Ahí no terminaba la cosa. Los soldados tenían que transportar herramientas para excavar trincheras y levantar terraplenes: un pico o una pala, un cesto de mimbre para acarrear la tierra, cuerdas… En total, un soldado en orden de marcha, con sus armas y herramientas, el escudo dentro de la funda y colgado a la espalda, y la
furca
con el saco de piel, podía cargar encima entre treinta y cuarenta kilos.
Era duro, pero no imposible. En 1985, el arqueólogo alemán Marcus Junkelmann llevó a cabo un experimento de recreación histórica. Durante veinte días, él y sus acompañantes, equipados como romanos y con cuarenta y cinco kilos de carga, recorrieron quinientos kilómetros entre Verona y Augsburgo atravesando los Alpes. Todos eran voluntarios, obviamente, pero no atletas profesionales, y lo consiguieron a costa de perder cuatro o cinco kilos durante la marcha.
No todo el equipo podía cargarse a hombros de los soldados. Así ocurría con la tienda de campaña que compartían cada ocho legionarios (puesto que en latín «tienda» es
taberna
, el grupo que dormía en ella recibía el nombre de
contubernium
, y sus miembros eran los contubernales). La tienda, fabricada en piel de cabra, pesaba cerca de cuarenta kilos, y la transportaban a lomos de una mula.
La mula cargaba además con la
mola
, el molino de mano del contubernio, y es posible que llevara también los
pila muralia
, unas estacas afiladas por ambos extremos que servían para levantar empalizadas.
Los soldados de Escipión Emiliano en Numancia o los de Metelo en Numidia ya realizaban marchas agotadoras, y lo hacían con toda la impedimenta, a diferencia de lo que ocurría con otros generales más permisivos.
Sin embargo, o bien Mario generalizó esta costumbre o era tan buen propagandista de sí mismo que su nombre quedó unido a este tipo de equipación: sus soldados, que llevaban a cuestas dos tercios de su propio peso, eran conocidos como «mulas de Mario».
Las caminatas, ya fueran de entrenamiento o para desplazarse de un escenario bélico a otro, servían para incrementar la resistencia, una cualidad física imprescindible en los soldados. (Y, además, la única que no disminuye con la edad, siempre que se entrene: por eso corredores que empiezan siendo de medio fondo a veces terminan su carrera como maratonianos).
Amén de endurecer individualmente a los soldados, estas reformas logísticas perseguían otros fines. Básicamente, la rapidez y la autonomía. Gracias a las «mulas», se reducía el enorme volumen de la columna de marcha de una legión, y también su longitud. Eso significaba que si una unidad era atacada, las demás podían acudir en su auxilio con más rapidez.
También permitían mucha más flexibilidad en las operaciones. Puesto que los soldados llevaban provisiones para tres días, el general podía enviar unidades en avanzadilla o en misiones especiales sabiendo que no les faltaría alimento durante ese lapso de tiempo. Incluso podía ordenar que el grueso de las tropas se adelantara al convoy de suministros. Así lo hizo César en el año 57 en su campaña contra los nervios, cuando dejó atrás a dos legiones para que protegieran la larga y lenta columna de avituallamiento, formada por más de ocho mil acémilas, mientras él caminaba a marchas forzadas con las otras dos legiones para llegar al río Sabis, en territorio enemigo, y empezaba a levantar un campamento.
Se calcula que un ejército «preMario» (utilizando este término por simplificar) avanzaba a una velocidad media de dos kilómetros por hora, obligado por sus elementos más lentos. En cambio, uno «postMario» lo hacía a cinco por hora. En circunstancias como la batalla de Aquae Sextiae, esos tres kilómetros por hora podían marcar la diferencia entre el éxito y el fracaso.
Con sus «mulas», Mario marchó al norte de Italia, cruzó entre los Alpes y el mar y se dirigió hacia el Ródano. Su ejército, entre legionarios y aliados, contaba con cerca de treinta y cinco mil hombres, a los que continuaba entrenando y endureciendo por el camino con largas marchas. Al igual que había hecho a lo largo de toda su carrera militar, seguía la filosofía de Escipión Emiliano predicando con el ejemplo. En palabras de Plutarco:
Para un legionario romano no hay espectáculo más agradable que ver cómo su general come pan corriente a la vista de todos, duerme en un simple jergón o incluso le echa una mano para excavar una zanja o levantar una empalizada. Pues los soldados no admiran tanto a los jefes que les conceden honor y riquezas como a los que comparten sus mismas tareas y peligros, y prefieren a los que están dispuestos a esforzarse con ellos que a los que les dejan estar a su aire. (
Mario
, 7).
A finales de la primavera de 104, los hombres de Mario se establecieron a orillas del Ródano, en las cercanías de Arelate (Arlés). Aquella era una buena posición para cortar el paso a los invasores si decidían regresar al norte de Italia.
