Debería haberlo seguido parte de la caballería, un refuerzo indispensable para explorar un territorio desconocido. Sin embargo, el tiempo cambió de súbito y las dieciocho naves que llevaban a los jinetes se quedaron atrás.
A mediodía, las naves romanas se acercaron a Dover, pero no pudieron atracar en su puerto natural porque los acantilados blancos que lo rodeaban estaban plagados de millares de guerreros britanos con evidentes intenciones hostiles. La flota siguió costeando unos diez kilómetros hacia el norte, en busca de una pequeña playa que había localizado Cayo Voluseno, un oficial al que César envió días antes como explorador.
Cuando llegaron allí, se encontraron con que los guerreros de los acantilados los habían seguido. Sus jinetes y sus carros de combate, las tropas más rápidas, estaban ya en la playa aguardando a los romanos y dispuestos a combatir.
Las naves de transporte de César tenían tanto calado que no tardaron en embarrancar a cierta distancia de la orilla, donde todavía cubría bastante. Cuando los primeros soldados empezaron a desembarcar, comprobaron que el agua les llegaba literalmente hasta el cuello y que estaban casi indefensos ante los proyectiles que les disparaban los britanos. Como era de esperar, al ver lo que ocurría con sus compañeros, los demás legionarios se mostraron bastante remisos a saltar por la borda para afrontar una muerte segura.
Temiendo un fracaso que lo dejaría en ridículo, César ordenó a sus naves de guerra, cuyo calado era menor, que se acercaran a la orilla. Los soldados que viajaban en cubierta empezaron a disparar sus hondas y arcos y, sobre todo, las mortíferas piezas de artillería, dotadas de una precisión, un alcance y una potencia como los britanos no habían visto en su vida. Los proyectiles obligaron a recular a los defensores de la costa, dejando libres los primeros metros de la playa.
No obstante, los soldados seguían reacios a atacar. En ese momento el portaestandarte de la Décima legión llevó a cabo uno de esos gestos heroicos que quedan para la historia. Tras pedir a los dioses su bendición, se encaramó a la borda y exclamó: «¡Saltad, soldados, si no queréis que vuestra águila caiga en manos de los enemigos! ¡Pues yo pienso cumplir mi deber para con la República y mi general!».
Dicho esto, el portaestandarte saltó del barco y, chapoteando entre el agua y la espuma mientras levantaba el águila por encima de su cabeza, avanzó en solitario hacia los britanos. Los hombres de la Décima no podían consentir que su símbolo cayera en manos del enemigo, pues eso habría significado la mayor desgracia posible para su unidad, de modo que por fin se decidieron a lanzarse por la borda y corrieron hacia la playa.
La batalla que se libró a continuación fue caótica y sangrienta, pues los soldados se congregaban en torno al primer estandarte que veían, fuera el suyo o no, como había ocurrido en la batalla del Sabis. Los britanos, por su parte, atacaban a los grupos aislados cargando contra ellos con sus caballos y carros, disparando sus venablos y retirándose al instante. No obstante, poco a poco los legionarios fueron trabando escudos y formando una línea de combate, y tras sufrir bastantes bajas lograron poner en fuga a los enemigos y apoderarse de la playa.
César, que había dirigido la batalla desde la cubierta de su nave insignia, bajó por fin y puso los pies en Britania. Sus hombres levantaron un campamento, pero no se internaron tierra adentro por falta de caballería.
Poco después, unos cuantos caudillos britanos se presentaron ante César con ofertas de paz y prometieron que le entregarían rehenes. Además, le devolvieron a Comio, un caudillo galo de la tribu al que el procónsul había enviado unos días antes en misión diplomática y que había sido apresado por los nativos.
Cuatro días más tarde de que la avanzada romana llegara a Britania, el tiempo mejoró lo suficiente como para que la pequeña flota que transportaba a la caballería pudiera zarpar. César incluso llegó a divisar las velas de aquellos barcos mientras cruzaban el canal. Pero de pronto se desató una tempestad que los dispersó. Algunas naves regresaron directamente a la Galia, mientras que otras intentaron desembarcar más al norte; como tampoco lo consiguieron, no les quedó más remedio que volver al continente.
Aquella tormenta no solo privó a César de recibir el refuerzo de su caballería, sino que dañó también a la flota anclada en la playa, pues el efecto de la pleamar con la luna llena acrecentó la fuerza del oleaje. Doce barcos quedaron destrozados y los demás sufrieron daños diversos.
La exagerada audacia de César había puesto a su pequeño ejército en una situación desesperada. No tenían apenas alimentos, ni caballería para explorar y proteger a sus forrajeadores, y no podían regresar a la Galia por el maltrecho estado de su flota.
