En el campo habían quedado tendidos quince mil pompeyanos, de los cuales seis mil eran ciudadanos romanos; uno de ellos, el viejo rival de César, Domicio Ahenobarbo. Mientras paseaban entre los cadáveres, César comentó: «¡Ellos lo han querido así! Si no hubiese pedido ayuda a mi ejército, me habrían condenado pese a las gestas que he llevado a cabo» (Plutarco,
César
, 42). En su propio ejército murieron únicamente doscientos hombres, treinta de ellos centuriones. Como siempre, hemos de recordar que la mayoría de las bajas no se producían mientras las formaciones cerradas chocaban de forma pareja, sino cuando una de ellas se desorganizaba y huía.
He dicho una victoria «casi total». La mayoría de los mandos importantes del ejército enemigo, entre ellos el mismo Pompeyo, habían huido. César se encontró ante un dilema: ¿debía regresar a Italia o perseguir a los fugitivos? Muchos de ellos, como Escipión, Labieno, Afranio o Catón —que no había estado presente en la batalla—, se dirigieron a la provincia de África para reorganizarse allí.
Cuando supo que Pompeyo había tomado un camino diferente, César decidió que aquella presa tenía prioridad. Aunque lo hubiera superado en el campo de batalla, un enemigo vencido no tenía por qué ser un enemigo hundido, como él mismo podía atestiguar tras haberse sobrepuesto al fracaso de Dirraquio. Además, Pompeyo poseía una enorme red de clientes y aliados en Oriente con los que podría recomponer sus fuerzas.
César lo organizó todo rápidamente. Marco Antonio regresaría a Italia con las legiones más veteranas, y una vez en Roma se encargaría de velar por los intereses de Italia. A Domicio Calvino le entregó tres de las legiones pompeyanas y lo nombró gobernador de Asia.
En cuanto a él, tomó a su caballería y a apenas mil hombres de la Sexta, una legión que había formado en el año 52 en la Galia Cisalpina, y con esa reducida hueste emprendió la persecución de Pompeyo. Los hombres de la VI resultaban especialmente adecuados porque, sin ser bisoños, eran más jóvenes y tenían más energías que los de la Novena y la Décima.
Durante varias semanas, César se desplazó con su celeridad habitual: de día partía con sus jinetes hasta el final de la siguiente etapa y allí aguardaba la llegada de los legionarios de la Sexta. Mas, pese a su velocidad, César se sentía como Aquiles en la célebre aporía de Zenón, incapaz de alcanzar nunca a la tortuga por más que corría.
De Larisa fue a Anfípolis y desde ahí, olfateando la pista de Pompeyo como un sabueso, recorrió cuatrocientos kilómetros en ocho días para llegar al estrecho de los Dardanelos. Allí confiscó unos cuantos barcos, y mientras cruzaba el estrecho para pasar a Asia le salió al paso una flota pompeyana mandada por Lucio Casio. En lugar de rendirse ante sus naves, que eran muchas más, César exigió que se las entregara. El almirante enemigo le obedeció, cuando podría haber enviado su mísera flotilla al fondo del estrecho. Le habían llegado noticias de la batalla de Farsalia y, como tantos otros, se apresuraba a acudir en ayuda del vencedor.
Mientras bajaba por la costa oeste de Asia Menor, César fue recibiendo noticias de Pompeyo. Lo habían visto primero en Mitilene, donde había recogido a su esposa Cornelia, y después en Chipre. Eso hizo imaginar a César que se dirigía a Egipto. Allí reinaba el joven Ptolomeo XIII, cuyo difunto padre estaba en deuda con Pompeyo y con el propio César. Este pensó que si su rival se ganaba el favor de Ptolomeo, conseguiría ese dinero y también naves y otros suministros con los que podría reforzar el ejército que sus partidarios estaban reorganizando en África.
A César le constaba que Pompeyo no llevaba apenas tropas dignas de tal nombre, pues quienes lo acompañaban eran sobre todo esclavos que había ido reclutando por el camino. Pero si se le daba tiempo, podía recabar el apoyo de los llamados «gabinianos».
Los gabinianos eran unos ocho mil legionarios que el legado Aulo Gabinio y Marco Antonio habían llevado a Egipto para reinstaurar a Ptolomeo XII en el trono; una misión que, dicho sea de paso, les había encargado Pompeyo sin autorización del senado. Aquellos hombres se habían quedado en Alejandría, convirtiéndose en una fuerza paramilitar que creaba más problemas de los que solucionaba. En el año 50, Bíbulo, que a la sazón gobernaba Siria y quería defender su provincia de la amenaza de los partos, envió a sus dos hijos a Egipto con la misión de llamar a filas a los gabinianos. Estos, acostumbrados a la buena vida que llevaban en Alejandría, se negaron y asesinaron a los hijos de Bíbulo.
