Roma Invicta (69 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

Mientras llevaba a cabo sus campañas en la Galia, César recibía noticias de todo lo que ocurría en Roma. Al comprobar que Clodio le había salido rana, se puso en contacto con Pompeyo para conseguir entre ambos el regreso de Cicerón. A estas alturas, ya en el año 57, Clodio era de nuevo un ciudadano privado, pero sus
collegia
, auténticas bandas de gánsteres, seguían sembrando el terror en la ciudad e impedían cualquier votación que a él no le conviniera.

Pompeyo decidió recurrir al mismo expediente y apoyó a dos de los nuevos tribunos, Sestio y Milón. Este último, especialmente, organizó sus propias bandas, en las que había muchos exgladiadores.

Mientras la sangre corría por las calles de Roma con toda impunidad,
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en verano se propuso de nuevo el regreso de Cicerón. Clodio intentó impedirlo, pero sus matones fueron contrarrestados por los de Milón y la propuesta se aprobó. El 4 de septiembre del 57, Cicerón regresó a Roma y fue recibido como un triunfador.

El beneficiario de la vuelta de Cicerón no fue César, sino Pompeyo. A propuesta del orador, se aprobó un decreto por el que se otorgaba a Pompeyo un mandato de cinco años como procónsul. Resultaba un tanto irregular, porque no era para ninguna provincia en concreto, sino para asegurar el abastecimiento de trigo a la ciudad. Pero en caso de necesidad otorgaba a Pompeyo
imperium
sobre cualquier gobernador provincial…, incluido César en la Galia.

Gracias a eso, Pompeyo volvió al candelero y recuperó popularidad en Roma. A cambio, Craso se sentía celoso de él. A decir verdad, César era el único vínculo entre los dos prohombres, que sentían una profunda antipatía mutua.

Aquel triunvirato extraoficial parecía a punto de romperse. Amén de los roces de Pompeyo y Craso, el creciente prestigio de César no agradaba a Pompeyo, que se consideraba a sí mismo el hombre más grande de Roma. ¿Quince días de acción de gracias cuando a él solo le habían concedido diez? ¿Dónde se había visto algo así?

Aprovechando su vanidad y sus celos, los optimates no dejaban de verter veneno en sus oídos, e incluso le sugerían, como hizo un tal Terencio Culeón, que se divorciara de Julia. Siempre habían despreciado a Pompeyo, un advenedizo del Piceno que había empezado su carrera política sin pasar por el senado. Pero pensaban que a él lo podían controlar mejor que a un patricio como César, de modo que no vacilaban en utilizarlo. Para ello contaban con la mejor herramienta posible: el propio ego de Pompeyo, que era desmesurado.

César era consciente de todo lo que pasaba, e intervenía desde la distancia empleando las riquezas obtenidas en la Galia para sobornar a todo aquel futuro tribuno o magistrado que lo apoyara. Lo que más le preocupaba era que se acercaba el momento en que su mandato se iba a acabar. Cuando eso ocurriera, se convertiría en ciudadano privado cinco años antes de que las leyes de Sila le permitieran presentarse de nuevo al consulado.

Era tiempo más que de sobra para que sus enemigos intentaran juzgarlo y condenarlo, o incluso asesinarlo. César quería una nueva prórroga de su mandato para sentirse más tranquilo. Con tal fin, convocó a Craso a un encuentro en Rávena, una ciudad situada a orillas del Adriático en la provincia de la Galia Cisalpina. Después se reunió con Pompeyo al otro lado de la península, en la pequeña ciudad de Luca, en la costa del mar Tirreno, asimismo dentro de su provincia.

¿Estaba Craso presente en la reunión de Luca? No se sabe a ciencia cierta; pero, en cualquier caso, César habló por su boca, pues le interesaba que los tres llegaran a un acuerdo. Como resultado, Pompeyo y Craso accedieron a presentarse juntos al consulado del año 55. Ambos estaban legalmente capacitados, ya que había transcurrido una década y media desde su anterior consulado conjunto.

César debía contribuir con dinero y votantes a su campaña. A cambio, los nuevos cónsules lo apoyarían para ampliar cinco años su cargo en la Galia. Ellos mismos, cuando dejaran de ser cónsules, recibirían mandatos proconsulares también por cinco años y podrían controlar grandes ejércitos y conquistar nuevas provincias. Quien más interés tenía en esto último era Craso, que envidiaba los logros de sus dos socios y anhelaba el triunfo que se le había negado tras su victoria sobre Espartaco.

En la práctica, el acuerdo de Luca significaba que durante los próximos años prácticamente todas las fuerzas militares de Roma estarían bajo el mando de tres hombres tan solo. Y a juzgar por cómo se había comportado Pompeyo en el pasado y por cómo actuaba en el presente César, dirigiendo las operaciones en la Galia sin consultar con el senado, esas fuerzas obedecerían exclusivamente a los intereses de los triunviros.