Los mismos britanos que acababan de pactar la paz con los romanos se percataron de la situación y decidieron aprovecharla. Mientras seguían prometiendo unos rehenes que nunca llegaban, se dedicaron a congregar tropas en las inmediaciones para lanzar un ataque general.
Las prioridades para los romanos eran reparar las naves y conseguir alimentos. Para lo primero, arrancaron piezas de los barcos más destrozados y las usaron para remendar los demás. También enviaron a la Galia las naves que se hallaban en mejor estado con el fin de que trajeran más material. Entre unas cosas y otras, consiguieron que, descontando las doce naves perdidas sin remedio, el resto de la flota se encontrara en condiciones aceptables para el regreso.
En cuanto a lo segunda prioridad, César envió a la séptima tierra adentro para que recolectara todo el alimento posible. Los soldados llegaron a un campo donde había agricultores recogiendo la cosecha, y entraron allí sin sospechar que era una trampa. Cuando se quisieron dar cuenta, estaban rodeados por miles de guerreros a caballo y en carro que se habían emboscado entre los trigales.
Tal como los utilizaban los britanos, los carros de combate no eran una fuerza de choque como los de Mitrídates y Arquelao, sino plataformas móviles desde las que los guerreros disparaban sus venablos. Cuando conseguían desordenar las filas enemigas con sus proyectiles, bajaban del carro y seguían combatiendo a pie, mientras sus aurigas se retiraban a cierta distancia por si debían volver a recoger a sus señores. Aquellos vehículos eran muy ligeros y tanto sus conductores como los guerreros que se subían a ellos poseían una habilidad asombrosa para maniobrar en un palmo de terreno. Gracias a eso, en palabras de César, los carros tenían al mismo tiempo «la movilidad de la caballería y la solidez de la infantería» (
BG
, 4.33).
La Séptima, con la mayoría de sus hombres dispersos entre las mieses recolectando cereal, se hallaba en un buen apuro. Por suerte, en el campamento romano los vigías encaramados a las torres divisaron unas tolvaneras que se alzaban de los trigales. Los soldados de la época sabían calcular la composición de una tropa por la forma, el espesor y la altura de las nubes de polvo; gracias a ello, los centinelas comprendieron que allí había caballería enemiga y dieron la alarma. César acudió a toda prisa con unos mil hombres y llegó a tiempo de poner en fuga a los britanos, que se refugiaron en un bosque cercano.
Allí no terminó la lucha: pasados unos días de mal tiempo que impidieron cualquier operación militar, los britanos lanzaron un ataque general contra el campamento. Aquella no fue una buena idea. Una cosa era tender emboscadas en campo abierto con caballos y carros y otra bien distinta atacar a unas legiones desplegadas delante de un campamento. Tras una breve batalla en la que sufrieron bastantes bajas, los britanos no tardaron en retirarse. A pesar de todo, César no pudo aprovechar apenas la victoria porque tan solo tenía los treinta jinetes que acompañaban al caudillo galo Comio.
Al comprobar que habían fracasado una y otra vez en sus intentos de aniquilar a aquel ejército relativamente pequeño, los caudillos britanos enviaron ese mismo día emisarios para pedir la paz. César les pidió el doble de rehenes que la vez anterior, y les explicó asimismo que debían enviárselos al continente, pues no pensaba permanecer por más tiempo en Britania. Aprovechando un día de buen tiempo, el procónsul embarcó a sus dos legiones en las sesenta y ocho naves que seguían en condiciones y zarpó de regreso a la Galia.
La expedición no se había saldado con ningún éxito, pero al menos los romanos habían regresado con vida. Cuando las noticias de esta primera campaña llegaron a la urbe y se unieron a las de la expedición allende el Rin, el senado decretó veinte días de agradecimiento, cinco más que en el 57, cuando había derrotado a los belgas. Eso demuestra que César tenía buenos publicistas apoyándolo en Roma: el 55 no había sido su año más brillante como general, aunque sí aquel en el que había llevado más lejos los estandartes de la República.
Pese a los veinte días de gracias a los dioses, César no se había quedado contento con el resultado de la expedición. Durante el invierno los ingenieros romanos y locales construyeron seiscientos barcos con un diseño diferente, provistos de remos y velas, más anchos y de menor calado. Mientras los fabricaban, él viajó a Iliria, una zona de su jurisdicción que tenía algo abandonada. Allí llevó a cabo una breve campaña para evitar las incursiones de la tribu de los pirustas y después volvió a la Galia Transalpina para lanzar la invasión.
De todos modos, no pudo partir tan pronto como habría querido. Con el fin de garantizar que no se producían revueltas en su ausencia, ya que iba a dejar menos guarnición en la Galia que el año anterior, el procónsul había solicitado un número mayor de rehenes que debían acompañarlo a Britania.