Decidido a evitar que Pompeyo se rearmara de una forma o de otra, César tan solo esperó a que otra de sus legiones se reuniera con él, probablemente en Rodas. Allí embarcó a todos sus hombres en una pequeña flota de transportes y naves de guerra, y sin dudarlo un instante se dirigió hacia Egipto. Llevaba en total cuatro mil combatientes: tres mil doscientos legionarios y ochocientos jinetes, la mayoría germanos.
En cierto modo fue un error y en cierto modo quizá no. Sin que él lo supiera, Pompeyo ya había dejado de ser un peligro. Si en lugar de dirigirse a Egipto, César hubiera regresado a Italia y desde ahí hubiera cruzado a África para combatir a los optimates antes de darles tiempo a organizar un gran ejército, la guerra civil habría durado mucho tiempo.
Pero es posible que la historia del mundo hubiera sido menos interesante, y que la posteridad ni siquiera hubiese oído hablar de Cleopatra.
A
principios de octubre del año 48, César y su pequeña flota llegaron a Alejandría. Lo primero que debieron divisar a lo lejos fue el Faro. Suele escribirse con mayúsculas, puesto que Faro era un topónimo, el nombre de la isla donde asentaba sus cimientos,
Pháros
en griego. Los romanos se referían a él como torre o luminaria, pero la palabra «faro» acabó convirtiéndose en un nombre común para referirse a ese tipo de edificio.
El Faro fue erigido durante el reinado de Ptolomeo II Filadelfo. (Los monarcas antiguos no utilizaban ordinales, pero como todos los de aquella dinastía se llamaban igual e incluso repetían epítetos como «Soter», «Filadelfo» o «Filópator», los historiadores actuales suelen recurrir a la numeración para evitar confusiones). Su construcción había requerido doce años de trabajos y una inversión de ochocientos talentos. El arquitecto, Sóstrato de Cnido, se sentía tan satisfecho de su obra que quería que la posteridad lo recordara por ella. En aquella época, el nombre que solía figurar en este tipo de construcciones era el de quien las encargaba y consagraba; en este caso, el rey de Egipto. A Sóstrato se le ocurrió la astucia de escribir la dedicatoria oficial de Ptolomeo en una placa de yeso. Cuando esta se desgastó y cayó con el tiempo, apareció debajo el nombre del propio Sóstrato, grabado de forma indeleble en la piedra.
Es comprensible que Sóstrato se sintiera orgulloso, ya que el Faro era considerado una de las Siete Maravillas del mundo antiguo. Aquella enorme torre se erguía sobre un islote unido al extremo este de la isla de Faros por una rampa.
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Su base era un gran zócalo de cien metros de lado, decorado con columnas, arcos y estatuas. Sobre él se alzaba la gran torre, diseñada en tres niveles: el primero era de planta cuadrada, el segundo octogonal y el último una torre cilíndrica rematada por una estatua de Zeus que se alzaba a más de ciento veinte metros de altura sobre las aguas del puerto.
La razón para construir el Faro fue que aquella costa era extremadamente plana y carecía de puntos de referencia elevados; algo imprescindible para los marinos en una época en que se podía medir la latitud, pero no la longitud. Alejandría estaba situada en el extremo oeste del Delta del Nilo, cerca de la llamada boca Canópica del Nilo. Todo el Delta en sí era tierra de aluvión, un «don del Nilo» como lo llamaron Hecateo y Heródoto: las arenas y fangos que arrastraba el gran río iban apilando y creando un nuevo terreno sumamente fértil que se adentraba año tras año en el Mediterráneo. Al no ser resultado de una verdadera orogenia, aquella tierra oscura apenas se levantaba sobre el nivel del mar.
La costa al este de Alejandría también era muy lisa y apenas ofrecía refugio para los barcos. La propia Alejandría era la excepción: la isla de Faros, alargada y paralela al litoral, ofrecía un abrigo contra los vientos y las olas. Por eso Alejandro Magno había decidido levantar allí una ciudad, que empezó a construirse en el año 331. Gracias a su localización estratégica y a la gran inversión que puso en ella el rey macedonio, Alejandría no tardó en prosperar. Pero para que fuese más seguro arribar a sus dos puertos, que estaban rodeados por escollos, se necesitaba algún punto de referencia, y el Faro fue la solución. De día su silueta blanca bastaba para verlo a lo lejos. De noche, se encendía la luminaria, que podía divisarse a cincuenta kilómetros. Como el Faro, que sobrevivió en parte hasta la Edad Media, acabó totalmente destruido, no sabemos cómo era por dentro. Algunos autores cuentan que en el primer nivel había rampas por las que subían acémilas cargadas de combustible para la hoguera. Se ha discutido bastante acerca de la naturaleza de aquel combustible —leña, carbón vegetal, aceite, incluso petróleo crudo—, pero considerando la prolongada historia del Faro es muy posible que se utilizaran varias materias distintas a lo largo del tiempo.
Una vez sobrepasado el Faro, los barcos de César entraron en el Puerto Grande, situado en la parte oriental de la ciudad. Mirando a su derecha los romanos podían ver a cierta distancia el Heptastadion, un gran puente llamado así porque medía siete estadios, unos mil doscientos metros. El Heptastadion unía la ciudad con la isla del Faro y al mismo tiempo servía de separación entre el Puerto Grande y el que se abría en la parte oeste, el de Eunosto o «Buen regreso». No obstante, los barcos podían pasar de uno a otro por los arcos que sustentaban el Heptastadion.
