Roma Invicta (72 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

Por otra parte, el rey britano había ordenado un ataque por sorpresa en la playa para destruir las naves romanas, pero también acabó en fracaso. Desanimado, Casivelauno pidió la paz utilizando a Comio como mediador. César le exigió rehenes y un tributo anual que debía enviar a la Galia, y también le ordenó que dejara de atacar a las tribus del norte del Támesis que lo habían ayudado en aquella breve guerra. No reclamó más, porque tenía prisa por marcharse. Se acercaba el otoño —había comprobado que allí incluso el verano parecía a ratos invierno, así que prefería no aguardar a que el tiempo empeorase— y además le habían llegado informes preocupantes de la Galia.

El regreso no estuvo libre de dificultades, de nuevo por vientos adversos. Con todo, el ejército logró llegar incólume a la Galia.

Después de aquella breve invasión, no está muy claro que el tributo prometido llegara nunca. Las legiones romanas no volvieron a plantar sus cáligas en la isla hasta el año 43 d.C., cuando el emperador Claudio se decidió a conquistarla.

Así pues, ¿qué sacó César de sus dos campañas en Britania? Pese a los prisioneros que se llevó de la isla para vender como esclavos, lo más probable es que perdiera dinero.
[41]
Su intención era más bien ganar prestigio. Así lo demuestra en el libro quinto de sus
Comentarios
, donde en mitad de la campaña contra Casivelauno hace una larga digresión sobre la geografía de Britania y las costumbres de sus habitantes, sabiendo que ese tipo de relatos de viajes con detalles exóticos eran muy del gusto de los lectores. Gracias a aquel viaje a tierras remotas, César se había rodeado de esa aura de grandeza que se había atribuido a sí mismo Pompeyo y que los relacionaba a ambos con la figura casi mítica del gran Alejandro.

Si César pretendía aventajar a Pompeyo ante la posteridad, lo cierto es que acabó consiguiéndolo. Casi dos siglos después, Plutarco escribiría una serie de biografías en las que emparejaba a personajes griegos y romanos, las llamadas
Vidas paralelas
. A Pompeyo le tocó verse comparado con Agesilao, un rey espartano de grandes virtudes militares, pero que vivió en la época en que Esparta entraba en declive. En cambio, a César le correspondió el honor de compartir el puesto con Alejandro, lo que implicaba que Plutarco lo consideraba el más grande de los romanos. De enterarse, Pompeyo se habría removido en su tumba.

La razón no fue, desde luego, aquella conquista
interrupta
de Britania. Pompeyo y César se verían las caras más adelante. Pero antes César tuvo que enfrentarse a la situación más difícil que había vivido como procónsul.

La situación a su regreso a la Galia era preocupante. El asesinato de Dumnórix había provocado indignación entre los eduos y muchas otras tribus. Por otra parte, el 54 había sido muy seco en aquellas tierras, por lo que la cosecha para el invierno era mucho menor que otros años. También es posible que las guerras recientes hubieran influido negativamente en la agricultura por la devastación de los campos y la muerte de muchos campesinos.

Al haber tan poco trigo, César tuvo que dispersar a sus legiones, acampándolas en cuarteles de invierno muy separados: era la única forma de que no esquilmaran una zona y condenaran a sus habitantes a la inanición. Con todo, el hambre fue una de las razones que provocó la revuelta.

César se encontraba con más problemas, personales y políticos al mismo tiempo. En agosto, mientras combatía en Britania, su hija Julia había muerto al dar a luz a un bebé que tampoco sobrevivió. Como romano del siglo
I
a.C., César era tan consciente como todos sus contemporáneos de la fugacidad de la vida, pues la mortalidad era muy alta y, por unas razones u otras, resultaba muy frecuente que padres y madres enterraran a sus hijos. A veces incluso a todos ellos, como le había ocurrido a Cornelia, la madre de los Graco.

No obstante, la joven Julia era la única hija de César, por lo que la pérdida le debió doler aún más. También su marido, Pompeyo, sufrió mucho por su muerte. Como cuenta Plutarco, muchos lo criticaban porque pasaba más tiempo con ella recorriendo Italia que atendiendo a las legiones que tenía en sus dos provincias de Hispania. El biógrafo señala como un hecho llamativo que la joven Julia, que debía de tener veinticinco o treinta años menos que Pompeyo, estuviese tan enamorada de él. Aunque luego añade dos motivos posibles: que Julia le estuviera agradecida porque él siempre le fue fiel —algo que no podría haber dicho ninguna mujer de su padre—, o que se sintiera atraída por la naturaleza galante de Pompeyo, que alguien como la célebre cortesana Flora podía atestiguar (
Pompeyo
, 53).

