Roma Invicta (32 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

Tras la batalla, Mario hizo erigir una pira masiva con escudos y ropas de los enemigos para ofrecer un sacrificio a los dioses. Cuando estaba a punto de encenderla, llegaron unos mensajeros a caballo para anunciarle que acababa de ser elegido cónsul por quinta vez. ¿Casualidad literaria inventada por Plutarco o golpe de efecto preparado por el mismo Mario?

Tras aquella espléndida victoria, Mario dejó a su ejército acantonado en la zona y viajó a Roma para tomar posesión de su cargo. Después de acabar con los teutones y los ambrones, era evidente que merecía un triunfo todavía más sonado que el que había celebrado por su victoria contra Yugurta. Pero no tuvo más remedio que posponerlo, pues las noticias que llegaban del nordeste no eran tranquilizadoras. Por allí llegaban los cimbrios, el enemigo más poderoso, y el ejército de Catulo era incapaz de contenerlos.

La batalla de Vercelas

L
a estrategia de Catulo, decidida de acuerdo con Mario, consistía en vigilar los accesos alpinos del este para evitar que los invasores bajaran al valle del Po. Uno de sus legados era Sila. La relación entre este y Mario se había deteriorado después de la captura de Yugurta, pues cada uno de ellos se atribuía todo el mérito de aquel triunfo, de modo que no resulta extraño que Sila prefiriera servir en el ejército consular de Catulo.

El cónsul tenía a sus órdenes un ejército de unos veinte mil hombres, que apostó en la zona del paso del Brennero al mismo tiempo que trataba de asegurarse la lealtad de las tribus locales.

Pero Catulo y sus hombres no aguantaron apenas la posición. A finales del otoño, tal vez en noviembre, vieron cómo el ejército cimbrio se derramaba montaña abajo. Literalmente, pues muchos de los germanos, casi desnudos, se arrojaban por las laderas usando sus escudos a modo de trineos. Aquel espectáculo y el número de los enemigos sembraron el pavor en los corazones de los romanos, que se retiraron hacia el sur.

Catulo tomó una posición defensiva en el río Atiso (el actual Adige, que corre casi paralelo al Po), y construyó fortificaciones en ambos lados. Instaló su campamento principal en la orilla izquierda del río, pero con la precaución de tender un puente por si tenía que retirarse a la margen derecha.

Poco después aparecieron los cimbrios, que represaron el curso superior del río para desviarlo de su cauce. No contentos con ello, actuando con la violencia de los gigantes que quisieron asaltar el Olimpo, desgajaron árboles y los arrojaron al Adiso con raíces y grandes bloques de tierra y de roca. Cuando la corriente arrastró los troncos y los hizo chocar contra los pilares del puente, este empezó a tambalearse. Comprendiendo que su única vía de escape iba a venirse abajo, los soldados acampados en el fuerte principal lo abandonaron y se retiraron al otro lado del río.

La versión de Plutarco sobre lo que ocurrió a continuación es muy llamativa:

Y aquí Catulo, como debe hacer un consumado general, demostró que le importaba más la reputación de sus hombres que la suya propia. Puesto que no lograba convencer a sus soldados para que aguantaran la posición, al ver que estaban abandonando el campamento aterrorizados, ordenó a su portaestandarte alzar el águila, corrió hacia la vanguardia de las tropas que se retiraban y se puso a guiarlos el primero. Lo que pretendía era que aquella vergüenza recayera sobre él y no sobre su patria, y que no pareciera que los soldados huían, sino que se retiraban siguiendo a su general. (
Mario
, 23).

Hay que tener en cuenta que Plutarco utilizó para su biografía de Mario, entre otros materiales, las memorias de Catulo y de Sila. Parece bastante evidente que esta explicación un tanto alambicada proviene de la autobiografía de Catulo. En realidad, muchos indicios sugieren que no fue una retirada tan ordenada y que Catulo no intentaba tanto salvar el honor de sus hombres como su pellejo.

Para demostrar que aquello fue más bien una desbandada, buena parte de la caballería no se conformó con cruzar el río, sino que siguió cabalgando sin detenerse hasta llegar a la mismísima Roma. El jefe de aquella tropa era el hijo del
princeps senatus
Emilio Escauro. Este, avergonzado por aquella cobardía, le dijo a su hijo que habría preferido recoger sus huesos del campo de batalla antes que verlo vivo e infamado, y que no quería volver a saber nada de él. El joven no pudo soportar ni la ignominia ni el vacío que le hacía su padre y se arrojó sobre su propia espada.

No obstante, no todos los soldados que defendían el río Atiso se comportaron de aquella manera. Al otro lado del puente, en el fuerte, se había quedado aislada una unidad. El tribuno que la mandaba no se atrevía a salir, ya que una masa de cimbrios los había rodeado. Pero si se quedaban dentro del campamento era evidente que acabarían aniquilados como les había ocurrido a las tropas de Cepión y Malio en el desastre de Arausio. El centurión primipilo, Cneo Petreyo Atinas, mató al tribuno, tomó el mando de las tropas y se abrió paso combatiendo con ellas hasta el otro lado del río.