Entre los muelles de Eunosto y el Puerto Grande podían atracar más de mil doscientas naves. Pero Alejandría recibía tanto tráfico que a menudo había barcos atados a boyas en el centro de cada uno de los dos puertos, esperando a que les tocara el turno de amarrar y descargar su mercancía. No era para menos, puesto que la ciudad servía de puente entre el Mediterráneo y el Nilo. Gracias a que desde este partía un canal hacia el mar Rojo, también era una puerta hacia el océano Índico y la fabulosa ruta de la India; puerta que los soberanos de Alejandría tenían abierta desde finales del siglo
II
gracias a los viajes del audaz marino Eudoxo de Cízico.
Alejandría tenía más de medio millón de habitantes, y fue la mayor ciudad del Mediterráneo hasta que Roma empezó a disputarle aquel puesto. Al contrario que Roma, que había crecido de forma caótica siguiendo el relieve de las siete colinas, Alejandría había sido diseñada sobre el plano, partiendo de cero y sobre un terreno extremadamente liso. Por eso su arquitecto, Dinócrates de Rodas, había dispuesto que sus calles se cruzaran en ángulos rectos, formando manzanas cuadradas o rectangulares y amplias avenidas.
La ciudad estaba dividida en barrios denominados con las primeras letras del alfabeto. El Alfa, situado al nordeste, junto al mar, era el distrito palaciego. El Beta era también un distrito adinerado, donde se levantaban el Ágora, el Sema o tumba de Alejandro y la mayor atracción de Alejandría —aparte del Faro—: el Museo y su principal dependencia, la Biblioteca. En el distrito Delta, situado hacia el este, vivía una numerosa colonia judía, y en el Gamma, al oeste, habitaban los metecos, residentes legales que no poseían la ciudadanía alejandrina. Había, por último, un barrio que conservaba el nombre antiguo de la ciudad, Racotis, poblado por egipcios que tampoco eran legalmente alejandrinos.
Pues Alejandría, aunque se hubiera contagiado de elementos egipcios, era básicamente una ciudad griega. Su nombre completo resultaba muy revelador:
Alexándreia parà Aigýptou
, «Alejandría
junto
a Egipto», no «Alejandría en Egipto». La dinastía que gobernaba la ciudad y que reinaba en el país era de origen macedónico y descendía de Ptolomeo I Soter, «el Salvador», uno de los generales que a la muerte de Alejandro se había repartido los restos del imperio. Como el padre de Ptolomeo se llamaba Lago, la dinastía era conocida también como «Lágida». No obstante, algunos comentaban que en realidad Ptolomeo era hijo bastardo de Filipo y, por tanto, hermanastro de Alejandro; un rumor que a sus descendientes no les molestaba en absoluto.
En los principios de la ciudad los elementos griegos y macedonios de su población estaban claramente diferenciados. Pero con el tiempo, lejos de sus respectivas patrias, se habían ido fundiendo. Desde el punto de vista de egipcios, judíos y otros pueblos, los macedonios y los griegos de Alejandría eran todos griegos sin distinción, del mismo modo que tampoco hacían grandes diferencias entre romanos e itálicos.
Cuando César llegó a Alejandría, sus barcos se dirigieron al sector palaciego y atracaron allí. Ya que venía a Egipto en pos de Pompeyo, estaba dispuesto a cobrar el dinero que le debía el joven rey Ptolomeo XIII. El padre de este, conocido como Auletes o «Flautista» por su afición a tocar la flauta en los banquetes, había sido depuesto por sus propios súbditos en el año 59. No era la primera vez que ocurría algo así: la plebe de Alejandría era mucho más levantisca que la de Roma y cuando no estaba contenta por algún motivo tenía cierta tendencia a asaltar los palacios reales.
Exiliado por sus propios súbditos, Auletes se dirigió a Roma, donde sobornó a diestro y siniestro para conseguir que los poderosos romanos lo repusieran en el trono. En particular, pagó mucho dinero a Pompeyo y Craso, y también a César, que a la sazón era el cónsul: nada menos que seis mil talentos.
En realidad, Auletes no disponía de tanto dinero, de modo que se vio obligado a pedírselo prestado a una
societas
, un consorcio financiero presidido por un personaje llamado Cayo Rabirio. Para que Rabirio pudiera cobrarse la deuda, Auletes se lo llevó a Alejandría y lo nombró administrador de finanzas, un honor inusitado para un extranjero. Rabirio consiguió poner al día los impuestos atrasados, pero en lugar de pagarle lo que debía, el rey Auletes lo expulsó de Egipto. César había adquirido una parte de la deuda de Rabirio, y la suprema ironía era que ahora regresaba a Alejandría para cobrar un dinero que se le debía porque el padre del rey lo había pedido prestado para sobornar… ¡al propio César!