Aparte del dolor que ambos sentían, estaban los graves inconvenientes políticos. El matrimonio entre la élite romana, con amor o sin él, servía casi siempre para establecer alianzas. La de Pompeyo y César empezaba a resquebrajarse. Aunque da la impresión de que ambos, por su talante, simpatizaban cuando se trataban en persona, ahora había muchos kilómetros de por medio entre ellos. A Pompeyo le llegaban por una parte las hazañas de César —seguramente refunfuñaba al oírlas «No es para tanto comparado con lo que yo hice»—, y por otra parte los enemigos de César no dejaban de envenenar sus oídos para encizañarlo.

La muerte de Julia no hizo sino agravar la situación. César intentó recomponer la alianza enseguida, proponiéndole que se casara con su sobrina nieta Octavia, cuyo hermano se convertiría en el emperador Augusto. Pero Pompeyo se negó, y en su lugar contrajo matrimonio con la hija de Quinto Metelo Escipión, miembro destacado de la facción de los optimates y enemigo irreconciliable de César.

Las desgracias personales de César no se quedaron aquí. Por las mismas fechas falleció también su madre Aurelia, a la que siempre había estado muy unido. Era ella, con sus influencias familiares, la que le había salvado la vida durante las proscripciones de Sila y también quien había movido hilos para que se convirtiera en
pontifex maximus
, el primer gran salto de prestigio en su carrera.

La primera revuelta de la Galia

C
omo acabamos de comentar, la mala cosecha del año anterior había obligado a César a separar mucho sus legiones. A sabiendas de que esa dispersión era peligrosa y de que reinaba el descontento en la Galia, decidió quedarse en ella en lugar de viajar a la Cisalpina como otros años, al menos hasta que supiera que todas sus unidades se habían instalado en sus cuarteles de invierno.

Una de las legiones, la Decimocuarta, estaba acampada con otras cinco cohortes en Bélgica, en el territorio de los eburones, cerca de la ciudad de Aduatuca. Al mando de aquel fuerte se hallaban dos legados llamados Aurunculeyo Cota y Titurio Sabino.

En teoría no parecía muy acertado instalar a una de las legiones con menos experiencia en territorio belga, poblado de pueblos levantiscos. Pero los eburones no eran una tribu demasiado importante ni se habían mostrado particularmente agresivos hasta entonces, y estaban entre los primeros que habían entregado rehenes a César.

En aquel entonces los dos principales caudillos de los eburones eran Ambiórix y Catuvolco. Un líder de la tribu de los tréveros llamado Induciomaro, que estaba resentido contra César, llevaba tiempo conspirando entre los jefes de diversas tribus para organizar una revuelta. Por fin, convenció a Ambiórix, que se puso de acuerdo con él para prender la mecha atacando a aquella legión y media acantonada en su territorio. Tal como lo presenta César, todo parece cuestión de las élites, pero lo cierto era que los galos en general tenían razones para sentirse hartos de la presencia romana. El propio César lo comprendía, pues hablando sobre la guerra de los vénetos había comentado que «por naturaleza todos los hombres se esfuerzan por la libertad y aborrecen ser esclavos» (
BG
, 3.10).

Ambiórix empezó mandando a sus guerreros contra una partida de romanos que habían salido a cortar leña, y después los lanzó en masa contra el campamento. Los romanos lograron rechazarlos en aquella primera ofensiva; como, por otra parte, cabía esperar.

Ambiórix pidió una tregua para parlamentar. Cuando Sabino y Cota le enviaron emisarios, el caudillo eburón les explicó que la culpa de aquel ataque no era suya, sino que otros líderes le habían obligado a atacarlos como parte de una gran conspiración que afectaba a la Galia entera. Mezclando mentira y verdad, un truco que suele funcionar por desconcertante, añadió que pronto llegarían a la región tropas germanas de refuerzo. Lo mejor que podían hacer Sabino y Cota era retirarse con sus hombres a un lugar más seguro, junto a las legiones de Labieno o las de Quinto Cicerón, que estaban acampadas a unos ochenta kilómetros de allí. Ambiórix les juró personalmente que les daría un salvoconducto a través del territorio de los eburones.

Sabino y Cota convocaron un consejo con los tribunos y centuriones para discutir el asunto. Pronto se vio que sus opiniones diferían. Mientras que Cota se mostró partidario de quedarse en el campamento hasta que recibieran órdenes de César, Sabino aseguró que era muy peligroso quedarse allí: si los germanos de más allá del Rin se unían a las tribus locales, estaban perdidos.

Finalmente, Sabino convenció a los demás argumentando que si el peligro era real, su única opción de salvarse era huir de allí; en cambio, si la supuesta conspiración era mentira, no correrían ningún peligro al dirigirse a los campamentos de las otras legiones.

Después de recoger sus pertrechos, los romanos partieron al amanecer. Contando con los jinetes hispanos que acompañaban a las quince cohortes y con los auxiliares, debían de ser entre seis mil y ocho mil hombres.

Como era de temer, la oferta del servicial Ambiórix encubría una traición. Los eburones se habían emboscado entre la espesura en un punto angosto del camino, a unos tres kilómetros del campamento. Cuando los romanos empezaron a atravesar aquel estrecho valle, los galos aparecieron por ambos lados y los rodearon.