Cuando poco a poco se fueron revelando los términos de este acuerdo, muchos senadores se horrorizaron. A Cicerón no le hacía ninguna gracia la situación, pero comprendió que debía doblegarse como una caña al viento si quería sobrevivir política y tal vez físicamente. En mayo del 56, poco después de la reunión de Luca, pronunció un discurso alabando a César por sus conquistas en la Galia. Por fin, dijo, un general se decidía a llevar la guerra a las tierras de los bárbaros en lugar de esperar sus ataques a la defensiva como habían hecho siempre los romanos. ¡Aquello no lo había hecho ni el gran Cayo Mario!

El argumento no era tan descabellado, pues hay que recordar la psicosis colectiva que despertaba la amenaza celta y germana entre los romanos. Merced a la combinación de las presiones de Pompeyo y Craso y la afamada retórica de Cicerón, al final César consiguió lo que quería. No solo se le prorrogó el mando por cinco años más, sino que el senado se comprometió a financiar las legiones que el procónsul había reclutado por su cuenta.

En cuanto a Pompeyo y Craso, también obtuvieron lo que deseaban: ser elegidos cónsules. No sin problemas, cierto es. El magistrado que debía presidir los comicios, Léntulo Marcelino, se negó a aceptar sus candidaturas por estar fuera de plazo. Cuando llegó el momento de las elecciones, se produjeron disturbios callejeros tan graves que hubo que aplazarlas. Obviamente, detrás de esos tumultos estaban los triunviros.

Ya en enero, cuando Léntulo había vuelto a ser ciudadano privado, se llevaron a cabo las elecciones y el
interrex
nombrado para supervisarlas permitió que Craso y Pompeyo se presentaran. Tras nuevas irregularidades y actos de violencia —uno de sus rivales, Domicio Ahenobarbo, fue agredido—, ambos resultaron finalmente elegidos.

Aparte de las normas dictadas a favor de César, Craso y Pompeyo apenas legislaron. Al acercarse el final de su mandato, se les atribuyeron como provincias proconsulares Hispania y Siria. En el sorteo —por llamarlo de alguna forma—, la primera le correspondió a Pompeyo y la segunda a Craso. Este se sentía tan impaciente por conseguir la gloria militar que ni siquiera esperó a que terminara el año para abandonar Roma, y en noviembre del 55 partió hacia Oriente para organizar una gran campaña contra los partos.

En cuanto a Pompeyo, le bastó con saber que disponía de legiones fieles en Hispania, y se dedicó a gobernar la provincia desde Roma. En sentido estricto, desde los suburbios de Roma, porque como procónsul no podía atravesar el recinto del pomerio. Pero eso no suponía ningún óbice, porque cuando era necesario el senado se reunía en el Campo de Marte para que Pompeyo pudiera asistir.

La guerra naval de César

E
n el ínterin, César no había permanecido inactivo. Tras la reunión de Luca, partió hacia Iliria, la provincia que más abandonada tenía. Mientras estaba allí, a finales de la primavera del 56, le llegaron malas noticias de la Galia. El informe provenía de Publio Craso, hijo de su compañero triunviro y uno de los oficiales más capacitados de César, el mismo que le había salvado los muebles en la batalla contra Ariovisto.

El joven Craso y sus tropas estaban invernando en la orilla norte del río Loira, no lejos del Atlántico. Los pueblos del lugar se habían sometido a los romanos y les habían enviado rehenes. Pero cuando Craso despachó como emisarios a Quinto Velanio y Tito Silio para pedirles grano, los vénetos, la tribu más poderosa de la Bretaña francesa, los aprisionaron. Después le dijeron a Craso que, si quería volver a ver a esos hombres, les devolviera sus propios rehenes. Y, por supuesto, que se olvidara de las provisiones y del pacto de sumisión. No contentos con eso, los vénetos incitaron a la rebelión a otras tribus vecinas, como los osismos y los coriosolitas.

César comprendió que no podría derrotar a aquellos enemigos de la misma forma en que había vencido a helvecios, germanos o belgas. Al igual que los atenienses del siglo
V
, los vénetos basaban su influencia en la región en que poseían una flota muy poderosa, y además controlaban los escasos puertos de aquella costa tan poco acogedora. Siendo un pueblo marinero, César sabía que no querrían enfrentarse en campo abierto contra sus legiones. Por otra parte, le era imposible cortar sus líneas de suministro para obligarlos a combatir por la pura fuerza del hambre, ya que podían recibir provisiones por mar desde otros lugares de la Galia o desde Britania, isla con la que mantenían un floreciente comercio.

A sabiendas de que esta campaña iba a resultar diferente, César despachó mensajeros para ordenar que se construyera una flota en el río Loira y que se reclutaran marinos, pilotos y remeros en la Provincia. Asimismo impartió instrucciones a sus legados: Craso debía llevar doce cohortes a Aquitania para evitar que sus habitantes mandaran refuerzos a los galos; Labieno seguiría controlando a los belgas y vigilando la frontera de Rin con el fin de impedir invasiones germanas; y el legado Titurio Sabino se dirigiría a Normandía para atacar a los coriosolitas y otras tribus locales.