Fue la única acción que salvó el honor de los romanos aquel día. Por ella, Petreyo Atinas recibió una de las condecoraciones más valiosas del ejército, la corona de hierba, que otorgaban por aclamación las mismas tropas al oficial que hubiese salvado a una unidad entera. Curiosamente, siendo una distinción tan alta, estaba confeccionada con una humilde guirnalda de flores, hierbas y espigas de trigo.

En su retirada, Catulo y sus legiones no se detuvieron en la margen derecha del Atiso, sino que prosiguieron hacia el sur hasta cruzar a la orilla sur del Po. Eso significaba dejar toda la Galia Cisalpina en manos de los cimbrios. Por primera vez desde Aníbal, un ejército enemigo se hallaba de nuevo en las puertas de Italia. Y si bien los cimbrios no contaban con un genio de la estrategia como el púnico, a cambio gozaban de la ventaja de su enorme número y de la moral que les otorgaba haber derrotado una y otra vez a los romanos.

Por suerte para la República, los cimbrios se quedaron a pasar el invierno en el valle del Po, disfrutando de sus recursos y de un clima más suave que el que habían sufrido en los Alpes. ¿Por qué no se decidieron a continuar hacia el sur? Es una lástima que lo ignoremos casi todo sobre ellos, incluidos los motivos que los impulsaban. Puede que estuvieran aguardando a sus aliados teutones y ambrones para lanzar la invasión final sobre Italia. Pero también hay que tener en cuenta que no se trataba de un ejército, sino de un pueblo entero que llevaba casi veinte años de peregrinación: quizá las verdes llanuras transpandanas les parecieron un buen lugar para establecerse definitivamente.

Al final de la primavera de 101, Mario, que venía de Roma, y sus tropas, que habían acudido desde el oeste, se reunieron con Catulo al sur del Po. Como hemos visto, Mario había sido nombrado cónsul por quinta vez. En cuanto a Catulo, pese a que no había sido capaz de contener al enemigo ni en los Alpes ni en el Atiso, el senado había decidido prorrogarle el mandato como procónsul. La razón era que Aquilio, el colega consular de Mario, estaba en Sicilia luchando contra los esclavos. De todos modos, en descargo de Catulo hay que decir que no contaba con demasiados hombres y que ejércitos más numerosos que el suyo habían sido aplastados por los cimbrios.

Ahora las tropas de Mario y Catulo sumaban cincuenta y dos mil hombres, un ejército muy potente. Pero el número no era una garantía de éxito: los cimbrios seguían siendo más, quizás el doble, y en Arausio habían mordido el polvo más soldados de los que tenía a su disposición Mario.

En lugar de esperar como habían hecho hasta entonces en sus batallas contra los cimbrios, los romanos cruzaron el Po y marcharon al encuentro de su enemigo. Para entonces, los invasores se encontraban en la parte occidental del valle del Po, muy alejados de la zona por la que habían penetrado en Italia. De nuevo, los historiadores han hecho todo tipo de especulaciones: que regresaban a Galia, que habían ido consumiendo todos los recursos a su paso como una plaga de langostas, que aguardaban todavía la llegada de sus aliados teutones o que no habían entrado en Italia por el paso de Brennero sino por el de San Bernardo, más al oeste.

En cualquier caso, allí estaban los cimbrios, en las inmediaciones de Vercelas, una ciudad a media distancia entre las actuales Turín y Milán. Romanos y bárbaros intercambiaron emisarios. Los germanos pidieron de nuevo tierras para establecerse, probablemente las mismas del valle del Po que ocupaban en aquel momento y en las que su invasión debía de haber producido un éxodo masivo.

Mario les ofreció la misma tierra que les había dado a los teutones —una tierra que sería suya para toda la eternidad, añadió sarcástico—. Para demostrar a los cimbrios que había derrotado a sus aliados les mostró a varios de sus caciques, a los que sus hombres traían encadenados. Pese a lo lento de las comunicaciones, resulta extraño que los cimbrios no se hubieran enterado todavía de la derrota de sus aliados.

Tras estas breves y fallidas negociaciones, el caudillo Boyórix desafió a Mario a escoger lugar y día para la batalla, y el cónsul aceptó. La fecha acordada fue el 30 de julio del año 101, tres días después de la entrevista, en una amplia llanura.

Al alba del día elegido, Mario hizo a Catulo desplegar a sus veinte mil hombres en el centro. Él dividió a sus legiones y las repartió en las dos alas, con caballería a ambos lados y tomando para sí el mando del flanco derecho. En cuanto a Sila, formaba en el centro con las tropas de Catulo. En sus memorias, Sila narró esta batalla a su manera; su afán de minimizar el mérito de su enemigo Mario hizo que la versión de los hechos que le llegó a Plutarco fuera bastante tendenciosa, por lo que para entender mínimamente lo que pasó hay que complementar el relato de Plutarco con otros autores como Orosio o Floro.

