El mismo César omite este incidente en su libro
La guerra civil
, pero lo conocemos por otras fuentes como Suetonio o Apiano. Su respuesta al motín fue de una dureza inesperada. Convocó en asamblea a las tropas que tenía en Placentia y delante de todos echó una vehemente filípica a la Novena. ¿Acaso pretendían comportarse como bárbaros y no como romanos, saqueando Italia? ¿No habían luchado más allá del Rin precisamente para evitar que en el futuro nadie devastara las tierras al sur de los Alpes?
Los ejércitos, añadió, necesitaban disciplina. Por eso, para reforzarla, había decidido diezmar a la Novena legión. Uno de cada diez soldados moriría apaleado por sus compañeros, y al resto los licenciaría, pues ya no quería saber nada de ellos. Era un castigo terrible tanto para los que perecían como para sus camaradas, que se veían obligados a matar prácticamente con sus propias manos a uno de los suyos. En muchas ocasiones, a las unidades infamadas así se las obligaba a dormir al raso y se les distribuía cebada en lugar de trigo.
Los hombres de la Novena, convencidos hasta ese momento de que César no podría resistirse a su chantaje, se quedaron estupefactos. Los oficiales primero y los soldados después se pusieron de rodillas y suplicaron a su general que los perdonara y no los arrojara de su lado. César se lo pensó o fingió pensárselo; no podemos saber hasta qué punto lo dominaba la ira por aquella insubordinación, a él que se enorgullecía de que no había ningún otro general con legionarios tan leales.
Finalmente cedió. Tras ordenar que le presentaran a ciento veinte hombres que hubieran participado activamente en el motín, les obligó a hacer un sorteo entre ellos mismos y matar a los doce compañeros señalados por la (mala) fortuna. Había entre esos doce un soldado que no se hallaba presente el día de la insurrección; el engaño se descubrió a tiempo y César hizo ejecutar en su lugar al centurión que había intentado colarlo en el grupo por una venganza personal.
Tras sofocar el motín, César instruyó a sus tropas para que se dirigieran a Brindisi, pensando ya en cruzar a Grecia. Él se pasó antes por Roma: tenía muchos asuntos que organizar, empezando por su propio estatus político, que quería regularizar. Se había empeñado en ser cónsul en el 48, cumplidos los diez años completos desde que dejara el puesto. Además, era una forma de legitimar su causa.
El problema era que en Roma no había cónsules en ejercicio para presidir las elecciones, pues los dos se encontraban en Grecia con Pompeyo. César había dejado en la urbe al pretor Lépido como máxima autoridad. Un pretor no tenía potestad para organizar las elecciones. Pero sí existía un antecedente de la guerra contra Aníbal que permitía a un pretor nombrar a un dictador, y eso fue lo que hizo Lépido.
Como dictador, César organizó las elecciones. Por supuesto, él mismo las ganó. Al parecer, no se presentó nadie más, salvo el colega que salió elegido como segundo cónsul, Publio Servilio Isáurico, con cuyo padre había servido en el año 78 en Asia.
Antes de entrar en el nuevo cargo, César aprovechó el de dictador para poner en orden otros asuntos; entre ellos, restaurar como senadores a algunos a los que el censor Apio Claudio había expulsado del senado. Uno de los beneficiados fue nuestro conocido Salustio.
Otra de las medidas que tomó fue conceder la ciudadanía romana a los gaditanos. Era una recompensa por haberse rebelado contra el erudito Varrón, que gobernaba allí en nombre de Pompeyo. Además, Marco Antonio, restablecido en su puesto de tribuno, hizo aprobar un decreto que restablecía sus derechos a los hijos de aquellos que habían sido proscritos en las listas malditas de Sila: una ley que llegaba con sumo retraso, pero sin duda justa.
El estallido de la guerra civil había provocado una crisis económica y, sobre todo, crediticia; algo que suena muy actual. Como los deudores habían dejado de pagar sus deudas, nadie se atrevía ya a prestar dinero, los pocos empréstitos que se daban eran a intereses mucho más altos de lo habitual y los precios de los inmuebles se habían desplomado.
Los acreedores tenían miedo de que César actuara como un líder radical y, tal como había propuesto en su momento Catilina, aboliera todas las deudas. Al fin y al cabo, como comentaba Cicerón a menudo, ¿no estaba rodeado por una ralea de indeseables revolucionarios endeudados hasta las orejas?
César actuó de una forma mucho más moderada. Por ley, se declaró que las propiedades debían tasarse en el mismo valor que tenían antes de estallar la guerra, de modo que los deudores pudieran venderlas por dicho precio para saldar las deudas (una especie de dación en pago). También redujo las tasas de interés y reinstauró una antigua ley que prohibía tener más de sesenta mil sestercios en efectivo. Era un intento de «inyectar» liquidez en el sistema financiero haciendo que esas monedas se pusieran en movimiento. Intento, he dicho, porque si hoy no resulta fácil controlar dónde guarda uno el dinero, en aquella época era imposible.