César en persona tomó el mando de las demás tropas y atacó a los vénetos en su territorio, situado en los alrededores del golfo de Morbihan, una especie de mar interior no muy lejos de los famosos megalitos de Carnac.

La campaña, como había previsto, resultó desesperante. Los poblados de los vénetos solían estar situados en promontorios o penínsulas casi inexpugnables. En este punto, César habla de las mareas para sus lectores y oyentes itálicos, puesto que en el Atlántico son mucho más fuertes que en el Mediterráneo. Con pleamar resultaba imposible acercarse a pie a las fortalezas de los vénetos; pero si se intentaba acceder con trirremes y la marea retrocedía, las naves se quedaban estancadas en los bajíos.

Para contener esas mareas, los ingenieros de César construían enormes terraplenes. Esta ingente tarea, no obstante, acababa siendo inútil: en el momento en que los vénetos veían que sus fortalezas estaban a punto de ser asaltadas, recogían sus posesiones y sus víveres, se embarcaban con ellas y sus familias y se dirigían a otro poblado.

Así transcurrió el verano de una forma harto frustrante para César, que aguardaba la llegada del grueso de la flota que se estaba construyendo en el Loira. Sin embargo, los combates con las pocas naves de guerra de las que disponía le hicieron sospechar que cuando llegaran las demás iba a tener problemas.

Los romanos estaban armando su flota al estilo griego y fenicio, con trirremes y quinquerremes de bordo bajo, más adecuados para el Mediterráneo que para el Atlántico. En cuanto se levantaba una marejada más fuerte, el agua inundaba la cubierta. Además, los barcos romanos dependían para maniobrar de los remos; pero manejar estos de forma coordinada era una tarea complicada que se convertía en imposible si las aguas se picaban y los bandazos hacían que buena parte de los remos azotaran el aire en lugar del agua.

En cambio, los navíos de los vénetos se desplazaban usando únicamente las velas, y tenían costados tan altos que era imposible tomarlos al abordaje; además, sus tripulantes podían disparar cómodamente desde arriba contra los enemigos. Por otra parte, sus cascos estaban fabricados con planchas de roble tan resistentes que los espolones de los barcos romanos apenas les hacían cosquillas.

En general, debido a que estos navíos tenían que soportar el embate de los vientos y las olas del Atlántico, toda su construcción era más sólida, con velas de cuero y no de lino y con grandes anclas atadas por cadenas en lugar de por sogas. Otra ventaja adicional era que, a pesar de la altura de sus bordos, esos barcos tenían el fondo prácticamente plano, por lo que podían navegar por aguas muy someras en las que los trirremes y quinquerremes embarrancaban.

A finales del verano apareció por fin la flota del Loira, mandada por Décimo Bruto. Al verla, los vénetos decidieron plantar batalla, puesto que se sentían en su elemento, y se hicieron a la mar en la bahía de Quiberón con su propia armada, formada por doscientos veinte barcos.

Como ya hemos dicho, las tácticas de abordaje o embestida, las únicas que se practicaban en el Mediterráneo desde hacía siglos, resultaban inútiles contra los sólidos navíos de los vénetos. Pero César y sus hombres le habían dado muchas vueltas a la cuestión y habían comprendido que aquellos barcos tenían un único punto débil: dependían por completo del viento. Por eso habían fabricado larguísimas pértigas provistas de hoces afiladas en sus extremos, parecidas a las llamadas
falces murales
que se utilizaban en los asedios para arrancar piedras de las murallas.

Cuando se trabó el combate y las naves de vénetos y romanos se acercaron unas a otras, los hombres de César empezaron a extender esos largos ganchos por encima de sus bordas para alcanzar las jarcias que sostenían las velas. Una vez que hacían presa, tiraban con fuerza o directamente ciaban —remaban hacia atrás, para entendernos— y cortaban los aparejos.

Poco a poco, la batalla se decantó a favor de los romanos ante los ojos de César, que observaba desde la costa igual que Jerjes había hecho en Salamina, aunque con más suerte. Con las jarcias cortadas, las velas caían flácidas y las naves de los vénetos se quedaban paradas. Los barcos romanos las rodeaban como pirañas y sus hombres tendían escalas para abordarlas como si fueran murallas.

Cuando los vénetos vieron que varios de sus barcos sufrían este destino, intentaron retirarse. Pero en ese momento dejó de soplar el viento —empezaba a caer la tarde—, y los trirremes y quinquerremes romanos pudieron alcanzar a los veleros que tantas veces los habían burlado. Muy pocos navíos vénetos lograron escapar.

Después de más de diez horas de lucha, la flota romana había alcanzado una sufrida victoria. César pudo añadir a su hoja de méritos, cada vez más extensa, que había prevalecido también en una batalla naval contra una tribu de expertos marinos, aunque él no hubiese participado personalmente en la acción.

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