Era temprano y había bancos de niebla a ras del suelo, lo que no permitía contemplar el campo de batalla en toda su extensión ni el ejército enemigo en toda su magnitud. Aquello beneficiaba psicológicamente a los romanos, que tan solo veían a los bárbaros que tenían frente a sí.

Como antes de cada batalla, se llevaron a cabo sacrificios. Mario prometió una hecatombe a los dioses y, cuando le mostraron el hígado de las víctimas sacrificadas en los auspicios, alzó las manos al cielo y exclamó con voz potente: «¡La victoria es mía!».

Después de eso, la infantería romana empezó a avanzar. No se trataba de un ataque sorpresa, puesto que ambos ejércitos habían acordado batallar. Pero la rapidez y disciplina de los legionarios, que en el caso de las tropas de Mario se habían convertido en rutinas casi mecanizadas, les permitían coordinarse y ponerse en acción con mucha más rapidez que sus enemigos. Los cimbrios no debían de haber tenido tiempo para disponer todas sus unidades, de modo que el ataque romano los pilló con sus filas todavía sin formar y probablemente con muchos guerreros todavía en sus carromatos.

Para detener el avance de la infantería romana, los cimbrios lanzaron a su caballería. Sus jinetes cabalgaban protegidos con escudos blancos y cotas de malla, y cada uno de ellos llevaba dos lanzas arrojadizas y tenía además una espada larga para el combate cuerpo a cuerpo. Tocados con yelmos que representaban cabezas de bestias salvajes y coronados con crestas aladas que los hacían parecer incluso más altos, ofrecían un espectáculo magnífico.

Buena parte del éxito de una carga de caballería contra una tropa de infantería dependía de la intimidación. Si los soldados de las primeras filas vacilaban y retrocedían, se abrían huecos por los que los caballos podían penetrar, y a partir de ese momento los infantes estaban perdidos.

Pero los legionarios aguantaron sin ceder, mientras lanzaban las primeras andanadas de
pila
contra el enemigo. Por su naturaleza, los caballos no embisten contra un objeto sólido, y la pared de escudos romanos lo era en aquel momento. Como solía ocurrir en esas circunstancias, la carga perdió su impulso, los jinetes refrenaron a sus monturas antes de chocar, las hicieron volver grupas y se retiraron.

Esa maniobra en sí no significaba una huida, puesto que la caballería nunca ha sido un cuerpo estático que aguante la posición como la infantería, y en una misma batalla los jinetes podían reagruparse y cargar varias veces. Sin embargo, aquella nube de jinetes cimbrios no encontró suficiente espacio para retirarse de forma organizada, sino que se topó con sus propias filas de infantería, entre las cuales sembró el caos.

Era algo que ocurría en muchas batallas donde la actuación de la caballería acababa siendo contraproducente. A los romanos les había sucedido en 295 en la batalla de Sentino, cuando su caballería huyó de la acometida de los carros galos y trató de refugiarse entre las legiones, lo que estuvo a punto de provocar su derrota.

En aquel momento, las líneas cimbrias, que en otras ocasiones habían aguantado compactas, se rompieron y se convirtieron en una mezcla confusa de unidades de infantería a medio formar y escuadrones de caballería que cruzaban por entre ellas apartándose del inexorable avance de las legiones. Los bancos de niebla empezaban a despejarse y sobre ellos salió el sol, lo bastante bajo para que sus rayos dieran directamente en los ojos de los cimbrios, cuyo frente estaba orientado hacia el sureste, y los deslumbraran.

La primera línea romana cayó sobre los germanos. Esta vez, después de tantas humillaciones y masacres, las tornas cambiaron. La mayor parte de la infantería cimbria cayó combatiendo allí mismo. Un detalle llamativo que cuenta Plutarco es que, para evitar que la primera fila germana se desplomara, en ella formaban sus mejores guerreros unidos por largas cadenas que habían pasado a través de sus cinturones. La historia recuerda a la batalla de las Navas de Tolosa y a la Guardia Negra del califa al-Nasir, que también se había encadenado a estacas clavadas al suelo para formar una muralla alrededor de su tienda. Del mismo modo que los miembros de esa guardia estaban juramentados para proteger con sus vidas al califa, es posible que aquí nos encontremos ante un ritual guerrero, un voto pronunciado ante sus dioses de vencer o morir en el sitio.

Y en el sitio perecieron por millares, como sucedía cuando uno de los bandos contendientes perdía el orden y la moral en plena batalla. Muchos otros guerreros se retiraron hacia su campamento, pero los romanos, decididos a acabar de una vez por todas con la amenaza que los había tenido en vilo más de diez años, los persiguieron.

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