El consejo de nobles de las tribus decidió que, si no quedaba otra opción, tomarían el otro camino atravesando el Jura. Pero no todos los helvecios estaban de acuerdo ni eran tan pacientes, y muchos intentaron cruzar el Ródano en balsas o saltar la muralla de tierra. No obstante, los hombres de César se las arreglaron para rechazarlos y evitar que nadie pasara por allí.
Así pues, el grueso de los helvecios dio media vuelta y se dirigió hacia las montañas. A esas alturas, César no tenía forma de saber cuántos eran. Más adelante se apoderó de unos documentos escritos en caracteres griegos, según los cuales los helvecios que habían abandonado sus tierras eran trescientos sesenta y ocho mil. Considerando que uno de cada cuatro era un varón en edad militar, eso significaba más de noventa mil potenciales guerreros.
La cifra parece exageradamente alta. El historiador militar Hans Delbrück, siguiendo a Napoleón III en sus comentarios sobre César, calculó que en la hipótesis más optimista el convoy de los helvecios habría medido al menos ciento veinticinco kilómetros.
En cualquier caso, el contingente helvecio era muy superior en número a las tropas que César tenía en la Provincia. Previendo ulteriores problemas —o quizá queriendo buscarlos—, el procónsul dejó al mando de su única legión al más dotado de sus legados, Tito Labieno, un veterano que ya había combatido con Pompeyo en la guerra civil.
A continuación, él mismo viajó a toda prisa a la Galia Cisalpina para traerse a las otras tres legiones. Pero no se conformó con esto, sino que reclutó otras dos legiones que numeró Undécima y Duodécima. Así lo cuenta él, como de pasada. Obviamente, alistar una legión no era un procedimiento tan sencillo, lo que hace pensar que en su primer paso por la Galia Cisalpina camino de Genava ya había dado órdenes a ese respecto.
El mandato proconsular de César no lo autorizaba a reclutar nuevas legiones sin pedir permiso al senado, pero él no se preocupó. Cuantos más soldados tuviera bajo su mando no solo le sería más fácil vencer a los helvecios y otros potenciales enemigos, sino que dispondría de una base de poder para el futuro mucho más amplia. El único problema era que, al no haber recibido la venia del senado, tampoco podía contar con fondos públicos, de modo que era él mismo quien debía pagar a aquellas dos nuevas legiones. Por eso, cuanto antes se asegurase un buen botín, mucho mejor para él.
En cuanto tuvo listas esas dos legiones, se puso en camino hacia la Provincia para reunirse con Labieno. El camino más sencillo era recorrer la costa hasta Masalia y desde ahí remontar el curso del Ródano hacia el norte hasta llegar a Genava. Pero César no era hombre de senderos fáciles ni de tomarse las cosas con calma, de modo que se dirigió a una ruta más directa atravesando los Alpes por pasos que en muchos puntos seguían nevados. Mientras cruzaba las montañas, diversas tribus locales que no habían sido sometidas atacaron a sus tropas. Las marchas duras y las escaramuzas contra aquellos enemigos sirvieron de entrenamiento para desanquilosar a los veteranos y endurecer a los bisoños de la Undécima y la Duodécima.
Cuando llegó junto al lago Lemán y se reunió con Labieno, César contaba ya con seis legiones, de la Séptima a la Duodécima. Eso suponía entre veinticinco mil y treinta mil soldados. Era una cifra más que respetable que aumentó pidiendo cuatro mil efectivos de caballería a los aliados galos, sobre todo a los eduos.
Precisamente los eduos fueron quienes le brindaron la excusa perfecta para continuar la campaña. Hasta entonces, puesto que los helvecios habían renunciado a atravesar la Provincia, César no tenía realmente un
casus belli
, un motivo justo para declararles la guerra. Pero después de cruzar las montañas del Jura y el territorio de los secuanos —con permiso de estos—, los helvecios entraron en tierras de los eduos y empezaron a saquearlas.
Como amigos y aliados del pueblo romano, los eduos enviaron embajadores a César para solicitar que interviniera. No era justo, le dijeron, que a la vista del ejército romano ellos tuvieran que contemplar impotentes cómo sus campos eran devastados, sus hijos raptados y convertidos en esclavos y sus ciudades asaltadas. De lo mismo se quejaron los alóbroges, lamentándose de que aquella plaga de langosta no les había dejado más que el suelo pelado.
Puesto que Roma tenía un pacto de alianza y amistad con los eduos, a César, el legítimo procónsul de la zona, no le quedaba más remedio que defenderlos. Así, al menos, lo explica él en sus
Comentarios
. Casi nos lo podemos imaginar frotándose las manos al recibir esas noticias. Pero ¿hasta qué punto se trataba de una guerra justa?
Todo depende de cómo interpretemos lo que estaba ocurriendo. Tal como lo expresaban los eduos, da la impresión de que los helvecios estaban dejando a su paso un reguero de sangre y fuego. Sin embargo, es posible que tan solo estuvieran actuando grupos aislados de saqueadores. En cuanto a la queja de los alóbroges sobre cómo les habían dejado los campos, se antoja algo exagerada. El mismo César afirma más tarde que las cosechas de cereal aún no estaban maduras, porque el clima es más frío en la Galia que en Italia. ¿Qué habrían ganado los helvecios segando un trigo todavía verde?