Entre ellos estaba Dumnórix, el caudillo eduo que dirigía el bando antirromano. César, con razón, no se fiaba de Dumnórix, que ya le había hecho varias jugarretas en su primera campaña contra los helvecios. Aunque no se atrevía a tomar represalias contra él, prefería llevarlo consigo siguiendo la máxima de «Ten cerca a tus amigos, pero más cerca todavía a tus enemigos».
Dumnórix adujo todas las excusas posibles, incluso que le daba miedo viajar por mar y se mareaba. Al ver que no conseguía nada, el día fijado para zarpar huyó del campamento con un grupo de guerreros eduos.
César no estaba dispuesto a dejar en la Galia a un caudillo
cupidum rerum novarum
, «amante de las cosas nuevas». Para los romanos, el adjetivo «nuevo» poseía tantas connotaciones negativas como para nosotros «viejo», y en este contexto implica que Dumnórix quería organizar una auténtica revolución en la Galia. César mandó una gran tropa de caballería en pos del fugitivo, con órdenes de detenerlo. A ser posible, añadió, que lo trajeran vivo; pero la prioridad no era esa, sino evitar que huyera.
Como era de esperar, Dumnórix se resistió. Pese a que ninguno de sus propios jinetes se mostró dispuesto a luchar por él, intentó zafarse de sus perseguidores y gritó antes de morir: «¡Soy un hombre libre de un pueblo libre!».
Resuelto de manera tan expeditiva el problema de Dumnórix, la expedición zarpó por fin. Esta vez César pensaba hacer las cosas bien. Llevaba cinco legiones y, sobre todo, más dos mil jinetes, imprescindibles para explorar y protegerse de la caballería y los carros enemigos. En la Galia se quedaron bajo el mando de Labieno las tres legiones restantes y los otros dos mil jinetes.
La flota, compuesta por ochocientos barcos, partió a principios de julio. Pese a ciertos problemas con el viento que los desviaron de la ruta, gracias a los remos pudieron arribar al punto previsto, la misma playa del año anterior.
En esta ocasión no había comité de recepción, y los romanos desembarcaron sin problemas. Tras levantar el campamento, César envió exploradores, que le informaron de que había tropas hostiles en el interior. Sin más dilación, decidió atacarlas con cuarenta cohortes y mil setecientos jinetes, dejando a los demás para defender el campamento.
Tras una marcha nocturna de casi veinte kilómetros, al hacerse de día los romanos llegaron ante la posición enemiga, un fuerte situado en una colina y rodeado por una empalizada, en la zona de la actual Canterbury. Ante él se hallaban desplegados los enemigos, pero el ejército de César los puso en fuga enseguida. Después, la Séptima adoptó la célebre formación de la tortuga constituyendo un techo de escudos sobre sus cabezas y asaltó la fortaleza, que era de construcción muy primitiva comparada con otras que habían tomado en la Galia.
Al día siguiente, César envió tres columnas por separado para perseguir a los enemigos. Mientras aguardaba en el lugar donde habían derrotado a los britanos, recibió malas noticias del campamento en la playa. Una nueva tormenta se había abatido sobre la costa y había destruido cuarenta barcos.
Mientras los hombres de César reparaban los daños y Labieno enviaba más naves desde la Galia, los britanos se reagruparon bajo el mando de un caudillo llamado Casivelauno, rey de una tribu que moraba al norte del Támesis. Después, cuando los romanos reemprendieron su marcha hacia el interior, los guerreros de Casivelauno se dedicaron a hostigarlos en una táctica de guerrillas, aprovechando que conocían el terreno.
Eso reportó a los britanos algunas pequeñas victorias; a cambio, hizo que se confiaran. Mientras los legionarios levantaban un campamento al final de la jornada, Casivelauno lanzó un ataque masivo contra ellos. El asalto fracasó, y los britanos sufrieron al día siguiente un nuevo revés que los hizo dispersarse.
César, que seguía ignorando el verdadero tamaño del país, decidió atacar el territorio de Casivelauno para acabar con su resistencia y cruzó el Támesis por la zona donde hoy se extiende Londres. Los britanos, escarmentados de su fracaso anterior, volvieron a la táctica de guerrillas, lo que hizo sufrir un gran desgaste a las tropas de César.
En esta ocasión volvió a jugar a su favor la división entre pueblos vecinos, un fenómeno tan típico de Britania como de la Galia, de Grecia o de Italia antes de que se unificara bajo el mando romano. Al norte del Támesis moraban varias tribus que se pusieron en contacto con César y le entregaron rehenes y, sobre todo, provisiones. También le revelaron dónde se encontraba la fortaleza de Casivelauno, rodeada por ciénagas y bosques. Pese a ese entorno hostil, los hombres de César la asaltaron desde dos puntos simultáneamente y la tomaron. Aunque Casivelauno escapó, muchos de sus hombres murieron en el asalto.