Mientras aguardaban a los cimbrios con la misma mezcla de expectativa y temor con que el teniente Drogo esperaba al enemigo en
El desierto de los tártaros
, los hombres de Mario no permanecieron ociosos. Por un lado, pacificaron y reorganizaron toda aquella zona, sometiendo a las tribus locales del sur de Galia. En esa tarea resultó muy útil de nuevo Sila, primero como legado y después como tribuno militar.
Por otra parte, Mario comprobó que en la zona donde estaban acampados resultaba difícil recibir suministros desde el mar, ya que las desembocaduras del Ródano se bloqueaban con tierra de aluvión y las naves embarrancaban cuando trataban de entrar río arriba. Con el fin de evitar este contratiempo y de paso tener ocupados y en forma a sus hombres, les hizo excavar un largo canal desde Arelate hasta el mar. Allí desvió buena parte del río, creando un cauce por el que las aguas fluían hacia el Mediterráneo más mansas y sin levantar tantas olas en la embocadura. El canal, del que se benefició sobre todo la ciudad de Masalia, que cobraba impuestos a los que bajaban o remontaban el Ródano, fue conocido durante siglos como las
Fossae Marianae
.
El problema era que los cimbrios, como los tártaros de la novela de Dino Buzzati que he mencionado, no acababan de llegar. Mario había conseguido que lo eligieran cónsul en 104 y 103. ¿Lograría lo mismo en 102? En las dos ocasiones anteriores no había tenido rivales. Pese a ello, ahora sabía que se iban a presentar candidatos de talla que podían derrotarlo.
Mientras tanto, a Roma le crecían los enanos. En 104 Mario había solicitado tropas al rey Nicomedes III de Bitinia, y este le respondió que no podía enviarle soldados. La razón que alegó era que casi todos sus súbditos en edad militar habían caído en la esclavitud por deudas contraídas con los insaciables
publicani
, los recaudadores de deudas romanos.
El senado, presionado por Mario, promulgó un decreto que ordenaba la liberación de todos aquellos ciudadanos de pueblos aliados de Roma que hubieran sido esclavizados de forma irregular. En Sicilia, el gobernador Nerva llevó a cabo la orden y en pocos días liberó a ochocientos siervos. Su actuación supuso un golpe directo para los dueños de las explotaciones agrarias, que presionaron para que Nerva se echara atrás. Eso provocó una gran frustración en los esclavos de la isla, incluidos los que no pertenecían a países aliados, que habían concebido esperanzas de obtener la libertad.
La revuelta empezó en Heraclea Minoa, en la costa sur, y se extendió poco a poco. Los esclavos formaron un ejército y eligieron a su propio rey, un tal Salvio, que se dio a sí mismo el nombre de Trifón. Para colmo, en el extremo oeste de la isla estalló otra rebelión acaudillada por un hombre llamado Atenión, que no quiso ser menos y se proclamó rey. Curiosamente, ambos personajes aseguraban tener poderes místicos. Llegó un momento en que ambos se juntaron, subordinándose Atenión a Salvio, y establecieron una corte real en Triocala. Con decenas de miles de hombres a sus órdenes, la revuelta se convirtió en una guerra que se prolongaría hasta el año 101.
Durante el año 103 falleció el colega de consulado de Mario, Aurelio Orestes. Al ser el único cónsul que quedaba, a Mario no le quedó más remedio que regresar a Roma para presidir las elecciones. La ocasión le vino de perlas para afianzar su posición política. Puesto que sus relaciones con el senado seguían siendo malas, le interesaba tener un tribuno de la plebe que manejara las asambleas populares a su favor tal como había ocurrido con Memio. En este caso encontró a Lucio Apuleyo Saturnino.
Este personaje estaba resentido con el senado porque en 104, cuando desempeñaba el puesto de cuestor encargado del aprovisionamiento de trigo en el puerto de Ostia, se produjo una escasez de grano. Los senadores le quitaron el cargo y designaron al
princeps senatus
Emilio Escauro para que se ocupara de solucionar aquella crisis.
Ofendido, Saturnino se aproximó a Mario durante ese mismo año 104 y ambos plantearon su estrategia. Se trataba, como diríamos ahora, de una «sinergia» (que no significa más que «colaboración» sustituyendo las raíces latinas por otras griegas). Mario puso su popularidad, su influencia y su dinero. Saturnino, brillante, audaz y buen orador, se presentó a tribuno de la plebe y se comprometió a manipular la asamblea de la plebe en beneficio de Mario y ayudarle a conseguir su cuarto consulado. Adicionalmente, cuando llegara el momento, Saturnino debería proponer una ley para repartir tierras a los veteranos de Mario. Lo que ignoraba este es que las tendencias radicales de Saturnino lo convertían en una bomba de relojería que estallaría no muchos años después.
Gracias a los manejos de Saturnino, Mario logró que lo votaran por cuarta vez para el año 102. Su colega en esta ocasión era Quinto Lutacio Catulo.
