cuatro legiones que tenía bajo su mando solo una (probablemente la Décima) se hallaba en la Galia, mientras que las otras tres (Séptima, Octava y Novena) estaban acampadas junto a la ciudad de Aquilea, a orillas del Adriático.
Era el mes de marzo cuando César salió de Roma y se dirigió hacia el norte. Por el momento no se tomó demasiado en serio la amenaza y mantuvo a las tres legiones en Aquilea. Pero tampoco se demoró en el camino, sino que recorrió setecientos kilómetros en tan solo ocho días. Siempre fue muy rápido tanto de pensamiento como de obra, y al convertirse en general acentuó esa cualidad, procurando adelantarse a sus enemigos y aparecer cuando no se le esperaba y por donde no se le aguardaba. Como él mismo explicó a sus hombres a punto de cruzar el mar en pleno mes de enero: «El arma más poderosa en la guerra es la sorpresa». No obstante, a veces esta rapidez podía convertirse en apresuramiento e imprudencia, como le ocurrió junto al río Sabis en una batalla con los nervios.
Cuando llegó a Genava (actual Ginebra) una ciudad de los aliados alóbroges construida a orillas del lago Lemán, César comprobó que la situación era más grave de lo que sospechaba. Al otro lado del Ródano se estaba congregando una inmensa multitud que superaba con mucho a sus modestos efectivos, tan solo una legión. César ordenó a sus hombres que cortaran el puente que cruzaba el río y al mismo tiempo reclutó fuerzas auxiliares en la comarca para reforzar a la Décima.
Poco después llegó una embajada de los helvecios, dirigida por los nobles Nameyo y Veruclecio. Según le explicaron, no querían causar ningún daño a los romanos ni a sus aliados, sino únicamente pasar por sus tierras de camino al oeste, lejos de las fronteras de la República.
César respondió que tenía que pensárselo, y que volvieran el 13 de abril para conocer su decisión. En realidad, ya la había tomado, como él mismo confiesa sin el menor pudor en su libro: no estaba dispuesto a dejar pasar a los helvecios de ningún modo; lo único que pretendía era ganar tiempo.
¿Habría podido permitir a los helvecios que atravesaran las tierras de los alóbroges? Tal vez, pero existían razones poderosas para no hacerlo.
La primera era que no quería. César había presionado todo lo posible para librarse de aquel humillante mando de «bosques y caminos» que el senado había procurado endilgarle, porque deseaba llevar a cabo una gran campaña militar que le concediera prestigio y riquezas. Ahora se le ofrecía la ocasión.
Además, una de las subtribus que formaba el contingente helvecio era la de los tigurinos, que casi cincuenta años antes habían humillado a un ejército romano haciendo pasar a los soldados bajo el yugo después de matar al cónsul Lucio Casio. Si César les daba su merecido, podría presentar ese triunfo ante el pueblo romano como una revancha —«El plato de la venganza es mejor servirlo frío», como diría Khan—. De paso, lo enlazaría simbólicamente con los de su tío Mario, que hasta ahora había sido su principal baza para conseguir popularidad.
Los críticos de César que piensan que esta guerra era innecesaria tal vez se detendrían aquí. Pero existían otros motivos ajenos a su persona. Cuando los helvecios desfilaran por la Provincia en una interminable caravana durante días y días, ¿quién iba a controlar que nadie se desmandara y se dedicara a saquear la comarca? Eso ocurría incluso con ejércitos disciplinados, conque mucho más con una horda como aquella. Por otra parte, los helvecios aseguraban que se iban a instalar en las tierras de los santones, a orillas del Atlántico. Eso estaba lejos de Genava, pero no tan lejos de Tolosa y de la frontera oeste de la Provincia.
Todavía existía un motivo ulterior. Hasta finales del siglo
II,
los helvecios habían vivido al norte del Rin, pero la presión constante de los germanos los había empujado hasta el sitio donde habitaban. Si ahora se marchaban de allí y dejaban desierto el valle, los germanos no tardarían en ocupar su lugar. César pretendía que los helvecios siguieran donde estaban a modo de colchón; la opinión de los romanos —y de muchos galos— era que los germanos podían ser unos vecinos tan molestos como unos estudiantes de alquiler en el piso de arriba.
Mientras transcurría el plazo estipulado, unas dos semanas, César ordenó a sus hombres que construyeran un muro de tierra entre el lago Lemán y las montañas del Jura. Fue la primera vez que puso a sus legionarios a trabajar, pero no la última. En pocos días levantaron una muralla de casi treinta kilómetros de longitud y más de cinco metros de altura, dotada de fuertes y torres de vigilancia.
Cuando los embajadores regresaron, seguramente se dieron cuenta de que César los había engañado. No obstante, tuvieron que oír de sus labios que, obedeciendo a las costumbres y ejemplos del pueblo romano —
more et exemplo populi Romani
—, no podía dejarles pasar. Es llamativo que César mencione en su libro hasta cuarenta y una veces al pueblo romano, muchas más que al senado: eso parece dejar claro dónde estaban sus simpatías, dónde sabía que tenía su apoyo y a quién dirigía sus
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. Podemos imaginarnos a los ciudadanos de clase media y baja escuchando una lectura pública en Roma, apretando los puños y mascullando: «¡César hizo bien en no dejar pasar a esos bastardos!».