La idea de César era mostrar solo hechos prácticamente desprovistos de opiniones. Con eso conseguía ofrecer impresión de objetividad, aunque por supuesto no alcanzaba la objetividad real, un ideal imposible. Al seleccionar qué hechos contaba u ocultaba, en cuáles ponía el foco y cuáles quedaban en segundo plano, César no dejaba de llevar a sus lectores por donde quería. Pensemos, por ejemplo, en la forma en que echó la culpa a Considio por haber confundido a los hombres de Labieno con guerreros enemigos en aquella colina.
Como buen líder popular que quería que su obra llegara al corazón de las clases sociales más humildes, César destacó a propósito mucho más el papel de la tropa y de los centuriones (especialmente estos) que el de los tribunos y legados que pertenecían a los órdenes ecuestre y senatorial. Asimismo, mientras que él era siempre
Caesar
, en tercera persona, los soldados eran
nostri
, «los nuestros», en primera persona del plural. Cuando en las lecturas públicas los ciudadanos de Roma y de otros lugares de Italia escuchaban en relatos de victoria ese posesivo, «los nuestros», se emocionaban y se identificaban con aquella guerra que se libraba en el lejano norte.
Se ha discutido mucho hasta qué punto podemos confiar en lo que nos cuenta César. Sin duda, manipulaba la verdad como habría hecho cualquier otro, y probablemente se mentía a sí mismo más de una vez y se disculpaba ante sus propios ojos. Ahora bien, hay que tener en cuenta que sus
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se leían y se escuchaban en Roma. Allí había tribunos y legados que habían participado en algunas de sus campañas y podían contar de primera mano lo que habían vivido en la Galia. También se recibían muchas cartas de soldados, centuriones y oficiales que escribían a sus familiares. Si César hubiera contado mentiras palmarias, cambiando las derrotas por victorias, inventándose campañas o multiplicando por diez el número de enemigos, lo habrían dejado en evidencia al instante. Eso quiere decir que podemos estar seguros de que lo que cuenta César ocurrió en realidad, y que ocurrió más o menos como él lo narra, aunque a menudo haya que leer entre líneas.
Con
La guerra de las Galias
disfrutamos de una ventaja enorme sobre otro tipo de fuentes históricas, como Apiano o Plutarco: se trata del relato de alguien que lo vio todo con sus propios ojos. Y no solo eso, sino que estuvo en el meollo de todas las decisiones, porque
él
era ese meollo.
Pensemos en otros autores como Heródoto. Cuando el llamado «padre de la historia» escribía sobre las decisiones que tomaban los generales griegos, lo que contaba a menudo no eran más que las conjeturas que hacían los soldados sobre lo que sucedía, una especie de «radio macuto» convertido en historia porque el autor no disponía de otras fuentes a mano.
Con César es muy distinto. Él era el general que tomaba las decisiones y presidía los consejos, y el que desplegaba las legiones en el campo. Él estuvo allí, contemplando con sus propios ojos la batalla del río Sambre o el sitio de Alesia. Si además resulta que era un hombre excepcionalmente inteligente que sabía separar la paja del grano y organizar las ideas con claridad y elegancia sin caer en tentaciones retóricas, ¿qué más se puede pedir?
Está claro que hay que estudiar sus
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con ojo crítico. Pero, al mismo tiempo, debemos dar gracias de que nos hayan llegado prácticamente intactos, pues son un auténtico tesoro. En el vasto campo de ruinas que es la literatura grecorromana, ojalá tuviéramos más monumentos intactos como
La guerra de las Galias
.
D
urante el invierno, mientras componía el primer libro de sus
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y gobernaba sus provincias, César recibió informes preocupantes de Labieno: los belgas, los más belicosos de los habitantes de la Galia, consideraban una provocación que las legiones invernaran en el territorio de los secuanos y estaban haciendo preparativos bélicos para prevenir una posible invasión de su territorio.
Una profecía de autocumplimiento, pues esos preparativos fueron la excusa para que César los invadiera. El motivo pretextado era el de casi siempre en esos casos: proteger las fronteras. Para ello, Roma procuraba tener al otro lado de ellas a pueblos aliados a modo de colchón. Pero, como también había que proteger a esos
socii
para que el colchón no se desinflara, los romanos se internaban en su territorio para guerrear contra los enemigos que los amenazaban.
Lo malo para los pueblos amigos y antaño independientes era que, una vez que las legiones se plantaban en un sitio, no solían retroceder. Pasado un tiempo, como quien no quiere la cosa, los aliados descubrían que ya se encontraban dentro del territorio romano y que las fronteras se habían desplazado más lejos. Por supuesto, había que preservar los nuevos límites, pactar alianzas con otros pueblos, protegerlos de los agresores, mover de nuevo las legiones… Un proceso de nunca acabar que solo se detenía ante obstáculos físicos insalvables, como el Sahara, o cuando Roma topaba con enemigos duros de roer, como el imperio parto en el este.