Y fue en ese año cuando por fin regresaron los bárbaros…
Por suerte para Mario y sus hombres, los invasores les habían dado mucho tiempo para prepararse. Tras su aplastante victoria en Arausio, en lugar de invadir Italia como temían los romanos, los cimbrios se dirigieron de nuevo al oeste y cruzaron los Pirineos.
¿Por qué fueron a Hispania? Únicamente se pueden hacer conjeturas. Hasta entonces los cimbrios habían recorrido amplias zonas de la Galia, y no parece que hubieran sido muy bien recibidos en ninguna. Es posible que a esas alturas se hubieran acostumbrado a aquella existencia de saqueadores nómadas y que sus éxitos militares los hubiesen convencido de que era más cómodo vivir así, apoderándose de lo ajeno, que doblando el espinazo sobre la tierra para cultivar lo propio.
Por falta de datos, ignoramos hasta qué punto llegó la devastación que los cimbrios sembraron a su paso. Es muy posible que saquearan Narbona y que otras ciudades al sur de los Pirineos como Ilerda, Emporion o Tarraco sufrieran sus ataques. No lo podemos saber: el haz de la linterna de la historia se hallaba enfocado sobre otros lugares. Ciertas pistas sugieren que muchas tribus hispanas aprovecharon los problemas de los romanos para sublevarse de nuevo, mientras que otras se enfrentaron contra los cimbrios y, según Tito Livio, los derrotaron. Aunque, conociendo cómo se las gastaban los cimbrios, habría que saber en qué estado quedaron los vencedores.
Después de dos años en esas tierras, los cimbrios volvieron a cruzar los Pirineos y se dirigieron al norte. ¿Cuántos kilómetros llevarían para entonces en sus piernas?
Tras sus correrías por Hispania y Galia, los cimbrios estaban decididos a dirigirse en esta ocasión a Italia. Habían derrotado tres veces a los romanos, cierto, pero eran conscientes de los recursos que podía movilizar la República si veía amenazada su propia existencia. Por eso tomaron la resolución de aliarse con otras tribus e invadir Italia desde varios puntos a la vez para dividir la atención de los romanos. Aquella gran coalición se formó en las tierras de los velocases, en el valle del Sena, y se unieron a ella ambrones, tigurinos y teutones.
Los ambrones eran un pueblo que habitaba en la región actual de Zuiderzee, en Holanda, y cuyas tierras también se habían visto anegadas. En cuanto a los tigurinos, que provenían de Helvecia, ya habían aprovechado la invasión de los cimbrios para combatir contra los romanos y derrotar y matar al cónsul Casio Longino, colega del primer consulado de Mario.
Los teutones constituían por sí solos un contingente comparable al de los cimbrios. Las fuentes son tan imprecisas que no sabemos con claridad si los teutones acababan de unirse a los cimbrios, o si llevaban con ellos prácticamente desde el principio de la migración y en algún momento se habían desgajado para ahora volver a unirse. Aunque «teutón» se utiliza en español como sinónimo coloquial de «alemán», con esta etnia ocurre lo mismo que con los cimbrios: algunos estudiosos opinan que eran de lengua germana y otros que hablaban un dialecto celta. Lo que parece claro era que provenían de las orillas del mar del Norte, donde el viajero Piteas de Masalia se había encontrado con ellos hacia el año 320.
Una vez reunidos, los caudillos de las diversas tribus, encabezados por el cimbrio Boyórix y el teutón Teutobudo, decidieron realizar un ataque en dos frentes. Mientras los cimbrios y los tigurinos invadirían Italia desde el nordeste, los teutones y los ambrones bajarían por el curso del Ródano para penetrar por el noroeste, entre los Alpes y el mar. Era una forma de dividir la atención de los romanos, pero se trataba también de una exigencia logística: todas las tribus juntas habrían formado una masa de cientos de miles de personas, caballos y bestias de carga imposible de alimentar.
Aunque aquellos planes se hubieran fraguado en secreto —y parece que no fue el caso—, un flujo humano masivo como aquel no habría podido pasar desapercibido. Además, Mario contaba con espías. El más destacado de ellos fue Quinto Sertorio, el tribuno que había sobrevivido al desastre de Arausio cruzando a nado el Ródano. Sertorio, aprovechando su conocimiento de las lenguas celtas, se infiltró entre los invasores y obtuvo información muy valiosa para Mario.
Conocidos los planes del enemigo, Mario se puso de acuerdo con su colega, el cónsul Catulo. Este se dirigió a defender los pasos alpinos sobre el río Po con un ejército de unos veinte mil hombres, mientras Mario acudía a la base donde sus legiones permanecían vigilantes, en la orilla oriental del Ródano.
Por allí bajaron los teutones y los ambrones. Cuando llegaron ante el campamento de Mario, se desparramaron por la llanura y desafiaron a los romanos a combatir.