Además, cuando César se refiere a «los eduos» parece que estos hablaran con una única voz, y no era así. Había entre ellos partidarios de seguir pactando con los romanos, como el influyente druida Diviciaco, que magnificarían cualquier incidente para decirle justo lo que quería oír —«¡Tienes que defendernos de los helvecios!»—. Y, por supuesto, delante de testigos que informaran por carta al senado.
Pero también había muchos eduos que no se mostraban tan entusiastas de aliarse con Roma. Uno de ellos era Dumnórix, el hermano de Diviciaco. Mientras que este representaba a la aristocracia que en los últimos tiempos se había hecho con el poder, Dumnórix era un líder más populista que pretendía convertirse en rey de su pueblo y, a poder ser, en el líder más importante de la Galia.
Curiosamente, era Dumnórix quien se hallaba al mando de los cuatro mil jinetes galos que acompañaban al ejército romano. Sin que César lo supiera, el noble eduo llevaba un doble juego, pues era él quien había actuado como intermediario entre los helvecios y los secuanos para que intercambiaran rehenes y se aseguraran de no hacerse daño los unos a los otros.
Que César tal vez exagerara la devastación causada por los helvecios no significa que estos fueran unas víctimas inocentes; se trataba de un pueblo que se jactaba de sus virtudes guerreras y que estaba dispuesto a apoderarse de las tierras donde vivía otra tribu, la de los santones. En la Antigüedad las cosas funcionaban así: si uno observaba que su vecino poseía tierras fértiles, tesoros valiosos o ambas cosas y percibía debilidad en él, atacaba como el lobo al olor de la sangre.
En esta forma de actuar los romanos se diferenciaban de otros pueblos por dos cosas. La primera, porque eran mucho más eficaces combatiendo y destruyendo gracias a su organización y a la cantidad de efectivos que podían reclutar —el
manpower
del que hablaba en
Roma victoriosa
—. La segunda, porque maximizaban los beneficios: en lugar de saquear una vez y retirarse, solían quedarse como conquistadores y nombraban gobernadores y publicanos que se encargaran de cobrar impuestos, convirtiendo el pillaje en una institución.
César y su ejército se pusieron en marcha rápidamente para alcanzar a los helvecios. No les resultó difícil, puesto que un pueblo entero en marcha como aquel, con sus familias, sus bestias de carga y sus carromatos, avanzaba muy despacio y cada vez que debía atravesar algún paso estrecho se formaban atascos y cuellos de botella.
Cuando dieron alcance a los helvecios, tres cuartas partes de estos habían cruzado el río Saona, un afluente del Ródano que en aquella zona discurría tan despacio que resultaba difícil distinguir a simple vista en qué dirección fluía la corriente. Aun así, los helvecios llevaban veinte días cruzándolo a bordo de botes y balsas, lo que sugiere que no se desplazaban en un único convoy sino en multitud de grupos.
Entre los que quedaban por cruzar el río sin saber lo que se les avecinaba por la espalda estaban la mayoría de los tigurinos, los mismos que habían hecho pasar por el yugo al ejército romano en Burdigala. Aquello, según César, se debió a la casualidad o a la voluntad de los dioses inmortales (se trata de una de las pocas ocasiones en que los menciona en su obra, por cierto).
Para pillarlos aún más desprevenidos, César los atacó de noche, saliendo del campamento con tres legiones a medianoche, en la tercera guardia. Más que una batalla, aquella primera acción bélica del flamante procónsul fue una carnicería. La mayoría de los helvecios que seguían en la orilla oriental del río fueron masacrados. Los pocos supervivientes huyeron dejando atrás sus carromatos y se refugiaron en los bosques cercanos.
César explicaría más tarde que aquello no fue únicamente una venganza en nombre de Roma, sino también en el de la familia de su esposa Cornelia, ya que el abuelo de su suegro, Cornelio Pisón, había muerto a manos de los tigurinos en aquella infausta batalla del año 107.
Tras el combate, César ordenó tender un puente para cruzar el río. Sus pontoneros lo construyeron en tan solo un día ante el asombro de los helvecios, que habían tardado veinte en atravesar la corriente. Preocupados, enviaron una embajada encabezada por un noble llamado Divicón. Cincuenta años antes, Divicón había sido uno de los generales de los tigurinos en la batalla de Burdigala, lo que implica que al menos debía de ser ya octogenario.
El anciano le dijo a César que estaban dispuestos a instalarse donde él les ordenara y a firmar un tratado con Roma. Pero todo por las buenas, añadió; por las malas, seguían siendo un pueblo poderoso. Si César había aniquilado a una parte de ellos se debía únicamente a que los había atacado a traición.
César respondió que debían regresar al valle del que habían salido y, por si acaso, entregar rehenes a los romanos para garantizar que no volverían a abandonar sus tierras. Por supuesto, aquella contrapropuesta resultó inaceptable para los helvecios.