En ese sentido, César no se comportó de manera muy distinta a otros generales antes que él. Lo que los diferenció a Pompeyo y a él fue la enorme escala de sus conquistas. Pero quienes lo atacaban en Roma no lo hacían porque pensaran que era un despiadado imperialista, sino porque eran enemigos personales suyos y no soportaban que fuese él quien estuviese adquiriendo poder, riqueza y gloria en una escala tan desaforada.
A finales del invierno, César envió por delante a sus dos nuevas legiones para que se unieran al resto del ejército, bajo el mando del legado Quinto Pedio. Al no estar autorizadas por el senado, era él quien las pagaba: eso demuestra que en un solo año de campaña había conseguido botín suficiente como para que sus problemas financieros se convirtieran en un recuerdo del pasado. A partir de ahora, César podía hablar de tú a tú a sus aliados Craso y Pompeyo.
Él mismo permaneció en la Cisalpina hasta que llegó la primavera y supo que disponía de forraje para la caballería sobre el terreno. Después viajó hasta Vesontio para asumir el mando de sus legiones y las llevó a marchas forzadas hacia el territorio belga, al que llegó en dos semanas. Tenía en aquel momento entre treinta y dos mil y cuarenta mil soldados, más tropas auxiliares de caballería, y también arqueros númidas y cretenses y honderos baleares.
El ejército que habían congregado las diversas tribus belgas era inmenso, tanto que las hogueras de su campamento se extendían más de trece kilómetros. Durante unos días, romanos y belgas se miraron a distancia. En ese tiempo se produjeron algunas escaramuzas de caballería, y también una refriega más generalizada cuando los belgas intentaron destruir el puente que cruzaba el río Aisne (un afluente del Sena), lo que habría cortado la línea de suministros de César.
El intento fracasó, y los belgas sufrieron muchas bajas. A esas alturas les resultaba imposible mantener reunido un ejército tan grande, pues ya no tenían provisiones. Una de las grandes ventajas de los romanos sobre la mayoría de sus enemigos era, precisamente, que podían mantener sus ejércitos movilizados durante mucho más tiempo que ellos gracias a una meticulosa organización logística.
Así pues, los belgas decidieron dividirse por tribus y regresar cada una a su territorio para aguardar acontecimientos. Cuando los romanos atacaran a alguna tribu, las demás acudirían en su ayuda. Decidido esto, emprendieron la retirada.
Al principio, César no se creyó lo que pasaba, pensando que le tendían una trampa. Pero después los exploradores le confirmaron que los belgas se estaban retirando sin plantar emboscadas y sin demasiadas precauciones. César envió tras ellos a Labieno con la caballería y tres legiones, y la retaguardia belga sufrió muchísimas bajas aquel día.
Después de eso, las legiones siguieron a marchas forzadas el curso del río Aisne. Primero atacaron a los suesiones en su fortaleza de Novioduno: al ver las máquinas de guerra de los romanos, los suesiones se impresionaron tanto que se rindieron al instante. A continuación se dirigieron contra los belóvacos, que se sometieron asimismo entregando seiscientos rehenes. El tercer pueblo al que sojuzgaron fueron los ambianos. Todo eso lo hicieron con tal rapidez que ninguna tribu pudo acudir en auxilio de las demás.
Posteriormente, César se dirigió al noroeste. Allí se encontraban los nervios, que se habían aliado con los atrebates y los viromanduos y tenían al menos sesenta mil guerreros. Según César, los nervios eran los más belicosos de los belgas porque tenían prohibido a los comerciantes itálicos adentrarse en su territorio y no compraban vino ni otros productos de lujo «ya que creían que estas cosas ablandaban sus espíritus y debilitaban su valor» (
BG
, 2.15). El geógrafo Estrabón los consideraba un pueblo germano más que galo.
Tras una marcha de tres días, César supo que se hallaba a unos catorce kilómetros del río Sabis y que los nervios y sus aliados se encontraban al otro lado, en su orilla sur. La mayoría de los investigadores identifican este río con el Sambre, aunque otros sugieren el Selle. En cualquier caso, los belgas estaban aguardando a los romanos, y para evitar una matanza entre sus familias como las que habían sufrido los helvecios o los germanos de Ariovisto, habían enviado a sus mujeres y niños a una zona pantanosa prácticamente inaccesible.
La inteligencia militar siempre funcionaba en doble sentido. Del mismo modo que César averiguó datos sobre los nervios mediante sus espías, los nervios disponían de informadores entre las filas de César. Gracias a eso sabían que los romanos solían viajar en una larga columna en la que cada legión marchaba seguida por su propia impedimenta. Eso significaba que cada unidad estaba separada de las demás por cierta distancia. El plan que sugirieron aquellos informantes era sencillo: en cuanto apareciese la primera legión del convoy, la atacarían y saquearían sus provisiones antes de que las demás tuvieran tiempo de acudir en su ayuda.