Para agravar las cosas, los legados no se pusieron de acuerdo ni siquiera en aquel momento. Sabino intentó buscar a Ambiórix para pedirle una tregua, pero cuando se acercó a él confiando en su palabra, los enemigos lo cercaron. Según Dión Casio, Ambiórix hizo que le quitaran las armas y la ropa y, una vez desnudo, le clavó una lanza (40.6). Alguien podría haberle recordado a Sabino el refrán: «Si me engañas una vez, la culpa es tuya; si me engañas dos, la culpa es mía».

En cuanto a Cota, aunque el proyectil de una honda lo había golpeado en plena cara, organizó a sus hombres a la desesperada en un círculo defensivo. Al final, cuando ese círculo estaba roto por todas partes, los galos cargaron para luchar cuerpo a cuerpo. La mayoría de los romanos cayeron en aquel asalto, incluido Cota. Unos cuantos lograron escapar y se refugiaron en el campamento. Allí muchos decidieron que la situación era insostenible y se dieron muerte. Otros huyeron en la oscuridad de la noche y, después de un largo y peligroso viaje por senderos agrestes, llegaron hasta el campamento de Labieno, donde contaron lo sucedido.

Cerca de seis mil hombres yacían muertos entre aquel valle y el campamento cercano. Era el mayor desastre militar que había sufrido César en su carrera. Su texto carga casi todas las culpas sobre Sabino y exculpa a Cota y, sobre todo, a los centuriones cuyo heroico comportamiento describe con detalle, como el de uno de ellos que murió cuando trataba de salvar a su hijo rodeado por enemigos.

Sin embargo, Sabino había tenido actuaciones brillantes en el pasado contra los nervios o los vénetos. ¿Lo usó César como chivo expiatorio, ya que no estaba vivo para poder defenderse y tampoco tenía parientes poderosos en el senado que protestaran contra el relato de su final? Es una posibilidad.

Como responsable de esas tropas, la derrota era de César, cuya aura de general invencible presentaba de pronto una muesca, y no pequeña: una legión y media aniquilada; un águila y muchos más estandartes en poder de los enemigos. Si bien él no había estado presente, se puede argumentar que había hecho mal otorgando un mando dividido a dos legados sin dejar claro quién estaba por encima de quién, o asignando a una zona peligrosa una legión con tan poca experiencia como la Decimocuarta.

Exultantes por el triunfo, Ambiórix y los suyos se dirigieron a buscar apoyo a las tierras de los atuatucos y de los nervios. Estos fueron los primeros en imitar el ejemplo de Ambiórix (lo que, de paso, demuestra que no habían sido borrados del mapa tras la batalla del río Sabis). En el territorio nervio estaba acampada una legión cuyo número se ignora; se sabe que la mandaba Quinto Cicerón, a quien César había nombrado legado en el año 55 como parte de su campaña para ganarse el apoyo de su hermano, el famoso orador.

Quinto, al igual que su hermano, no era ningún entusiasta de la vida militar y prefería dedicar su tiempo a la literatura. De hecho, según contó en una carta, durante su campaña gala compuso cuatro tragedias, entre ellas una
Electra
. El hecho de que escribiera las cuatro en tan solo dieciséis días sugiere que su calidad literaria no debía de ser excelsa y probablemente explica por qué no se han conservado.

Los nervios, ayudados por varias tribus aliadas, intentaron asaltar el campamento de Cicerón aprovechando que la noticia de la traición de Ambiórix todavía no había llegado. A pesar de todo, los romanos lograron repeler la ofensiva. Después de aquello, Cicerón seguramente pensó que sus atacantes, confirmando los prejuicios romanos sobre celtas y germanos, se aburrirían y se retirarían.

Pero esta vez no ocurrió así: igual que los romanos copiaban tácticas y armas de sus enemigos, estos aprendían de los romanos. Los nervios empezaron a abrir zanjas cavando con las espadas y usando sus mantos a modo de cestas para transportar la tierra. Cuando quisieron darse cuenta, los romanos estaban sitiados por un enemigo mucho más numeroso que ellos.

En esta crisis, Quinto Cicerón demostró que era un hombre valioso y organizó la defensa con energía. En la primera noche, los romanos levantaron ciento veinte torres de madera para reforzar la muralla, que no estaba terminada todavía. Dichas torres se hallaban separadas entre sí por unos treinta metros, lo que permitía un alcance eficaz a los proyectiles disparados desde arriba para no dejar puntos ciegos en la empalizada.

Al día siguiente, los galos lanzaron otro ataque reforzado por más efectivos, y los romanos volvieron a rechazarlo. Insistieron al otro día, y al otro, y durante varias jornadas se repitió la misma rutina para los romanos: de día combatían y de noche, en lugar de descansar, trabajaban sin cesar. Los soldados afilaban estacas y
pila muralia
al fuego, levantaban más altas las torres, reforzaban los terraplenes con protecciones de madera y mimbre y reparaban los daños en las defensas.

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