O
nce días después de ser nombrado dictador, César renunció al cargo y dejó Roma para dirigirse a Brindisi, donde lo aguardaban sus legiones.
Ya en el puerto, descubrió que seguía sin haber suficientes barcos para transportar a todos sus hombres en un solo viaje. Además, ya había empezado enero. Aunque por el desfase del calendario estaban en otoño, seguía siendo una estación peligrosa para navegar, pues en mitad de una travesía podía levantarse de improviso una tormenta. Por otra parte, Pompeyo tenía más de quinientos barcos de guerra patrullando el Adriático precisamente para impedir que César pasara de Italia a Grecia.
Pero César, que al empezar el año se había convertido en cónsul por segunda vez, sabía que el tiempo corría en su contra. Cuanto más esperara, más preparado encontraría a Pompeyo. Este tenía ya nueve legiones a su lado y esperaba dos más que debían venir de Siria con su suegro Metelo Escipión. A diferencia de las de César, que andaban cortas de efectivos porque prefería no rellenar las bajas de veteranos con soldados bisoños, las de Pompeyo estaban completas, con unos cinco mil hombres cada una. Disponía asimismo de siete mil jinetes, tres mil arqueros y mil doscientos honderos, más tropas auxiliares enviadas por sus vasallos orientales. Estos aportaban también dos cosas incluso más valiosas: grano y dinero. Pompeyo, más organizado y previsor que César, estaba preparándolo todo para invadir Italia en cuanto el clima se lo permitiera. Mientras tanto, a sus cincuenta y siete años y después de trece de inactividad, se dedicaba a cabalgar y lanzar el
pilum
con los jóvenes para ponerse en forma.
César, en cambio, no tenía suficientes barcos, sus legiones no habían terminado de congregarse en Brindisi y tampoco disponía de equipo ni provisiones suficientes. Lo lógico habría sido esperar. Sin embargo, como les explicó a sus oficiales, él opinaba que el arma más poderosa en la guerra era la sorpresa, y estaba empeñado en cruzar el mar cuanto antes.
Así pues, en cuanto llegó la primera noche en calma, aprovechó todas las naves disponibles para emprender el viaje. Pese a que dio órdenes de dejar las pertenencias personales en Brindisi y viajar sin sirvientes, únicamente pudo embarcar a siete legiones muy reducidas —poco más de quince mil hombres— más quinientos jinetes con sus caballos. El 4 de enero se hicieron a la mar después del ocaso; aunque la navegación era más peligrosa de noche, viajar en la oscuridad era la mejor manera de eludir a la flota de Pompeyo.
César estaba corriendo un gran riesgo: en la Primera Guerra Púnica ejércitos enteros habían perecido por hacerse a la mar en mala época del año. A pesar de todo, la fortuna le sonrió y no hubo incidentes graves en la travesía. Su único problema fue que el viento lo llevó más al sur de lo que pretendía, a la ciudad de Palaeste.
La vuelta fue otra cosa. La flota regresó a Italia para recoger al resto del ejército, pero las noticias del cruce de César habían llegado a su archienemigo Bíbulo, que comandaba la armada pompeyana del Adriático. La primera vez le habían pillado por sorpresa, porque no concebía que alguien se atreviera a cruzar el mar en enero; pero la segunda ya estaba prevenido. Con una flota de ciento veinte barcos zarpó de Corcira y sorprendió al convoy de transportes cesarianos. Treinta naves cayeron en su poder y las quemó con sus tripulaciones dentro: la clemencia no era la táctica favorita de los enemigos de César.
Aunque parte de la flota logró escapar y llegar a Brindisi, el resto del ejército de César no pudo embarcar: el tiempo y, sobre todo, la vigilancia del enemigo lo impedían.
En lugar de lamentarse, César decidió, como siempre, pasar a la ofensiva. Necesitaba una base amplia en el Epiro para que el resto de su ejército pudiera desembarcar a salvo, y también para controlar más terreno donde forrajear, pues había arribado prácticamente sin provisiones. De modo que se encaminó al norte y no tardó en apoderarse de las ciudades de Órico y Apolonia (toda esta campaña transcurrió en territorio de la actual Albania).
La noticia de que César se encontraba en el Epiro sorprendió a Pompeyo todavía en Macedonia, a unos cien kilómetros de la costa. Al norte de Apolonia se encontraba Dirraquio, una base naval en la que tenía depósitos de grano y de armas, y que pensaba utilizar como punto de partida para invadir Italia. Comprendió que ese sería el principal objetivo de César y se encaminó hacia allí a marchas forzadas por la vía Ignacia.