Aunque César todavía ignoraba que tenía espías entre sus filas, al acercarse al río Sabis ordenó modificar el orden de marcha, tal como se hacía siempre cuando había enemigos cerca. En lugar de avanzar legión por legión con carros y acémilas entre unidades, las seis legiones con experiencia de combate viajaban delante con la impedimenta mínima, seguidos por el tren de suministros y las dos legiones bisoñas, la Decimotercera y la Decimocuarta.
Los nervios se encontraban al otro lado del río, pero ocultos de la vista por una densa espesura que empezaba a unos doscientos metros del Sabis. Además, los romanos se acercaban por una zona sembrada de abatidas, barreras a medias naturales y a medias artificiales que los nervios habían levantado con arbolillos jóvenes doblados y atados entre sí, y reforzados con zarzas y matorrales. Aquellos bardales tapaban la vista, evitaban las incursiones de la caballería enemiga —pues los nervios confiaban únicamente en su infantería—, y de paso conducían a los posibles invasores por donde ellos querían.
Se acercaba el final del día, de modo que César escogió para acampar una colina en la orilla opuesta del río. Aunque no sabía que el grueso de los nervios se ocultaba en el bosque, sí sospechaba que había enemigos cerca. Por eso envió a la caballería y a la infantería ligera al otro lado del Sabis, que apenas cubría un metro en aquella zona, con el fin de que formaran una barrera protectora mientras las seis legiones ascendían la ladera del monte y empezaban a construir el campamento.
Unos cuantos grupos de jinetes nervios salieron de entre los árboles y se dedicaron a combatir contra los romanos, lanzando ataques rápidos y retirándose enseguida hacia la espesura. Pero ni la caballería ni la infantería ligera de César picaron el anzuelo, pues sabían que internarse entre aquellos árboles podía ser peligroso.
Mientras tanto, las seis legiones que marchaban por delante empezaron a construir el campamento. Como era habitual, dejaron sus
furcae
con la impedimenta en el suelo y también los escudos, bien guardados en sus fundas de piel, y se dedicaron a excavar, apilar tierra y clavar estacas para levantar la empalizada.
Aunque César no lo deja claro, da la impresión de que no sospechaba que el grueso de los enemigos se encontraba tan cerca, y que pensaba que aquellos escuadrones de caballería que estaban peleando contra sus hombres en la orilla del río no eran más que avanzadillas enviadas para hostigar. Por eso se confió en exceso, y en lugar de plantar dos líneas defensivas delante de una tercera trabajando como había hecho ante los germanos de Ariovisto, ahora tenía prácticamente a todos sus hombres cavando trincheras. Uno de los principios tácticos de César era actuar siempre muy deprisa para adelantarse a los enemigos, pero en esta ocasión la rapidez se convirtió en precipitación e imprudencia.
El hecho de que no sospechara que había decenas de miles de guerreros agazapados entre los árboles demuestra que los belgas sabían mantener una admirable disciplina, equiparable a la de los hombres de Aníbal en la batalla del lago Trasimeno. Al parecer, su jefe Boduognato se había empeñado en su plan original, atacar el tren de suministros, aunque este no había aparecido detrás de la primera legión como esperaban. Por fin, en cuanto vieron cómo se acercaba escoltado por las dos legiones nuevas, dieron la señal de cargar y salieron de entre los árboles, pero no en tropel, sino organizados por unidades.
Del bosque al río había, como hemos dicho, apenas doscientos metros que los atacantes debieron cubrir en menos de un minuto. Desde la colina, César vio cómo un enjambre de enemigos bajaba hacia el Sabis entre gritos de guerra. Su caballería y su infantería, sin ofrecer tan siquiera una resistencia simbólica, huyeron despavoridos. Como dice César recurriendo a un polisíndeton muy expresivo para recalcar la celeridad de aquella ofensiva, «casi al mismo tiempo los enemigos fueron vistos en el bosque y en el río y ya ante nosotros» (
BG
, 2.19).
Normalmente, los generales romanos organizaban sus filas antes de la batalla. Aunque cada legionario sabía dónde debía acudir —allí donde se alzaba el estandarte de su unidad—, colocarse en posición siempre llevaba su tiempo.
Ahora no lo tenían. No hubo despliegue cuidadoso, ni sacrificios a los dioses ni arengas. «César tenía que hacerlo todo simultáneamente: levantar el estandarte para dar la orden de acudir a las armas, dar la señal con las trompetas, llamar a los soldados que se habían alejado en busca de material para el terraplén, formar las líneas, arengar a los soldados e indicar la contraseña» (
BG
, 2.20).