Rotas las conversaciones, los helvecios continuaron su viaje, esta vez tomando muchas más precauciones para proteger su retaguardia. César los siguió a cierta distancia y envió por delante a la caballería gala para que le informara del camino que tomaban los enemigos.
Durante la marcha, los jinetes de César se acercaron demasiado a la retaguardia de los helvecios. Estos se revolvieron, los atacaron con tan solo quinientos jinetes y los pusieron en fuga, pese a que los eduos eran ocho veces más. Considerando que el jefe de la caballería aliada era Dumnórix, el incidente olía a trampa por todas partes. Pero César todavía no sospechaba que Dumnórix era más enemigo que amigo.
A partir de esa escaramuza la moral de los helvecios mejoró tanto que de cuando en cuando desplegaban a sus guerreros para retar a los romanos al combate. César, por el momento, contenía a sus hombres. Se hallaba en inferioridad numérica y no quería entablar batalla hasta que encontrara un lugar apropiado.
Sin embargo, lo acuciaba un grave problema: empezaban a quedarse sin provisiones. Durante varios días los romanos habían recibido suministros en embarcaciones que subían por el Saona. Pero ahora los helvecios se habían alejado del río. César, que no quería perderlos de vista, dependía ahora de los aliados eduos para alimentar a sus soldados. Los eduos no dejaban de darle largas con diversas excusas y el trigo que le habían prometido nunca llegaba.
César empezó a sospechar que la alianza de los eduos no era tan fiable, de modo que reunió a sus principales jefes en consejo y les preguntó qué estaba ocurriendo. El vergobreto, magistrado principal de los eduos, le insinuó que había nobles muy poderosos que no deseaban la alianza con los romanos y que además estaban revelando todos los planes y movimientos de César a los helvecios.
El procónsul despidió a todos los demás para quedarse a solas con el vergobreto, que se llamaba Liscón. Este, ya en confianza, le confesó que su verdadero enemigo era Dumnórix: era él quien había causado la huida y derrota de sus jinetes ante una fuerza enemiga muy inferior en número. Cuando César se entrevistó después con Diviciaco, el hermano de Dumnórix, el noble druida le confirmó lo que había contado Liscón.
A continuación, César hizo venir a su presencia a Dumnórix y le dijo que se había enterado de su doble juego. Únicamente le perdonaba la vida por el respeto que sentía por Diviciaco, añadió, pero a partir de entonces lo tendría vigilado. Si no lo eliminó directamente era porque Dumnórix poseía mucha influencia entre los eduos, y César no se sentía todavía lo bastante fuerte como para enemistarse con ellos.
A todo esto, el problema de las provisiones seguía sin solucionarse. César empezaba a necesitar una batalla decisiva para derrotar a los helvecios y apoderarse de su grano. La ocasión se le presentó cuando los exploradores le informaron de que el enemigo había acampado a unas ocho millas al pie de una colina que no se habían molestado en tomar. Dejar desprotegida una posición que se alzaba sobre sus cabezas, descuidando el abecé de la sabiduría militar, demuestra que en su migración actuaban más como una horda que como un ejército organizado.
Por la noche, César envió a Labieno con dos legiones para que describiera un rodeo y subiera a esa colina por la ladera oculta a los helvecios. Su idea era atacarlos al día siguiente de frente con el grueso del ejército y que al mismo tiempo las tropas de Labieno cayeran sobre ellos bajando por la falda del monte.
Uno de los problemas de la guerra es que sobre el terreno las cosas no se ven tan claras como en los mapas o en la mente. Al amanecer César mandó por delante a uno de sus oficiales, Publio Considio, y le dijo que averiguara si Labieno había tomado la colina. Al poco rato Considio regresó y le informó de que la cima estaba ocupada, pero por tropas enemigas.
Se supone que Considio lo sabía porque había divisado de lejos los estandartes y armaduras de los enemigos. Por desgracia, los ejércitos de los galos y de los romanos no se diferenciaban tanto como se suele creer y Considio se había equivocado: eran las dos legiones de Labieno las que dominaban la colina y aguardaban la ofensiva general de César.
Aquel malentendido hizo que César perdiera una magnífica ocasión, pues los helvecios levantaron el campamento y prosiguieron viaje mientras él seguía esperando noticias de Labieno y Labieno de él. Publio Considio pagó su error principalmente ante la posteridad. Aunque muchos historiadores lo mencionan como un hombre experto en cuestiones militares, lo que dice César de él no es eso exactamente, sino
Qui rei militaris peritissimus habebatur
, es decir, «Que estaba considerado un grandísimo experto en cuestiones militares». En ese verbo
habebatur
, «estaba considerado», se encuentra la pulla con la que César se vengó del error de su subordinado, pues se sobreentiende: «Pero en realidad era un inepto». Hay que añadir que cuando César mencionaba por su nombre a oficiales o centuriones —sobre todo a centuriones— era casi siempre para alabarlos, no para criticarlos de manera tan sibilina como en este caso.