En aquella ocasión, Pompeyo ganó la carrera. César no pudo subir más allá del río Apso, pues al llegar allí se encontró a su rival acampado en la orilla norte. De entrada, ninguno de los dos intentó entablar batalla. En el caso de César, que habitualmente usaba tácticas más agresivas, es fácil de comprender: su enemigo lo superaba casi tres a uno, y en caballería su ventaja era incluso mayor. De momento, intentó negociar con Pompeyo. Le propuso que ambos disolvieran sus ejércitos en tres días y se sometieran al arbitraje del senado y la asamblea del pueblo. Probablemente solo quería ganar tiempo a la espera de que el resto de sus legiones vinieran de Italia.
¿Por qué Pompeyo tampoco atacó? Según Apiano, sus tropas intentaron cruzar el río para enfrentarse a César, pero el puente se vino abajo y algunos hombres de la vanguardia se ahogaron. En cualquier caso, Pompeyo no intentó reconstruirlo para aprovechar su superioridad numérica. Hay que tener en cuenta que era tan paciente y meticuloso en la guerra como impaciente en la política. Gracias a que dominaba el mar podía recibir provisiones de sobra. En cambio, veía que los hombres de César estaban sufriendo dificultades para encontrar comida en los alrededores en aquella época del año: una táctica dilatoria de desgaste le parecía más provechosa que un enfrentamiento directo.
Mientras tanto, a ambas orillas del Apso sucedió lo mismo que había ocurrido en Hispania, cerca del Ebro. Como los soldados de ambos ejércitos tenían que acercarse al río para coger agua, muchos de ellos empezaron a saludarse y conversar, y no tardaron en confraternizar. Pero ese hermanamiento no duró mucho, porque un legado pompeyano ordenó disparar contra los cesarianos desde el otro lado del río, y declaró que Pompeyo y los optimates solo negociarían con ellos cuando le trajeran la cabeza de César sobre una bandeja.
¿Quién era aquel personaje que tanto odio mostraba por César? No se trataba de ninguno de sus enemigos tradicionales, como Catón o Ahenobarbo, sino del hombre que había sido prácticamente su mano derecha durante muchos años en la Galia: Tito Labieno.
De todos los legados que habían servido en aquella larga guerra, Labieno era el militar de más talento, y es muy probable que él mismo se creyera mejor que César. Cuando las hostilidades entre este y el senado fueron
in crescendo
, César procuró asegurarse la lealtad de Labieno confiándole el gobierno de la Galia Cisalpina para ayudarle a hacer méritos con vistas a presentarse al consulado. Quizá incluso estaba pensando en que ambos concurrieran juntos a las elecciones.
Pero los optimates se habían dedicado a criticar a César delante de Labieno, y habían encontrado en él un oyente receptivo. En parte, es posible que influyera en él una antigua relación clientelar con Pompeyo, ya que ambos provenían de la misma región, el Piceno. Es probable también que en su fuero interno se sintiera mejor general que César y que pensara que no estaba recibiendo los suficientes honores y recompensas. Tampoco hay que descartar que pensara que César era un traidor a la República, o que la suya era una causa perdida…, o que obedeciera a todos esos motivos juntos.
Cuando en enero del año 49 Labieno se pasó al bando de los optimates, su deserción supuso un duro golpe para César. No solo un general experimentado reforzaba las filas del bando contrario, sino que lo hacía con más de tres mil quinientos jinetes galos y germanos. Ahora, a orillas del Apso, Labieno se acababa de comportar como el más recalcitrante de los pompeyanos, pero todavía tendría más ocasiones de demostrar su inquina hacia César y hacia los soldados que no mucho tiempo atrás habían estado bajo su mando.
Pasaban las semanas, y el resto de las tropas de César seguía en Italia. Bíbulo, almirante de la flota de Pompeyo, había muerto de extenuación. En su empeño de no permitir que se le escapara ni un solo barco enemigo no descansaba ni de noche ni de día, aunque también debió de influir en su declive físico la tristeza por sus dos hijos, que habían sido asesinados en Egipto. Pero sus sucesores seguían patrullando el Adriático como perros de presa, y Marco Antonio no se decidía a cruzar el estrecho.
Llegó un momento en que César se sentía tan desesperado que pensó que la única forma de traer a sus hombres era encargarse él personalmente. Así pues, se disfrazó para hacerse pasar por un esclavo que llevaba un mensaje para Brindisi y, acompañado solo por una pequeña escolta, embarcó en una nave ligera que estaba varada en el río Apso.
Cuando el barco llegó a la desembocadura, empezó a soplar un viento cada vez más intenso que venía del mar y que no les dejaba avanzar. Al ver que los remeros se desanimaban y se disponían a regresar, César se bajó la capucha del manto y dijo: «No temáis, pues no transportáis un cargamento cualquiera. ¡Lleváis a bordo a César y su fortuna!». Al saber quién era, los tripulantes cobraron nuevos ánimos y remaron con más brío. Pero el oleaje y el viento eran cada vez más fuertes, y llegó un momento en que el mismo César tuvo que decirles que desistieran del empeño. Cuando regresó al campamento, sus legionarios le regañaron por aquella imprudencia: ellos solos, le dijeron, se bastaban para vencer a los hombres de Pompeyo sin ayuda.